EL DESASTRE DEL 98
Virreinatos, territorios, capitanías generales, colonias insulares pertenecientes a la Corona española..., unas posesiones tan extensas no podían durar eternamente. Durante las primeras décadas del siglo XIX, se produjeron varios movimientos independentistas que concluyeron con la separación de América Latina. Sin embargo, para el imaginario colectivo, la pérdida de las colonias en 1898 fue igual de dolorosa. Cuba, Puerto Rico, Filipinas y los archipiélagos de Carolinas, Marianas, Palaos y Guam en Oceanía cayeron como un castillo de naipes. En Cuba, el conflicto con Estados Unidos comenzó con el discutible hundimiento del acorazado
un mero pretexto utilizado por la prensa americana capitaneada por William Randolph Hearst para culpar a España. A Estados Unidos le interesaba la contienda, pues necesitaba ampliar sus mercados para tratar de revitalizar su maltrecha economía tras la subida del precio del algodón a causa del fin de la Guerra de Secesión varias décadas atrás. El gobierno español se vio desbordado por la situación y decidió que el general Valeriano Weyler sería el encargado de lidiar con mano dura, excesivamente dura, con las ansias de libertad cubana. Y, sí, finalmente los cubanos conseguirían su libertad, pero no para regir su propio destino sino para caer bajo la influencia del colonialismo de Estados Unidos, más económico que político. Análogamente, en Filipinas, la facción que defendía la separación formal de la Corona española contó con el apoyo estadounidense. Mediante el tratado de París de 1898, España se vio obligada a reconocer la independencia de los territorios anteriormente citados. Estas pérdidas tan sensibles provocaron un pesimismo que arraigó en la sociedad y en la intelectualidad española. Y, si no hay mal que por bien no venga, la consecuencia positiva fue el renacimiento cultural que se agrupó bajo la denominada “generación del 98”, representada por Miguel de Unamuno, Pío Baroja o Azorín, entre otros, responsable de una producción literaria comparable a la experimentada durante el Siglo de Oro. Felipe III heredó la Corona en 1598. Entre su indolencia y el mal gobierno de sus validos, las finanzas españolas hicieron aguas. Una de las consecuencias de la crisis fue la galopante inflación, que hizo que los productos españoles perdieran competitividad en los mercados extranjeros. En consecuencia, la industria española se fue a la ruina y hubo que aumentar la carga tributaria a la población para poder mantener el aparato del Estado. La situación se siguió deteriorando con los restantes monarcas de la casa de los Austrias, aunque no por ello se desgajara el Imperio. Todo lo contrario.
Del reinado de Felipe IV (1621) datan obras como Las lanzas o La rendición de Breda, que hemos elegido como imagen
En 1580, se logró la tan anhelada unificación peninsular con la anexión de Portugal y todos sus territorios, que pasaron a engrosar el Imperio español
Olivares, al que no se supo hacer frente por la crisis abierta a la par en Cataluña.
DE LOS AUSTRIAS MENORES A LOS BORBONES
de portada de este número. El cuadro de Velázquez, pintado en 1634-35 para decorar el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, evoca la entrega de las llaves de la ciudad de Breda por su gobernador, Justino de Nassau, a Ambrosio de Spínola, el 2 de junio de 1625. Los vencidos, a la izquierda de la composición, se someten a los magnánimos vencedores, los españoles, que mantienen enhiestas sus lanzas.
Sin embargo, a medida que transcurría el tiempo los síntomas de la “enfermedad” se hacían cada vez más evidentes. El derrumbamiento de la economía española indicaba que las victorias en el campo de batalla eran solo una ficción que no podría mantenerse mucho tiempo, tal como quedó patente con la derrota en la Guerra de los Treinta Años, saldada con la Paz de Westfalia, por la que los españoles reconocían la independencia de las