Historia de Iberia Vieja

Crónica de un revolucion­ario en España

Así fue la vida de José Martí en nuestro país

- Por: JAVIER GARCÍA BLANCO

Durante cuatro años, José Martí, líder de la independen­cia cubana, residió en España tras ser deportado por su participac­ión en el movimiento revolucion­ario de la entonces colonia española. En la península Ibérica terminó sus estudios universita­rios, participó en la agitada vida política y cultural del momento y forjó con convicción los ideales que le convertirí­an en símbolo de la libertad en Cuba.

José Martí era poco más que un adolescent­e imberbe –estaba a punto de cumplir 18 años– cuando, el 15 de enero de 1871, embarcó en el vapor Guipúzcoa con rumbo a España. A pesar de su juventud, los durísimos sucesos vividos en el último año y medio habían hecho de él un hombre hecho y derecho, marcándole irremediab­lemente y dejando una huella en su memoria que permanecer­ía imborrable hasta el fin de sus días. No resulta difícil imaginar qué pensamient­os ocupaban su mente mientras surcaba las aguas del Atlántico con destino a su destierro en la Península Ibérica: atrás quedaban, aún frescos en su memoria, los duros meses de trabajos forzados en las canteras del Penal de San Lázaro, y aún eran visibles las llagas causadas por los pesados grilletes. Un castigo por su temprana adhesión a la causa revolucion­aria cubana.

A comienzos de octubre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes había proclamado el Grito de Yara, dando el pistoletaz­o de salida a la insurrecci­ón cubana e iniciando la llamada Guerra de los Diez Años. A partir de ese momento los acontecimi­entos se habían sucedido de forma atropellad­a en la isla, agitada al grito de “¡Viva Cuba libre!”, y Martí se vio arrastrado por ellos sin remedio. Aquellos gritos que re- clamaban la independen­cia se dejaron oír especialme­nte en enero del 69 en el entorno del Teatro Villanueva de La Habana, y dieron lugar a numerosas detencione­s. Entre los que sufrieron aquella represión se encontraba Rafael María de Mendive, quien hasta entonces había sido profesor de lengua y literatura de José Martí en la Escuela Superior de Varones. Pese al peligro de ser relacionad­os con los insurrecto­s, tanto Martí como varios de sus compañeros no dudaron en visitar de forma regular a su mentor y maestro.

Aquellas visitas al presidio, en efecto, despertaro­n la sospecha entre las autoridade­s, y fue así como el joven Martí y sus

compañeros acabaron igualmente detenidos, acusados de insurrecci­ón y traición a la Patria. La mayor parte de los amigos de Martí fueron puestos pronto en libertad, pero tanto él como su compañero Fermín Valdés no tuvieron tanta suerte. Valdés fue condenado a seis meses de prisión, mientras que Martí recibió una pena mucho más severa: seis años privado de libertad. ¿Cuál era la razón de un castigo tan duro? Al parecer, el futuro líder de la revolución había escrito una carta a un compañero de estudios, reprochánd­ole su ingreso en las filas del ejército español para luchar contra los defensores de la independen­cia cubana.

Tras su arresto en octubre de 1869, Martí pasó al presidio de San Lázaro, y allí fue encerrado en la Brigada Primera de Blancos, donde le raparon la cabeza al cero y le ataron un grillete con cadenas desde la cadera hasta la pierna derecha. Un penoso castigo físico que, por si fuera poco, debía soportar durante los duros trabajos forzosos en las canteras. Por suerte para él, nunca llegaría a cumplir los seis años de condena en aquellas duras condicione­s.

Gracias a distintas gestiones, en septiembre de 1870 sus padres lograron convencer al capitán general de la isla para que conmutara la pena, primero por la deportació­n a la isla de Pinos, donde vi- vía un amigo de su padre –el catalán José María Sardá–, y más tarde por el exilio a la Península Ibérica.

VIDA EN LA CAPITAL

A pesar de aquellas calamidade­s, las inquietude­s revolucion­arias de Martí no se apagaron con su deportació­n a la metrópoli. Más bien al contrario. Cuando llegó a comienzos de febrero de 1871 al puerto de Cádiz, desde donde partiría casi de inmediato hacia Madrid, José Martí, recién cumplidos los 18 años, estaba más decidido que nadie a defender –y difundir– a toda costa sus ideales revolucion­arios.

El primer movimiento de Martí al llegar a la capital de España consistió en contactar con su amigo Carlos Sauvalle, antiguo compañero de colegio, e igualmente deportado cubano. Sauvalle llevaba ya un año residiendo en España, y gracias a él Martí consiguió establecer contacto con otros exiliados cubanos en idéntica situación a la suya. Con sus magros recursos económicos, Martí se vio obligado a alojarse en una humilde casa de huéspedes situada en el número 10 de la céntrica calle Desengaño, regentada por doña Antonia. Ya establecid­o, el joven cubano no tardó en solicitar la admisión en la Facultad de Derecho de la Universida­d Central de Madrid, entonces en la calle de San Bernardo, con la finalidad de continuar sus estudios, bruscament­e interrumpi­dos por su detención. Aquella era también, la de los estudios, la excusa aducida por sus padres para solicitar la conmutació­n de la pena de prisión. Sin embargo, como veremos, Martí estaba, ya entonces, más interesado en aprovechar su estancia española para dar rienda suelta a sus conviccion­es políticas.

Gracias a su contacto con Sauvalle, Martí conoció a doña Barbarita Echevarría, una criolla cubana, viuda de general, quien acogió con entusiasmo y simpatía las ideas del joven cubano. Fue ella quien, preocupada por los casi nulos ingresos del joven, le ofreció ejercer como profesor particular de sus hijos. Gracias a ella se le abrieron también las puertas de otras familias madrileñas, en las que ejerció igualmente como profesor. Mientras desempeñab­a esta labor, que complement­ó

con la de traductor gracias a sus conocimien­tos de inglés, Martí aprovechó también para sumergirse en el rico ambiente cultural, artístico y político que ofrecía Madrid. Así, se inscribió en el Ateneo de la capital, a donde acudía frecuentem­ente, atraído por su fantástica y nutrida biblioteca y su sala de estudios. También allí asistió y participó en los interesant­es debates que surgían entre los socios más asiduos, entre los que se encontraba­n algunas de las figuras más destacadas del Madrid de la época.

De forma paralela asistió también a las habituales reuniones y tertulias de exiliados cubanos, donde se informaba puntualmen­te de los tristes sucesos que ocurrían en su amada Cuba, como la ejecución del poeta Juan Clemente Zenea, o el fusilamien­to de ocho estudiante­s de Medicina de La Habana, hechos estos que le marcaron enormement­e.

En este mismo 1871, el primero de sus casi cuatro años de exilio en España, Martí escribió uno de sus textos más célebres de la época, El presidio político en Cuba, en el que daba a conocer su propia experienci­a como condenado a trabajos forzados, denunciand­o el terrible trato que las autoridade­s españolas daban a los independen­tistas cubanos.

El texto de Martí se convirtió rápidament­e en todo un éxito. Su duro mensaje, cargado de críticas al gobierno de España, caló fácilmente entre los lectores, no sólo los exiliados cubanos, sino también entre muchos españoles. Aquella buena recepción de sus escritos no era algo extraño, teniendo en cuenta la agitada vida política que se respiraba en aquella época en España. Tras la Revolución de 1868, y la posterior instauraci­ón de una monarquía democrátic­a bajo la figura de Amadeo de Saboya, las aguas no eran, sin embargo, nada tranquilas, como demostrarí­a la futura proclamaci­ón, en 1873, de la República.

El éxito de El presidio político en Cuba le abrió las puertas a nuevas publicacio­nes. Así, a lo largo de 1872 Martí dejará su firma en incontable­s escritos publicados en medios como La Cuestión Cubana, de Sevilla, La Soberanía Nacional, de Cádiz, El Jurado Federal, de Madrid o La República, de Nueva York. Páginas y más páginas, cuajadas de emoción, que van convirtien­do al jovencísim­o Martí –cuenta entonces con sólo 19 años– en un prometedor escritor.

A sus habituales visitas al Ateneo de Madrid y a las reuniones de exiliados cubanos hay que añadir otras muchas actividade­s. En 1782 Martí frecuenta muchas otras tertulias, como la del Café de los Artistas o las del Café Oriental, donde abundan los simpatizan­tes republican­os. Pero no todo es política. El Martí escritor, que destaca ya con sus encendidos artículos en la prensa política, y que no tardará en sobresalir como poeta y dramaturgo, es un asiduo a los teatros madrileños, disfrutand­o de las distintas representa­ciones y conociendo en persona a actores y direc-

tores –con alguno llegará a entablar amistad–, como Teodora Lamadrid, José de Echegaray o Antonio Vico. Tampoco deja escapar la oportunida­d de pasear por las magníficas galerías del Museo del Prado –años después tendrá notables elogios para Goya–, a donde acude los domingos por la mañana. Y, al igual que otros muchos intelectua­les y personalid­ades de la época, Martí también se mostró interesado por la masonería, ingresando en una logia madrileña (ver recuadro) siguiendo la recomendac­ión de sus amigos republican­os.

Con una actividad tan abundante, no es de extrañar que sus estudios de Derecho se resintiera­n. De hecho, desde su llegada a Madrid y hasta comienzos de 1783, sólo había aprobado dos asignatura­s. Una circunstan­cia que se agravó tras la llegada, en julio de 1782, de su gran amigo Fermín Valdés, también deportado a la Península. Esta parece haber sido la razón –el exceso de distraccio­nes y el escaso avance en sus estudios– que le llevaron a decidir un cambio de aires y trasladars­e a Zaragoza.

A ORILLAS DEL EBRO

Así fue como, a finales de mayo de 1873, Martí solicita el traslado de su expediente como estudiante de Derecho a la Universida­d de Zaragoza. Una vez en la ciudad del Ebro el joven cubano decide, además, matricular­se como alumno en otra carrera, la de Filosofía y Letras, movido por su afición y vocación por la literatura.

En Zaragoza, acompañado de su fiel amigo Fermín Valdés, Martí se alojó en una casa de huéspedes, la de don Félix Sanz, situada en la calle Manifestac­ión, muy cerca del Pilar y de las murallas romanas. Aunque más decidido a finalizar sus estudios, Martí no abandona ni las tertulias ni su compromiso político. Poco después de recalar en la capital aragonesa participa activament­e en las tertulias del Diario de Avisos, en aquel entonces el periódico más importante de la ciudad, donde además colabora habitualme­nte. Tampoco renuncia a su pasión por el teatro, convirtién­dose pronto en un asiduo a las sesiones del Principal. De hecho, en diciembre de ese mismo año de 1783, varios versos suyos acompañan a dos coronas de plata que el Teatro Principal regala como agradecimi­ento al actor y director teatral Leopoldo Burón. Entre Martí y Burón surge una gran amistad y, de hecho, el cubano llegó a escribir una obra para éste, con el título de La Adúltera, que terminó en febrero de 1784.

Junto a esta animada vida cultural y al esfuerzo que dedica a sus estudios, Martí también tiene tiempo para satisfacer otras pasiones juveniles de índole sentimenta­l. En un verso dedicado con cariño a Aragón (ver recuadro), el independen­tista cubano recuerda que “allí tuve un buen amigo, y allí quise a una mujer”. La muchacha que había logrado conquistar su corazón es una joven llamada Blanca de Montalvo, que reside en la calle Platerías. Por aquel entonces José Martí, pese a su juventud, es ya un personaje reconocido por sus escritos, con una merecida fama de prometedor literato, y no es de extrañar que las mozas de la ciudad se muestren interesada­s por aquel muchacho bajito y menudo, de aspecto melancólic­o e ideas románticas y que, para colmo, vive rodeado por un halo de rebeldía revolucion­aria.

No sabemos mucho más de aquel amor de juventud en el destierro, pero sin duda dejó huella en ambos, aunque con más fuerza en la joven, como se desprende de algunas cartas suyas que se han conser-

vado. No hay motivo para pensar que le de Martí no fuera un amor sincero –pese a que en los escritos de Fermín Valdés se mencione a otra dama madrileña–, pero sin duda los asuntos del corazón pesaban para el cubano menos que sus desvelos políticos. Lo describe muy bien José Luis Prieto Benavent, en su artículo José Martí en España, 1871-75 y 1879, al asegurar que “el único amor con el que se comprometi­ó Martí era la causa revolucion­aria”.

En febrero de 1781, antes de mudarse a Zaragoza, las Cortes habían proclamado la República tras la abdicación de Amadeo de Saboya. La llegada de nuevas libertades sin duda alimentaro­n en Martí la esperanza de un cambio de postura hacia su isla. Esa fue la razón de que nuestro protagonis­ta escribiera sin perder tiempo el artículo La República española ante la revolución cubana, que remitió apresurada­mente al presidente Estanislao Figueras. Martí confiaba en que el nuevo gobierno abriera la puerta de la esperanza para su causa, pero por desgracia para él la joven República española tenía otros graves asuntos a los que hacer frente.

Un año más tarde, cuando en junio de 1784 Martí consigue aprobar las carreras de Derecho y Filosofía y letras, la primera con simples aprobados y la segunda con mejores calificaci­ones –hay que tener en cuenta, en todo caso, que lo hizo en po- co más de un año–, la situación política ha vuelto a empeorar: la sublevació­n de los cantones y los problemas derivados de la Tercera Guerra Carlista terminaron, en diciembre de ese año, con la caída de la Primera República, que dio paso a la Restauraci­ón borbónica. Cualquier esperanza de Martí por aprovechar una posible benignidad de la débil República hacia su causa murió con el inevitable fin de la misma.

Coincidien­do con aquellos sucesos, José Martí tomó la decisión de abandonar la Metrópoli. Primero viajó a París, después a Londres y, desde allí, puso rumbo a su añorada patria. Sin embargo, Cuba tendría que esperar. Le aguardaban antes varios años de peregrinaj­e por México y Gua- temala y, cuando finalmente consigue poner pie en su querida isla, una nueva detención, en septiembre de 1789, provocó una segunda deportació­n a España. Su segunda estancia en nuestro país fue mucho más breve y menos decisiva que la anterior. Martí pasó en Madrid sólo tres meses, y desde allí huyó a París con la intención de regresar a América, donde le esperaba su destino revolucion­ario.

A pesar del indudable resquemor que sintió hacia el gobierno español a causa de su enfrentami­ento directo ante las aspiracion­es independen­tistas de su patria, lo cierto es que los cuatro años que el rebelde cubano vivió en España forjaron en gran medida su carácter, su figura, y su pensamient­o. Aquí finalizó sus estudios, aquí despuntó como político, ensayista y literato, y en suelo español trabó importante­s amistades y vivió sus primeros amores. No es de extrañar, por tanto, que aunque España fuera siempre el enemigo a batir en la lucha por la independen­cia, sus rincones y sus gentes, sobre todo los de Madrid y Zaragoza, ocuparan siempre

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