La otra crónica de Isabel la Católica
La serie de televisión Isabel se estrenó con enorme éxito. Millones de españoles se pusieron el 10 de septiembre delante de la televisión para conocer cómo fueron las intrigas palaciegas que rodearon a la reina de Castilla, protagonista de la unificación de los reinos peninsulares, el fin de la Reconquista y la expansión hacia América. Pero no todo fue tan idílico como creemos... Al hilo del impacto de la serie de televisión ofrecemos algunos pequeños detalles de cómo eran las maquinaciones en el seno del poder...
Una de las leyendas sobre Isabel la Católica se fraguó durante la guerra de Granada. ¿Quién no ha oído decir que la reina no se lavaba? Pues esto parece ser que es mentira y que en realidad Isabel era una mujer muy preocupada por su higiene personal. La leyenda nace de que al comienzo de la guerra Isabel prometió no cambiarse de camisa hasta que no fuese conquistada Granada: el problema fue que la soberana no pensaba que eso iba a costar tantos años. Por este motivo, los franceses, enemigos de España por aquel entonces, decidieron llamar Isabelle al color amarillento. Son muchas las anécdotas –falsas o exageradas no pocas, pero siempre con un poso de realidad– que se dicen sobre la figura de Isabel la Católica. Y es que nuestra protagonista –protagonista ahora en la televisión, gracias a una serie que reconstruye su vida e indaga en aspectos menos conocidos sobre este personaje fundamental en la historia– es un personaje con matices, claros u oscuros, pues, al fin y al cabo, era humana. Y tanto ella como su esposo protagonizaron algunas anécdotas que hasta ahora habían pasan desapercibidas.
NACIDA EL JUEVES SANTO
“Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando”. Es el dicho asociado a los Reyes Católicos, más por sus conquistas que por sus líos de alcoba, y es que a los monarcas los conocemos más por sus epopeyas que por su crónica rosa. Pero la tenían y muy importante, pese a que Isabel parecía destinada a la pureza más absoluta al nacer el 22 de abril de 1451, Jueves Santo, en Madrigal de las Altas Torres. Su infancia, marcada por el catolicismo, fue triste, pues tuvo que cuidar en Arévalo de su madre, Isabel de Aviz, que estaba, nos perdonarán ustedes, rematadamente loca. Y mientras tanto la pobre huérfana vivía en la pobreza, ya que su hermano, Enrique IV, las tenía olvidadas a ambas.
A Enrique IV la Historia, que puede ser muy cruel algunas veces, lo llamó “El Impotente” –y no lo era, sino que prefería la compañía de los mozos de las caballerizas y de los nobles a la de su mujer, Juana de Portugal. Esta encontró el amor en brazos de Don Beltrán de la Cueva, y así nació Juana la Beltraneja, o al menos eso hicieron creer los nobles partidarios de la aún infanta Isabel. La “pobre Beltraneja” fue más una moneda de cambio que otra cosa y cuando fue derrotada por su tía Isabel tomó los hábitos en Coimbra, aunque, eso sí, unos hábitos un tanto flexibles, pues eran de esos que le permitían salir del convento a disfrutar de los placeres de la vida.
Por su parte, Fernando tenía menos de católico. Tanto es así que algunas fuentes aseguran que Maquiavelo se inspiró en él para escribir su gran obra El Príncipe. Fernando era un mujeriego empedernido. Mientras Isabel iba inaugurando conventos, él se encargaba de llenarlos, ya que para guardar las apariencias, lo que hacía
Los Reyes Católicos tejieron un complejo sistema de alianzas matrimoniales con dos objetivos: aislar a Francia y conseguir la unidad peninsular con Portugal
era enviar al convento a aquellas mujeres con las cuales había tenido una aventura. A pesar de esto, Isabel no consiguió que Fernando no tuviese hijos bastardos, a los que dio toda clase de prebendas en la Corona de Aragón.
AMORES FORZADOS PARA PODEROSAS ALIANZAS
Tras poner a los nobles en su lugar, conquistar Granada y comenzar la coloniza- ción de América, los Reyes Católicos tejieron un complejo sistema de alianzas matrimoniales con dos objetivos que, al final, les salieron mal: por un lado aislar al enemigo tradicional de la Corona de Aragón, que no era otro que Francia y, por otro, conseguir la unidad peninsular con la adhesión de Portugal; sin embargo, la tan ansiada unión –que no dejó de ser temporal– no se conseguiría hasta el reinado de Felipe II, pese a que el mítico matrimonio lo intentó de forma insistente gracias a amores forzados. A la infanta Isabel la casaron con el infante Alfonso de Portugal y, al morir este, con Manuel I de Portugal, primo de su primer esposo, pese a que lo único que quería Isabel era tomar los hábitos.
En el año 1500 Isabel muere. La pregunta era entonces obligada: ¿para qué iba a buscar Manuel I una nueva reina teniendo sus suegros otra hija? Así, los Reyes Católicos mandan a Portugal a su cuarta hija, María, que vivió toda la vida obsesionada por conquistar Jerusalén. Como su madre, había nacido muy católica. Mientras, a la infanta Catalina la casa-
ron con el príncipe heredero de la corona inglesa, Arturo, pero este murió repentinamente, por lo que en vez de mandarla para España, ya que estaba por allí, la casaron con su hermano, Enrique VIII, que tuvo que soportar la “afición” de Enrique por decapitar a cuantas personas, fundamentalmente mujeres.
La “operación” matrimonial más importante que llevaron a cabo fue la que protagonizó el príncipe Juan, a quien casaron con Margarita de Borgoña, y a la infanta Juana, más conocida como Juana
la Loca, con Felipe el Hermoso. Ambos eran hijos de Maximiliano de I Habsburgo (una familia que había conseguido su imperio gracias a las relaciones matrimoniales “contratadas”, merced a las cuales media Europa quedó en sus manos) y de María de Borgoña.
Fruto de esa hábil política matrimonial fue el enlace entre el Príncipe Juan y Margarita de Borgoña. Él era un chico delgadillo, vulnerable, sobreprotegido y que se pasaba más tiempo enfermo en la cama que haciendo otros menesteres. Por otro lado, Margarita era la típica germana, rubia, alta y corpulenta. A Juan, que no había salido de la cama, le casaron con esta llamativa alemana, pero el enlace no le sirvió a Juan para abandonar el lecho. Llos médicos de la corte veían al príncipe cada día más demacrado y débil. Aconsejaron a la reina que los separara, en especial un médico judío, pero la sobe-
Siguiendo la tradición familiar, lo único que Juana quería era tomar los hábitos, pero sus padres tenían otros planes para ella
rana hizo caso omiso de sus recomendaciones. Más tarde se arrepentiría de sus palabras, pues aunque la versión oficial es que el príncipe murió de tuberculosis, las informaciones que ha revelado la historia es que pasaba el día entero en la alcoba junto a Margarita. Maximiliano, su padre, cometió el error de pensar que su hijo, Felipe el Hermoso, no moriría joven. Hoy sabemos que Felipe era un habitual de todo tipo de burdeles y que llegó a convertirse en un asiduo visitante de los lupanares flamencos.
JUANA LA LOCA... O LA CATÓLICA
Juana, siguiendo la tradición familiar, era una niña tan devota que lo único que que- ría era tomar los hábitos, pero sus padres tenían otros planes para ella. La casaron con Felipe el Hermoso y, desde ese momento, a Juana se le olvidó su devoción y su sueño de ser monja. La pobre Juana enfermó. El mal radicaba en su cabeza; de ahí su apelativo. Tanto es así que el mismo día de conocer a su esposo pidió casarse para no esperar más a la noche de bodas.
Una vez muerto el príncipe Juan, Juana y Felipe se convirtieron en los herederos de los Reyes Católicos. Al principio a Felipe no le hizo mucha gracia eso de tener que dejar Flandes para irse a vivir a España, pero sus consejeros, sabedores de sus debilidades, le impulsaron a via-
jar a Castilla, en donde esperaba vivir con amplias libertades. Pero su estancia en España fue corta. Felipe murió repentinamente tras beber un vaso de agua helada. La muerte de Felipe fue lo que le faltaba a Juana. ¿Quién no recuerda cómo Juana recorrió de noche Castilla con el féretro de Felipe hasta enterrarlo en Granada? Estamos de acuerdo en que muy normal no es pasear a tu difunto marido por Castilla... Acaso la razón fuera que, como dice su nombre, estaba loca... ¿O la volvieron loca entre todos?
Muerta Isabel la Católica, Fernando estuvo a punto de echarlo todo a perder, casándose, tan sólo un año después de morir la reina, con Germana de Foix, en un intento desesperado porque Felipe el
Hermoso no heredase al menos la Corona de Aragón. ¡Cómo habían cambiado las cosas! Toda la vida combatiendo a los franceses y tejiendo complicadas alianzas para, al final, acabar casándose con una francesa. Germana era 36 años más joven que Fernando, lo que incluso causó que recurriera a los testículos de un toro –entonces se les consideraba afrodisiacos– para poder engendrar un hijo con Germana. Murió como consecuencia de aquello.
Antes de morir Fernando, en su última carta a su nieto Carlos V, le pidió que por favor cuidase bien de Germana, que tenía entonces 29 años. Ambos se enamoraron y de su relación nació la infanta Isabel. Aunque más tarde, para lavar su imagen, Carlos tuvo que obligar a Germana a casarse con otro noble, la nombró virreina y lugarteniente general de Valencia. Pero