MISIÓN EN PALESTINA
En 1969, Guiliano llegó a Beirut (Líbano). Como casi siempre, Oriente Medio estaba a punto de estallar. Por un lado, los palestinos utilizaban todos los medios a su alcance para intentar recuperar su patria. Por otro, Israel afianzaba su dominio militar sobre los países árabes tras la Guerra de los Seis Días, durante la cual ocupó Gaza, Sinaí, Cisjordania o los Altos del Golán en una serie de acciones fulgurantes.
Por aquel entonces, Yassir Arafat ya se había convertido en el líder palestino. Había sido en 1958 cuando creó el embrión de Al-fatah, organización que no dudó en provocar atentados terroristas contra Israel con objeto de recuperar Palestina. Seis años después se fundó la OLP (Organización para la Liberación de Palestina), en cuyo seno Al-fatah se integraría en 1968. Desde entonces, y aunque Arafat siguió vinculado a los grupos armados, su estrategia también se lidió en terrenos políticos, algo que se haría más palpable tras ser elegido jefe de la OLP. Pero en todos aquellos años, Arafat fue un fantasma escurridizo al cual los israelíes jamás pudieron dar caza pese a que se organizaron decenas de intentos para acabar con su vida y las organizaciones palestinas que estaban bajo su tutela. Pese a que seguramente el Mossad cuenta con los mejores agentes de campo en el mundo del espionaje, Julius consiguió algo que ningún espía israelí fue capaz de conseguir: un cara a cara con el líder palestino. Y para hacerlo se las ingenio de mil formas hasta que en Beirut logró localizar a miembros de Al-fatah. Lógicamente, le arrestaron, pero al presentarle a sus captores las credenciales que portaba y cuáles eran sus intenciones –“Quiero ver a Arafat”, le dijo sin medias tintas– los palestinos decidieron dar una oportunidad al espía de la CIA que les había localizado para un “intercambio”. Ocho horas después de su insólita petición, Yasir Arafat apareció en la sala en la que Julius se encontraba preso. El mítico líder palestino decidió escucharle: “Necesito que me hagas un favor: queremos que nos entregues a los dos pilotos de combate nuestros que tienes secuestrados”, dijo Julius en referencia a dos rehenes norteamericanos que habían caído en las garras de los “terroristas”. Arafat accedió, pero si la CIA quería su premio los norteamericanos debían ser generosos. Pidió armas y dinero. En menos de un segundo, Julius –experto en esta lides: participaría años después en la venta de aviones de combate españoles a países asiático- asintió y escuchó las pretensiones del líder de Al-fatah. Apenas unas horas después, nuestro hombre abandonaba su celda y estableció contacto con los suyos para que prepararan el “sobre” y el envío de armas. Por supuesto, Arafat también cumplió con su parte del trato.