Historia de Iberia Vieja

CELTAS ESPAÑA

EN UN PUEBLO DE GUERREROS Y SABIOS

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Según su texto, los franceses debían abandonar Andalucía en el menor tiempo posible, entregando todas sus armas con la condición de que les serían devueltas cuando fueran reembarcad­os hacia Francia. Los oficiales pudieron quedarse con las suyas personales y a los soldados se les permitió conservar sus equipos y mochilas. A cada general capturado se le prometió un carruaje además de un carro en el que transporta­r sus pertenenci­as. Por el acuerdo también se garantizó la vida de los heridos, que serían tratados en hospitales españoles hasta su recuperaci­ón. La pretensión inicial era concentrar a todos los prisionero­s para trasladarl­os juntos hacia Sanlúcar y Rota y, una vez allí, subirlos a los barcos que los iban a llevar hasta Francia. Sin embargo, pronto se hizo evidente que las buenas intencione­s recogidas no iban a poder cumplirse.

El 10 de agosto, las autoridade­s españolas reconocier­on que no había barcos suficiente­s para transporta­r a los cerca de 18.000 prisionero­s. Ese mismo día, el general Tomás de Morla, Capitán General de Andalucía, remitió una carta a Dupont en la que le informaba de la imposibili­dad de cumplir los términos pactados en la rendición. Aún así, se solicitó la ayuda británica para embarcar a los franceses, petición que fue finalmente aceptada a principios de septiembre. Los jefes y oficiales, después de un largo y penoso viaje, llegaron al Puerto de Santa María donde subieron a bordo de los barcos ingleses que los llevaron a Francia. A su llegada, los generales fueron acusados por Napoleón de ser los responsabl­es de la humillante derrota sufrida en Bailén. Dupont cayó en desgracia

Durante la larga marcha que los había llevado hasta los supuestos puertos de embarque, los prisionero­s sufrieron todo tipo de maltratos

ante los ojos del emperador y fue privado de todos sus títulos, grados y condecorac­iones, para ser después recluido en prisión.

CAMINO DEL INFIERNO

Mientras los oficiales eran sometidos a humillació­n pública en Francia, la inmensa mayoría del contingent­e, compuesto por suboficial­es y tropa, temía por su destino. Durante la larga marcha que los había llevado hasta los supuestos puertos de embarque, los prisionero­s sufrieron todo tipo de maltratos y humillacio­nes por parte de civiles enfurecido­s que querían cobrarse venganza por los abusos cometidos por las tropas de ocupación.

Cuando llegaron a Sanlúcar, los cerca de 14.000 supervivie­ntes fueron hacinados en pontones prisión anclados frente a la costa. Padeciendo condicione­s de vida infrahuman­as, la mala alimentaci­ón y las epidemias de disentería causaron estragos, mientras las esperanzas de obtener la libertad en un hipotético canje con prisionero­s españoles se esfumaban con cada día que pasaba. La situación se volvió insostenib­le y el Gobernador militar de Cádiz decidió deshacerse de ellos trasladánd­olos lejos de allí. Finalmente, tras nueve meses de lenta agonía en las prisiones flotantes, se ordenó su embarque en dieciséis barcos y el 9 de abril de 1809 partieron de la Bahía de Cádiz con rumbo desconocid­o. Un grupo de 4.000 prisionero­s, los más afortunado­s, fueron llevados a las Islas Canarias, donde consiguier­on integrarse entre la población. El resto, aproximada­mente 10.000 supervivie­ntes, corrieron peor suerte.

El viaje supuso un nuevo calvario para los soldados franceses. Sus sufrimient­os se vieron aumentados por las tempestade­s y el mal tiempo que la flota tuvo que soportar durante su navegación por aguas del Estrecho de Gibraltar y el mar de Alborán. Tras varios días de agitada travesía, los que viajaban en cubierta divisaron en el horizonte el perfil de la Isla de Mallorca. La flota pretendía atracar en Palma y, como había ocurrido en las Canarias, repartir a los prisionero­s entre las diferentes islas del archipiéla­go balear. Sin embargo, las protestas de las autoridade­s locales y de la población obligaron a cambiar los planes iniciales y se decidió entonces desembarca­rlos en la Isla de Cabrera, un lugar de apenas dieciséis kilómetros cuadrados que por si sólo constituía una prisión natural.

LA ISLA DE LAS CABRAS

Entre los soldados franceses se extendió el esperanzad­or rumor de que realizaban una primera escala antes de ser repatriado­s a Francia y manifestar­on su alegría. Durante el viaje por mar habían visto morir a muchos de sus compañeros por culpa de la disentería, la mala alimentaci­ón y el

agotamient­o físico. Pero también habían asistido al nacimiento de un par de gemelos a bordo, hijos de una de las cantineras también hechas prisionera­s en Bailén. Finalmente, la flota llegó a las costas de la Isla de Cabrera y los capitanes ordenaron el rápido desembarco de los franceses.

Entre los soldados reinaba el desconcier­to y aunque los más optimistas aún creían que esa situación era temporal, la inmensa mayoría empezó a desconfiar. Cuando el último de ellos puso pie en tierra firme, los barcos de la flota se apresuraro­n a alejarse de la costa abandonánd­olos a su suerte y sin víveres. En medio de la confusión, los más decididos decidieron explorar la isla buscando agua y alimentos, descubrien­do que se encontraba­n encerrados en una pequeña isla sin recursos suficiente­s para mantenerlo­s a todos. Un pequeño manantial del que apenas fluía un hilillo de agua era la única fuente que tenían para saciar su sed y cuando intentaron capturar las cabras asilvestra­das del pequeño rebaño que había en la isla, éstas se despeñaron por un acantilado al sentirse acorralada­s.

En un principio las autoridade­s españolas habían previsto el envío de víveres desde Mallorca cada cuatro días. Pero pronto se hizo evidente que el escaso suministro, apenas unos sacos de habas, pan mohoso y aceite, era insuficien­te para mantener con vida a aquellos desdichado­s. Por si fuera poco, las tempestade­s en el estrecho que separaba las dos islas retrasaban los envíos en más de una semana, agravando aún más su desesperad­a situación. Muchos de ellos empezaron a cazar conejos y ratas con las que alimentars­e. Otros fabricaron improvisa- das cañas con las que pescar y también se recolectar­on hierbas y frutos silvestres, algunos de ellos tóxicos que causaron la muerte de aquellos que los comieron.

El hambre comenzó a cobrarse sus primeras víctimas. Sin embargo, lo más terrible era la sed. Los franceses tenían que guardar cola durante varias horas para beber un sorbo de agua del manantial mientras los escasos oficiales y suboficial­es que no habían sido repatriado­s a Francia y que compartían con ellos sus privacione­s intentaban a duras penas mantener la disciplina. Al mismo tiempo organizaro­n la vida diaria para mantener la dignidad de sus hombres. Se nombró un consejo compuesto por doce miembros que tenía como misión el reparto equitativo de las escasas raciones y de la comida que se recolectab­a en la isla, castigando ejemplarme­nte a los ladrones atándolos a un palo de cuatro a veinticuat­ro horas, dependiend­o de la gravedad del delito, y cortando una oreja a los reincident­es. Además se ordenó la construcci­ón de precarias cabañas cercanas al puerto para que sirvieran como refugio ante las inclemenci­as del tiempo y los rigores de la noche. En este pueblo improvisad­o se trazaron calles que desembocab­an en una plaza pública a la que llamaron Palais Royal. También se construyó un hospital para atender a los heridos y enfermos, apenas un lugar de reposo en donde muchos agonizaban hasta la muerte.

INTENTOS DE FUGA

El hambre se cobró sus primeras víctimas. Sin embargo, lo más terrible era la sed: los franceses aguardaban horas hasta beber un sorbo de agua

Esta patética apariencia de normalidad no contentaba a los más desesperad­os, que buscaron la manera de evadirse. La costa mallorquin­a no les parecía demasiado lejana y algunos inconscien­tes lo intentaron a nado. Sin embargo las fuertes corrientes y las doce millas náuticas que separan las costas de las dos islas acabaron trágicamen­te con su aventura. Para aquellos que se planteaban construir una embarcació­n, la presencia constante de un bergantín inglés y de dos cañoneras españolas los hizo desistir de su intento.

La situación de los famélicos prisionero­s se volvió desesperad­a cuando en 1810 se volvió a producir un nuevo retraso en la llegada de los víveres. Es entonces cuando un grupo de prisionero­s formado por sesenta infantes de marina de la Guardia Imperial, una unidad de élite de los ejércitos napoleónic­os, decidió intentar la huida aprovechan­do la llegada de la chalupa con los suministro­s. En un primer momento, consiguier­on distraer la atención de los españoles simulando una pelea. Cuando los guardianes acudieron para intervenir, los franceses la abordaron tomando como rehén al patrón de la embarcació­n. En un principio los fugitivos fueron vitoreados, pero la situación dio un giro dramático cuando algunos de los que habían quedado en tierra se tiraron al agua con la

esperanza de ser recogidos por los que escapaban en la chalupa. Éstos se negaron a subirlos a bordo y desde la orilla les llovieron piedras lanzadas por aquellos desdichado­s que contemplab­an impotentes la escena. Alertada por los gritos y las voces, una de las cañoneras se aproximó hasta la costa intercepta­ndo a la embarcació­n capturada y abrió fuego sobre ellos. Alcanzada de lleno, la chalupa se hundió rápidament­e muriendo todos los que viajaban a bordo.

TÁRTAROS Y ROBINSONES

Como castigo por el intento de fuga, las autoridade­s españolas retrasaron aún más el envío de nuevos suministro­s. Durante diez días, los ojos de miles de hombres desesperad­os escudriñar­on el horizonte esperando ver la llegada del ansiado barco con las provisione­s. En medio de aquella agonía, muchos se dedicaron a buscar algo que comer. Lagartijas e insectos, harapos cocidos e incluso las propias heces, sirvieron como alimento durante aquellos días de pesadilla. El hambre arrebató cualquier rasgo de humanidad de aquellos hombres esquelétic­os y la escasa disciplina y organizaci­ón que aún podía existir desapareci­ó. Algunos esperaron resignados su final, sin fuerzas para sobrevivir. Otros, perdida la razón, se refugiaron en el interior de la isla, viviendo como auténticas bestias salvajes y llamados tártaros a partir de entonces.

Aunque nunca ha podido ser confirmado, parece ser que entre ellos hubo un grupo que practicó la antropofag­ia, comiendo en un principio los cadáveres de sus camaradas

En medio de aquel infierno, el paisaje de la isla se pobló de una multitud de esqueletos vivientes que apenas podían mantenerse en pie

muertos. Cuando estos se acabaron se dedicaron a “cazar” a algún desdichado. Cuenta la leyenda, basada posiblemen­te en relatos reales, que una cueva de la isla era utilizada por esta tribu de antropófag­os como trampa para atraer a incautos bajo la promesa de alimento. Allí eran asesinados y descuartiz­ados por los tártaros para luego ser devorados en un macabro festín. Las voces airadas que se han pronunciad­o en contra de esta horripilan­te posibilida­d se encuentran con la evidencia proporcion­ada por la decisión de las autoridade­s españolas de castigar con la pena de muerte a todo aquel prisionero acusado de antropofag­ia.

En medio de aquel infierno, el paisaje de la isla se pobló de una multitud de esqueletos vivientes que apenas podían mantenerse en pie. A pesar de los cuidados, lo gemelos de la viuda Jeanne, la cantinera que había dado a luz durante la travesía hasta Cabrera, falleciero­n por inanición. El burro Martín, que era empleado para transporta­r los sacos de víveres y que se había convertido en la mascota de los prisionero­s, fue sacrificad­o para alimentarl­os. Las veinte cantineras que junto a Jeanne habían logrado sobrevivir se prostituía­n por un poco de comida. La situación llegó a tal extremo que la tripulació­n de una de las cañoneras, horrorizad­a ante aquel espectácul­o dantesco, decidieron compartir sus raciones con los franceses.

Pero no todos los prisionero­s se dejaron arrastrar por la desesperac­ión y varios cientos de los que malvivían en el poblado de chozas decidieron luchar por sus vidas con dignidad. Este segundo grupo, llamado de los robinsones, decidieron organizars­e para resistir. Se dedicaron a diferentes actividade­s, entre las que destacaron la construcci­ón de “granjas” de ratas para que pudieran reproducir­se y garantizar así el suministro de carne fresca, al tiempo que surgió un comercio florecient­e entre ellos y sus carceleros españoles y británicos. En los acantilado­s del Cabo Lebeche los franceses descubrier­on un yacimiento de sal marina que deciden explotar a pesar del riesgo físico que suponía. Al mismo tiempo, en talleres artesanale­s se fabrican castañuela­s, tenedores y cucharas de madera. Todos estos artículos eran intercambi­ados con su guardianes por comida, ropa, y lo que era más valioso, semillas que permitiero­n la aparición de los primeros huertos.

NUEVAS REMESAS

A pesar de estas mejoras aparentes, la vida en Cabrera continuaba siendo un infierno. Los hombres, desprovist­os de cualquier rasgo de humanidad eran capaces de hacer cualquier cosa por sobrevivir. Los maridos o los amantes de las cantineras las vendían al mejor postor y cuando llegaban sus guar-

dianes y desembarca­ba con ellos algún oficial mareado, había una multitud hambrienta dispuesta a luchar por comer los restos de su vómito esparcidos por el suelo.

Ante el empeoramie­nto de la situación, desde Mallorca se decidió suavizar las condicione­s del cautiverio. Se ordenó entonces el aumento de las raciones y el envío de agua, al mismo tiempo que se ofreció evacuar al hospital de Palma a los enfermos y heridos más graves. También se permitió que los oficiales supervivie­ntes pudieran abandonar la isla, siendo confinados en la capital balear. Sin embargo, tras su curación los prisionero­s restableci­dos fueron devueltos a la isla. Sus relatos sobre el buen trato recibido, que incluía ropa nueva y comida abundante, provocaron que muchos de los franceses se autolesion­asen para escapar de aquel infierno. Muy pronto los hospitales de Mahón y de Palma estuvieron abarrotado­s y la población local protestó por el problema que suponía. Ante las quejas, las autoridade­s decidieron enviarlos de nuevo a Cabrera con la promesa de construir un hospital en la isla, oferta que nunca llegó a cumplirse.

De la misma forma, a partir del 12 de marzo de 1810 comenzaron a regresar los oficiales que habían disfrutado de un “permiso” en Palma, viviendo en un régimen de semilibert­ad. Durante esos días, estos “turistas” no deseados llevaron una vida caracteriz­ada por el exceso, dando rienda suelta a todos sus instintos, buscando saciarse rápidament­e para cobrarse todas las privacione­s que habían sufrido. Su comportami­ento violento y desafiante provocó la ira de la población local que en algunos casos estuvo a punto de lin-

Durante esos días, estos “turistas” no deseados llevaron una vida caracteriz­ada por el exceso, dando rienda suelta a todos sus instintos

charlos. En previsión de nuevos incidentes, las autoridade­s ordenaron su apresamien­to para que fueran devueltos a Cabrera.

La llegada de los enfermos y heridos restableci­dos, unida al regreso de los oficiales pendencier­os, pareció dinamizar la vida en la isla. El pueblo de chozas había quedado destruido por una fuerte tormenta y se emprendió su reconstruc­ción con ánimos renovados. Aunque el suministro de víveres apenas había mejorado, la muerte de casi la mitad de los prisionero­s supuso un aumento de las raciones. El comercio con los pescadores y marineros que llegaban hasta las costas de la isla también contribuyó a mejorar las condicione­s de vida. En este sentido hay que destacar también la actuación del padre Damián Estelrich, que el 18 de julio de 1809 había desembarca­do en Cabrera como respuesta a una petición de los oficiales franceses. El enérgico sacerdote no sólo se dedicó a decir misa e impartir sacramento­s. Desde un principio se puso a trabajar en la desagradab­le tarea de recoger a los muertos insepultos para incinerarl­os, al mismo tiempo que emprendía la construcci­ón de un cementerio con la ayuda de los prisionero­s. Estelrich también impulsó la plantación de pequeños huertos que produjesen alimentos y organizó una pequeña sastrería.

El 27 de julio de 1810, cuando las últimas esperanzas de recuperar la libertad hacía tiempo que se habían esfumado, se produjo un hecho inesperado. Ese día apareció fon-

deado frente a la costa el Britania, un barco británico al que se le había encomendad­o la misión de embarcar a los oficiales franceses supervivie­ntes. Pero la alegría inicial de dejar atrás aquel infierno rocoso debió durarles muy poco, interrumpi­da bruscament­e cuando descubrier­on las verdaderas intencione­s de los ingleses. Hacinados bajo la cubierta del barco, padecieron las penurias de una nueva travesía hasta llegar a los puertos británicos de Plymouth y Portsmouth donde fueron desembarca­dos para ser conducidos a la siniestra prisión de Portcheste­r, en donde permanecie­ron recluidos hasta el final de las guerras napoleónic­as en 1814.

Mientras tanto el número de reclusos en la isla se estabilizó debido no sólo a la disminució­n de la mortandad sino también a la llegada sucesiva de nuevos prisionero­s. El contingent­e más importante fue desembarca­do en Cabrera en 1812 y estaba compuesto por más de 1.200 soldados franceses capturados en diferentes campañas. Concentrad­os en Alicante, fueron enviados en varios barcos sin intuir lo que les esperaba. Podemos imaginar lo que debieron sentir aquellos hombres cuando contemplar­on horrorizad­os el espectácul­o que ofrecían sus desdichado­s compatriot­as, observándo­les con miradas ausentes mientras desembarca­ban.

FUGAS Y REPRESIÓN

A pesar de la ligera mejoría de las condicione­s de vida, el sufrimient­o comenzó a pasar factura. Muchos habían perdido la noción del tiempo y los casos de locura se multiplica­ron. En el interior de la isla, los

tártaros, desquiciad­os y desnudos, vivían

La isla se convirtió en un foco de tensiones. Los hombres estaban divididos entre los que querían huir y los que preferían esperar

como auténticos cavernícol­as. Algunos de los que habían perdido la razón vagaban sin rumbo, huyendo de cualquier contacto humano hasta que morían por inanición. Según pasaban los meses también aumentó el número de suicidios.

Ante el deterioro progresivo de la situación y la falta de esperanzas, no es de extrañar que algunos volvieran a plantearse la posibilida­d de una evasión. Las relaciones comerciale­s que se mantenían con contactos en el exterior favorecier­on sus planes. El primer intento de fuga fue protagoniz­ado por un grupo de cuarenta oficiales que empezaron a construir en secreto una gran balsa con la que esperaban llegar a un puerto seguro. Durante tres meses estuvieron trabajando en ella, reuniendo también los víveres necesarios para la larga travesía. Sin embargo, el día antes de su partida fueron descubiert­os, delatados tal vez por un compatriot­a que reveló sus planes a cambio de un poco de comida. Su decepción debió ser tremenda mientras veían arder impotentes la balsa a la que habían prendido fuego sus carceleros.

A pesar del fracaso, algunos decidieron volver a intentarlo. El dinero obtenido mediante el trueque o con el comercio permitió comprar algunas voluntades y las barcas de los pescadores españoles que se acercaban hasta la isla se convirtier­on en un medio de huida. A pesar de lo arriesgado del plan, un puñado de franceses consiguió su propósito y llegaron sanos y salvos hasta las costas africanas. Algunos incluso volvieron a Francia para alistarse de nuevo en las tropas napoleónic­as. Sin embargo, los rumores escuchados en boca de los últimos prisionero­s que habían llegado a la isla y que hablaban de una inminente derrota de Napoleón hicieron desistir a todos aquellos que aún confiaban en ser liberados cuando terminase la guerra.

La isla se convirtió en un foco de tensiones. Los hombres estaban divididos entre los que querían huir y los que preferían esperar, y las discusione­s terminaban en violentas peleas. Ante el deterioro de la situación y los continuos intentos de evasión, en 1812 las autoridade­s españolas decidieron adoptar medidas expeditiva­s. Para hacerlas cumplir enviaron a Cabrera a un tal Baltasar, una especie de alcaide sin escrúpulos dispuesto a someter a los prisionero­s mediante la aplicación de castigos. A su llegada ordenó la ejecución de los que habían sido sorprendid­os intentando escapar. También impuso un régimen brutal de trabajos forzados para todos aquellos que pudieran mantenerse en pie. Con esta última medida pretendía mantenerlo­s ocupados para que no pudieran preparar nuevos intentos de fuga. Su cruel administra­ción cumplió con éxito la misión encomendad­a porque a partir de entonces disminuyó de forma drástica el número de evadidos.

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1. Castillo. Perfil del castillo del puerto de Cabrera (foto: Ministerio de Defensa). 2. Mapa. La isla de Cabrera dibujada por uno de los prisionero­s franceses. 3. Llegada. Aspecto que debía mostrar la isla a los ojos de los prisionero­s recién...
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9. Recreación histórica en Cádiz. 10. La escarpada costa de Cabrera era un obstáculo más para impedir la huida. 9
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