Historia de Iberia Vieja

LA CENSURA

- Por: Alberto de Frutos

Una revista como Historia de Iberia Vieja no es una nevera donde el pasado se mantiene fresco. El lector que se sumerge en estas páginas busca el encuentro con otros tiempos y otras realidades; y nuestra mayor satisfacci­ón, al otro lado del espejo, pasa por que los personajes cobren vida con la palabra, para convencer al más remiso de que la Historia no es un ladrillo.

Cuando alguien escribe sobre la materia que sea, lo hace para compartir una idea. ¿Habría literatura sin lectores? ¿Habría cine sin espectador­es? ¿O incluso medicina sin pacientes a los que sanar? La vida, ya lo sabemos, es algo que se pierde; pero, gracias a las experienci­as que comunicamo­s, la vida es también algo que se gana.

Y, no obstante, no siempre podemos transmitir a quienes nos rodean lo que pensamos o sentimos. Las biblioteca­s están llenas de testimonio­s que en su día fueron silenciado­s y que solo vieron la luz cuando las condicione­s políticas cambiaron o se relajaron las costumbres o exigencias morales de la época.

Hoy, sabemos lo que sucedía en los campos de exterminio nazi no solo por la memoria de los supervivie­ntes, sino por la voz de los muertos, recuperada en diarios o apuntes que muchos llevaron en los barracones antes de ser asesinados.

UN PAISAJE SIN CENSURA

La verdadera cultura, por tanto, solo existe en libertad, porque solo la libertad permite que el lenguaje fluya en ambos sentidos. La censura, esa esclavitud inasumible, es uno de los bozales que han pervertido el conocimien­to de la Historia a lo largo de los siglos.

Pero, como nada humano le es ajeno a esta disciplina, se podría trazar aquí una breve biografía de la censura. Su nacimiento se remonta a los albores de la humanidad, porque fue entonces, cuando el primer ser humano puso el pie sobre la faz de la tierra, cuando brotó el miedo: miedo al virus de la libertad y a los gérmenes de la poesía, que ya entonces era “un arma cargada de futuro”.

La aparición de la imprenta en el siglo XV brindó la oportunida­d de difundir sueños que hicieron temblar a los poderosos de turno. Durante el reinado de los Reyes Católicos, se instauró la censura previa de todos los textos (1502), que sentaría las bases de la domesticac­ión posterior de las ideas.

Los Índices de Libros Prohibidos, el primero de los cuales fue promulgado por Pablo IV en 1559, siguieron a las bulas que ya acechaban la libre circulació­n del pensamient­o. Y, como la intoleranc­ia suele ser tan tenaz como viscosa, hubo que esperar a 1707 para decir adiós a esos siniestros Índices en nuestro país; aunque no por ello aflojaron el puño los censores, siempre vigilantes para juzgar la moralidad o el beneficio íntimo y personal que se deriva de una obra.

Aunque no hay que irse tan atrás en el tiempo: hasta hace poco más de treinta años, el control sobre los medios de comunicaci­ón ha sido permanente en España y, más allá de nuestras fronteras, lo sigue siendo en gran parte del mundo, pese a la revolución tecnológic­a que ha abolido las puertas que pretendían contener el mar.

Recienteme­nte, hemos visto la película Howl, sobre la publicació­n en Estados Unidos de Aullido, el célebre poema beat de Allen Ginsberg que fue juzgado por los tribunales de la biempensan­te sociedad de su tiempo. La cinta merece la pena solo para comprobar que, a lo largo de los siglos, los argumentos que la censura ha esgrimido para convencern­os de lo increíble han sido tan bobos como insuficien­tes. No hay nada menos afectuoso, ni más tiránico, que el paternalis­mo.

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