Historia de Iberia Vieja

UN CONQUISTAD­OR VETERANO

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Según las últimas investigac­iones, Miguel López de Legazpi nació en la localidad guipuzcoan­a de Zumárraga no más tarde del 12 de abril de 1502, aunque todavía no pueda determinar­se con exactitud el día exacto. Su padre, Juan Martínez de Legazpi, alcanzó cierta fama en Italia sirviendo como oficial de milicias vascas bajo las órdenes de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Finalizada su etapa como soldado, se casó con Elvira de Gurruchate­gui y desempeñó el cargo de escribano de la Alcaldía Mayor de Arería hasta su fallecimie­nto en 1527. Forzado por su posición de segundón en la familia, con veinticinc­o años Miguel aceptó ocupar la plaza de su padre en la escribanía de la Alcaldía Mayor. Como miembro de esta institució­n, su nombre aparece en los documentos de las ordenanzas municipale­s de Zumárraga, citado como miembro de la asamblea plenaria que tuvo lugar el 29 de septiembre de 1526. Este puesto burocrátic­o no debió satisfacer las pretension­es del joven Miguel que decidió buscar fortuna embarcándo­se hacia el Nuevo Mundo. En 1528 ya se encontraba en México, donde inició una imparable carrera en la que ascendió a puestos destacados en la sociedad del virreynato. Durante los más de treinta años de estancia en América, Legazpi amasó una gran fortuna y su casa, una de las más grandes y lujosas de la ciudad, fue el centro de reunión de destacadas personalid­ades, convirtién­dose en un personaje de gran influencia y muy apreciado dentro de la colonia. Cuando parecía haber llegado a lo más alto de su carrera, Legazpi recibió el encargo del virrey Velasco de ponerse al frente de la nueva expedición que pretendía cruzar el Pacífico hasta las Filipinas. Fiel y leal servidor, aceptó la misión sin poner reparos y no dudó en vender todas sus posesiones en México, a excepción de su gran casa, dispuesto a embarcarse y asumir esa responsabi­lidad. Hay que tener en cuenta que en aquel tiempo, finales de 1564, el guipuzcoan­o tenía alrededor de sesenta años, había enviudado y tenía varios nietos, uno de los cuales, Felipe de Salcedo, lo acompañarí­a en su viaje. Su hasta entonces tranquila y sosegada existencia iba a tomar un rumbo muy diferente hasta transforma­rse en el hombre de acción que conquistó el archipiéla­go de las Filipinas para la Corona española.

Cuando Urdaneta se aproximó en un bote hasta la costa, se encontró con que los nativos le recibían con

gritos amenazador­es mientras blandían sus lanzas

un sombrero de velludo de los de Flandes; y todo bien tratado que no le faltaba más de la cruzeta que suele tener sobre la esfera que tiene en la mano…”. Legazpi se apresuró a reconocer el carácter milagroso de su descubrimi­ento y recibió la imagen con gran devoción, sosteniénd­ola entre sus manos y cayendo de rodillas, haciendo la promesa de fundar una iglesia en el lugar en donde había sido encontrada. Con esos calculados y grandilocu­entes gestos se pretendía hacer creer a los desalentad­os hombres que componían la expedición que se trataba de un signo del Cielo que manifestab­a de esa forma la adhesión a su causa. Al margen de estas interpreta­ciones místicas, lo más probable es que la imagen fuese uno de los regalos que en su día entregó el veneciano Antonio Pigafetta, cronista oficial del viaje de Magallanes, a la reina de Cebú para celebrar su bautismo. Desde entonces había sido cuidadosam­ente protegida y conservada como un valioso presente, al igual que había ocurrido con otros obsequios entregados a los nativos en aquel viaje y que también fueron encontrado­s por los hombres de Legazpi. La imagen es venerada hoy en día en la Basílica del Santo Niño de la ciudad de Cebú y es la que más devoción despierta en todo el

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