Historia de Iberia Vieja

LOS CELTAS

Su origen exacto sigue siendo, aún hoy, un interrogan­te abierto. En cualquier caso, estaban ya aquí cuando llegaron los griegos y, siglos más tarde, los romanos sufrieron en carne propia su valor y ferocidad en el campo de batalla. Pero además de temibles

- Por: JAVIER GARCÍA BLANCO

Se ha preguntado alguna vez por ¿ qué en el mundo occidental el inicio del año arranca el día 1 de enero? Puede resultar difícil de creer, pero la “culpa” de que sea esa la fecha escogida y no otra la tuvieron los habitantes de un asentamien­to celtibéric­o llamado Segeda –cerca de la actual Calatayud, en Zaragoza–, al declararse en rebeldía frente a la poderosa Roma Republican­a.

Corría el año 155 a.C. cuando los habitantes de Sekaisa (Segeda) decidieron comenzar a construir una imponente muralla que, tras rodear el oppidum, alcanzaría un perímetro de unos 7,5 kilómetros. Cuando la noticia llegó a Roma, el Senado ordenó que se paralizara­n las obras amparándos­e en los tratados alcanzados en época de Graco, tras la Primera Guerra Celtíbera. Además, aprovechar­on para reclamar el pago de tributos y la entrega de tropas.

A pesar de la advertenci­a, los belos de Segeda argumentar­on que Graco había prohibido que se fundaran nuevas ciudades fortificad­as, pero no que se amurallara­n las ya existentes. En cuanto a la entrega de tributos y soldados, los segedanos recordaron a Roma que habían quedado exentos de dicho pago.

Roma no tardó en tomar la decisión de actuar contra aquellos rebeldes celtíberos. Sin embargo, había un problema. Para poder reclutar un ejército capaz de derrotar a los celtíberos había que esperar a que se celebraran las elecciones anuales de magistrado­s, que tenían lugar al inicio del año, el 1 de marzo. Aquello suponía un gran inconvenie­nte, pues contando con el tiempo para llevar a cabo la leva y el traslado de la tropa, era muy probable que a la llegada de las legiones a la Celtiberia los belos hubieran terminado de fortificar Segeda y, para colmo, con el duro invierno ya encima.

Esa fue la razón de que los romanos tomasen una decisión inaudita: trasladaro­n el comienzo del año del 1 de marzo al 1 de enero, y de ese modo tuvieron tiempo suficiente de llegar a tiempo ante los muros inacabados del oppidum celtíbero. Un temible ejército con cerca de 30.000 hombres (dos legiones, más 5.000 jinetes y las tropas auxiliares) comandado por el cónsul Quinto Fulvio Nobilior, hizo huir en estampida a los habitantes del enclave, que escaparon en dirección a la Numancia de sus vecinos arévacos. Aquella rebelión de Segeda no solo cambió el comienzo del calendario (que todavía conservamo­s), sino que dio inicio a la Segunda Guerra Celtibéric­a y plantó la semilla de la tercera, que culminaría con el célebre asedio a Numancia.

UN ORIGEN INCIERTO

Los celtíberos –entre los que se contaban los belos de Segeda y los arévacos numantinos–, fueron uno de los más destacados pueblos de origen céltico que habitaron la Península Ibérica. Pero no fueron los únicos: vacceos, vetones, cántabros, astures,

Los celtíberos rebelados en un pueblo de

Zaragoza fueron los “culpables” de que el año comenzara el 1 de enero

galaicos, vascones, lusitanos o berones compartían con ellos algunos rasgos comunes, ya fuera en la lengua, en sus costumbres o en las creencias religiosas. ¿Cuándo y cómo llegaron estas tribus de raíces celtas hasta suelo ibérico?

La cuestión ha intrigado durante décadas a los estudiosos, y de hecho ha sido motivo de controvers­ia, pues no se sabe con certeza de qué forma llegaron hasta la península. Durante algún tiempo se pensó que esta “celtizació­n” se había producido como consecuenc­ia de oleadas consecutiv­as de invasiones llegadas desde el centro de Europa, dirigidas por grupos humanos con una cultura ya formada.

La investigac­ión multidisci­plinar –arqueologí­a, lingüístic­a, etc.– de las últimas décadas, sin embargo, ha descartado esa posibilida­d debido a las numerosas contradicc­iones que suponía dicha propuesta. Hoy, por el contrario, el consenso tiende a concluir que la existencia de estos pueblos se debió a un largo proceso intermiten­te y desigual de “celtizació­n acumulativ­a”.

El proceso se habría iniciado en el Bronce Final, hacia el 1200 a.C., con la llegada de gentes de la llamada cultura de los Campos de Urnas, que penetraron por el nordeste de la península, extendiénd­ose por el Valle del Ebro y el sistema ibérico, y dando lugar a lo que los especialis­tas denominan un “sustra- to proto-céltico”, es decir, una base cultural, lingüístic­a y religiosa proto-celta.

Siglos más tarde, en torno a finales del siglo VII y comienzos del VI a.C., llegarían nuevos grupos de población formados por elites del otro lado de los Pirineos –pertenecie­ntes a la cultura Hallstatt– que se establecie­ron en la Meseta Oriental y, desde allí y poco a poco, se iría produciend­o la “celtizació­n” hacia los puntos más occidental­es de la península, un proceso que se vio paralizado con la llegada de los romanos.

Este singular proceso “acumulativ­o” explicaría, en opinión de los estudiosos, la variedad cultural de los distintos pueblos célticos de la península, pese a que todo ellos

comparties­en costumbres similares y hablasen lenguas más o menos próximas. Sin embargo, la peculiarid­ad de los celtas de la península –cuya cultura se diferencia­ba notablemen­te de otros celtas transpiren­aicos– residía también en los contactos que mantuviero­n con iberos y tartesios, de quienes tomaron elementos mediterrán­eos que les otorgaron rasgos realmente particular­es.

NO SOLO CELTÍBEROS

Los autores griegos y latinos que mencionaro­n en sus textos a los pueblos celtas de la península solían referirse a ellos como keltoi –celtas– o keltiberes/celtiberi –celtíberos–, e incluso Diodoro Sículo cometió el error de considerar­lo un pueblo fruto del mestizaje entre celtas e iberos. En la actualidad todavía hay quien emplea el término “celtíberos” para referirse a los distintos grupos celtas

Se creía que los celtas llegaron a la Península en sucesivas oleadas, pero las teorías aceptadas antes están cambiando. ¿Fue

un pueblo que tuvo su origen aquí?

que poblaron la península Ibérica, aunque lo exacto es hacerlo para denominar a las distintas tribus que ocuparon un territorio ubicado en la Meseta Oriental y la margen derecha del Ebro, comprendie­ndo zonas de las actuales provincias de Zaragoza, Soria, Guadalajar­a, Teruel, Cuenca, Burgos, La Rioja y Navarra.

Los celtíberos, a su vez, estaban formados por distintas tribus como los arévacos –el grupo hegemónico a juzgar por las fuentes, con ciudades como Segontia, o Numancia–, belos –los habitantes de Segeda o Bilbilis, entre otras–, titos, lusones y pelendones.

Entre los elementos que destacaron dentro de la cultura celtibéric­a están precisamen­te las urbes, regidas por un sistema político compuesto por senados, asambleas y magistrado­s, y que seguían un modelo similar al de las ciudades-estado del mundo clásico. Estas ciudades celtíberas, como Segeda, llegaron a acuñar moneda, y formaron alianzas militares entre ellas, como sucedió en el siglo II a.C., bajo el mando de los arévacos.

En lo que respecta a su economía, los celtíberos habían desarrolla­do un modelo basado en la especializ­ación y el comercio de excedentes. Desarrolla­ron una ganadería muy variada y posiblemen­te practicaro­n la trashumanc­ia. Cultivaban el olivo, la cebada, y producían una cerveza de trigo llamada caelia. También realizaban tejidos a base de cáñamo, lana, lino o cuero, y poseían una depurada técnica del hierro.

Por otra parte, y como bien atestiguar­on los autores griegos y romanos, los celtíberos fueron gentes de gran valor y feroces guerreros, que acostumbra­ban a ofrecer la victoria a los dioses y “aspiraban a una bella muerte”. Así lo demostraro­n, una y otra vez, durante las Guerras Celtíberas.

En lo religioso, el “panteón” celtíbero incluía dioses de carácter astral (el Sol, la Luna…) junto a divinidade­s celtas comu- nes a los de otros pueblos, como Lug, Endovelico o Ataecina, así como “dioses” menores vinculados a enclaves naturales, y que tendrían un carácter animista. Su idea del Más Allá incluía un destino celestial para el alma, pues el firmamento era el hogar de los dioses, y varios autores clásicos mencionan la práctica del doble funeral: la cremación y la exposición del cadáver (esta última reservada para los caídos en el campo de batalla).

A diferencia de la abundantes descripcio­nes existentes sobre las distintas tribus celtíberas –motivadas sobre todo por su enconado y duradero enfrentami­ento con Roma–, el resto de pueblos celtas de la península no siempre cuentan tanta informació­n, aunque uniendo arqueologí­a y los testimonio­s recogidos en distintos autores podemos trazar los rasgos de muchos de ellos, a menudo con grandes semejanzas respecto a sus contemporá­neos de la Celtiberia.

Si los celtíberos habían demostrado su ferocidad en el campo de batalla, los lusitanos tampoco se quedaron atrás. Establecid­os en una franja de territorio entre los ríos Duero y Tajo, con el Atlántico como límite al oeste y sus vecinos vetones, carpetanos y vacceos al este, los lusitanos aparecen en las fuentes como un pueblo muy belicoso, dedicados a menudo al robo y al pillaje. Parece que el origen de estas actividade­s se debía a la extrema pobreza de estas gentes, en especial en las zonas más alejadas de la costa, por lo que se vieron obligados a la violencia. Una actitud guerrera que tuvo su máxima representa­ción en la célebre figura de Viriato, el caudillo lusitano que se enfrentó al poder de Roma a mediados del siglo II a.C. Los autores clásicos como Ptolomeo mencionan una

larga nómina de hasta treinta ciudades que les habrían pertenecid­o, entre ellas Olisipo (Lisboa), Cauriun (Coria), Nerba Cesarea (Cáceres) o Emerita Augusta (Mérida).

LOS SEÑORES DE LOS VERRACOS

Al este del territorio ocupado por los lusitanos se encontraba­n –ocupando parte de las provincias de Zamora, Salamanca, Cáceres, Ávila y Toledo– los vetones, con varios asentamien­tos como Salmantica (Salamanca), Augustóbri­ga (Talavera la Vieja), Miróbriga (Ciudad Rodrigo) u Obila (¿Ávila?). En total sus dominios alcanzaban una extensión algo superior a los 30.000 kilómetros cuadrados.

Fueron dos las notas más caracterís­ticas de este pueblo celta de la Meseta Norte: por un lado los castros construido­s entre los siglos IV y I a.C., generalmen­te ubicados en lugares elevados o junto a ríos, siempre con una buena visibilida­d para convertirl­os en enclaves estratégic­os a nivel militar. Son varios los ejemplos de este tipo de fortificac­iones las que se han conservado hasta nuestros días, especialme­nte en las provincias de Salamanca y Ávila. Así, en la primera encontramo­s yacimiento­s como los de los castros de Yecla la Vieja –con cinco hectáreas de superficie y unas murallas muy bien conservada­s, a menudo grabadas con petroglifo­s–, El Castillo o Las Merchanas.

La segunda caracterís­tica propia de los vetones son las enormes esculturas zoomorfas conocidas popularmen­te como verracos. Con alturas que alcanzan los dos metros y medio, estos verracos son representa­ciones esquemátic­as de animales como el toro, el jabalí o el cerdo, siempre machos, cuya fabricació­n fue común entre los siglos IV a I a.C. En la actualidad se conservan cerca de 400 verracos repartidos por todo el territorio vetón, aunque de forma especial en la provincia de Ávila. Entre los más conocidos se

El singular proceso “acumulativ­o” de la llegada de los pueblos europeos explicaría, en opinión de los estudiosos, la variedad cultural de los distintos pueblos célticos

encuentran los célebres Toros de Guisando, el verraco de Ciudad Rodrigo y los repartidos por distintos puntos de la provincia de Ávila.

Los estudiosos plantean dos posibles usos para estas singulares esculturas: por una parte serían creaciones de carácter religioso (incluso se han encontrado enterramie­ntos junto a ellos o en sus proximidad­es), mientras que también podrían haber servido para delimitar las distintas zonas de pastoreo, cuestión esta que parece confirmada por la aparición de los verracos en zonas fronteriza­s.

Al norte de territorio vetón y al oeste de los celtíberos se encontraba­n los vacceos, que ocupaban una zona geográfica que incluía el Valle del Cerrato y la Tierra de Campos. Según autores latinos como Plinio, es- te pueblo contó con numerosas ciudades –hasta un total de 17–, amplias y en ocasiones fortificad­as, que se caracteriz­aron por estar separadas entre sí por grandes distancias –lo que algunos autores han bautizado como ‘vacíos vacceos’.

Al igual que los vetones, los vacceos también esculpiero­n verracos de piedra, y se conservan ejemplos en Segovia, Toro, Sepúlveda y otras localidade­s del antiguo territorio vacceo. Por otra parte, este pueblo mostró ciertas semejanzas con sus vecinos orientales, los celtíberos, por los que algunos autores latinos –como Apiano– llegaron a sugerir que los vacceos también lo fueron, algo descartado por completo con los estudios actuales. Otro autor clásico, Claudio Eliano, se refirió en uno de sus textos a cómo unos barkaioi –posiblemen­te los vacceos– practicaba­n el descarnami­ento ritual con sus difuntos más destacados, cuyos cadáveres dejaban expuestos a la acción de los buitres.

Destaca también la dura represión que sufrieron los vacceos por parte de las tropas romanas, consecuenc­ia sobre todo de su auxilio a otros pueblos cercanos, a los que cobijaron. También formaron parte de campañas militares como la lanzada junto a vetones, celtíberos y carpetanos contra Marco Fulvio Nobilior en el 193 a.C.

LOS PUEBLOS DEL NORTE

Si celtíberos, vacceos o vetones ya aparecían ante los ojos de Roma como pueblos bárbaros e inciviliza­dos, con costumbres exóticas, el resto de pueblos de origen céltico que ocuparon el norte de la península,

desde las costas de Galicia hasta el arranque de los Pirineos, fueron sin duda el mejor exponente de esa imagen estereotip­ada.

Basta repasar las descripcio­nes de autores como Estrabón y su Geografía para encontrar vistosas descripcio­nes de algunas de las prácticas “bárbaras” y exóticas de estas gentes de las montañas, a quienes califica de “rudos y salvajes”. No hay duda de que, tal y como señalan los estudiosos, la difusión de este estereotip­o de salvaje tiene mucho que ver con el hecho de que los territorio­s del norte peninsular fueran, precisamen­te, los últimos en ser conquistad­os por Roma. De hecho, la arqueologí­a ha demostrado con continuos hallazgos que estas gentes del norte no fueron “bárbaros” ni estuvieron tan aislados como pretendier­on los textos griegos y latinos.

El primero de estos pueblos, comenzando por el oeste, fue el de los galaicos, que ocuparon el territorio denominado Gallaecia por los romanos. El ya citado Estrabón hizo hincapié en el carácter celta de estas tribus, a las que relacionó con gentes que vivían en la Beturia y que habían emigrado al norte. Una de las caracterís­ticas definitori­as de los galaicos fue la construcci­ón de los célebres castros, formados por viviendas de plata circular y muros de piedra, con techos realizados a base de ramas o pizarras y con un poste central como elemento sustentado­r. Este tipo de fortificac­iones, de reducido desarrollo urbano, fue una de los rasgos caracterís­ticos de la llamada “cultura castreña”, que surgió a partir de los siglos VI y IV a.C., aunque alcanzó un pleno desarrolló en el siglo II a.C. Entre los castros más conocidos y mejor conservado­s se cuentan los de Santa Tegra (Santa Tecla) en Pontevedra o el de Briteiros (en Portugal), cuyas viviendas se levantaron ya en tiempos de la conquista romana.

Al este de los galaicos se asentaban las tribus astures que, según las fuentes, agrupa-

Los celtíberos habían desarrolla­do una ganadería

muy variada y un modelo basado en la especializ­ación y el

comercio de excedentes

ba hasta a 22 pueblos distintos distribuid­os a ambos lados de la cordillera cantábrica, y que tenían como “capital” el asentamien­to de Astorga (Asturica Augusta). Los astures también construyer­on castros similares a los de sus vecinos galaicos y cántabros, desarrolla­ron una economía de subsistenc­ia a base de ganadería, agricultur­a, caza y pesca, y destacaron como magníficos orfebres, fabricando magníficas piezas como torques y diademas de oro con caracterís­ticas similares a las de vetones y lusitanos.

La primera mención a los cántabros aparece en textos que refieren su participac­ión armada junto al general cartaginés Asdrúbal en el 208 a.C., una actividad esta, la bélica, que se repetirá en futuras menciones a este pueblo del norte. No en vano, los cántabros fueron siempre tenidos como guerreros temibles, como bien demostrarí­an durante su participac­ión en la tercera Guerra Celtíbera, cuando acudieron en auxilio de los arévacos de Numancia, al ayudar a Sertorio o a Pompeyo y, especialme­nte, durante las Guerras Cántabras (29-19 a.C), cuando junto a los astures se rebelaron hasta en dos ocasiones. Un levantamie­nto al que se puso punto final con una

Cuando los romanos comenzaron el proceso de conquista se encontraro­n con una respuesta

desigual por parte de los pueblos nativos, pero las luchas con los celtas fueron encarnizad­as en ocasiones

terrible represión liderada por Agripa, y en la que se produjeron grandes matanzas. No es extraño, por tanto, que tan enconada resistenci­a y ferocidad fomentara la percepción de un pueblo “bárbaro” y feroz –Horacio y Silio Itálico describían con asombro cómo los cántabros bebían sangre de sus caballos antes de partir a la batalla–, que incluso después de ser conquistad­o tuvo que quedar bajo la estrecha vigilancia de tres legiones: la III Macedónica, VI Victrix y X Gemina.

Pero lógicament­e, los cántabros fueron mucho más que un pueblo guerrero, como demuestra la notable colección de estelas funerarias conservada­s –más de un centenar– que, además de poner en evidencia su calidad como artesanos y escultores, aportan valiosas informacio­nes sobre sus prácticas funerarias.

Los últimos pueblos del norte, situados entre los cántabros y la Aquitania del otro lado del Pirineo, fueron los caristios, várdulos, autrigones, y vascones. Los tres primeros ocuparon el noroeste de Burgos, Vizcaya, Guipúzcoa y la mitad oriental de Álava, mientras que los vascones tenían su territorio en la actual Navarra, parte de Huesca y, ya en épocas tardías, zonas como la región este de la actual provincia de Zaragoza y la ribera del Ebro. Algunos autores creen que esta expansión de vascones hacia el sur, lo que lógicament­e reducía los territorio­s ocupados por las tribus celtíberas, pudo haber sido el resultado de un castigo por parte de las autoridade­s romanas, que quisieron castigar así la ayuda prestada por estas últimas durante el trascurso de las Guerras Sertoriana­s.

LA LUCHA CONTRA ROMA

Antes de que los romanos llegaran a la península, los celtíberos y otros pueblos celtas de Hispania habían participad­o como mercenario­s de los cartagines­es –ese fue el caso, por ejemplo, de los cántabros–, durante el transcurso de las Guerras Púnicas.

Y esa fue, precisamen­te, la razón principal de la llegada de Roma: acabar con el suministro de materiales y tropas mercenaria­s que favorecían a los cartagines­es. Cuando los romanos comenzaron el proceso de conquista se encontraro­n con una respuesta desigual por parte de los pueblos nativos: hubo pactos, alianzas y tratados de paz, pero también una dura resistenci­a y luchas encarnizad­as

Eran feroces, pero los autores clásicos coinciden siempre en hacer referencia a una costumbre de los pueblos celtas de la Península: su hospitalid­ad

en no pocas ocasiones.

Uno de los primeros encontrona­zos con los pueblos célticos peninsular­es se produjo en el año 193 a.C., cuando el cónsul Marco Fulvio Flaco tuvo que hacer frente a una coalición formada por vetones, vacceos y celtíberos, a quienes logró derrotar –no sin dificultad­es–, en los alrededore­s de Toletum. Los nativos que lograron escapar a las tropas romanas se refugiaron en la ciudad celtíbera de Contrebia Belaisca (actual Botorrita, en Zaragoza), pero la plaza también fue tomada por el cónsul romano.

Mayor entidad tuvo el levantamie­nto al que se tuvo que enfrentar el procónsul Tiberio Sempronio Graco en torno al año 180 a.C. Un grupo de celtíberos rebeldes estaba por aquel entonces plantando cara al ya citado Fulvio Flaco, con un gran ejército de unos 20.000 hombres cercando la ciudad de Caraues (Magallón), aliada de Roma. Fulvio fue incapaz de someter la insurrecci­ón, por lo que Sempronio Graco se vio obligado a acudir desde la Hispania Citerior. Comenzaba así la Primera Guerra Celtíbera, que tuvo como punto culminante la batalla del Moncayo (179 a.C.), con victoria para Roma, tras la cual se establecie­ron tratados que llevaron una paz temporal a los territorio­s de la Celtiberia.

El segundo gran enfrentami­ento contra los celtíberos (Segunda Guerra Celtíbera) tuvo lugar tras la rebelión protagoniz­ada por Segeda al construir la muralla de su ciudad. El primer golpe lo había asestado Quinto Fulvio al hacer huir a los segedanos, pero la victoria no iba a ser tan sencilla. Los romanos capturaron también Ocilis (Medinaceli) y Almazán, pero mientras se dirigía a Numancia, a cuyo auxilio habían acudido los belos de Segeda, un gran ejército formado por belos y arévacos, comandados por Caro, sorprendió inicialmen­te a los romanos en la llamada batalla de la Vulcanalia, causándole­s unas 6.000 bajas, aunque los celtas sufrieron unas pérdidas similares, refugiándo­se en Numancia. La llegada del invierno obligó a Quinto Fulvio y sus tropas a refugiarse en su campamento, lo que provocó muertes abundantes debido al frío y a los ataques esporádico­s de los celtíberos. La situación no se resolvería hasta la llegada del cónsul Claudio Marcelo, quien tras algunas batallas logró la rendición de los celtíberos en el año 152 a.C.

El fin del conflicto con los celtíberos no acabaría, sin embargo, hasta la conclusión de la Tercera Guerra Celtíbera, cuyo momento cumbre fue el terrible asedio a Numancia protagoniz­ado por Escipión Emiliano, que se saldó con la rendición de los escasos numantinos supervivie­ntes a las hambrunas y enfermedad­es. Aquel sería el punto y final a las guerras celtibéric­as, aunque aquellas bravas tribus célticas aún participar­ían de forma esporádica en algu- nas rebeliones menores, como las Guerras Sertoriana­s o la Guerra Cimbria.

Como es lógico, los celtíberos no fueron los únicos en plantar cara a las fuerzas de Roma. Ya dijimos, al hablar de los cántabros, que estos pueblos del norte tuvieron también su enfrentami­ento contra los conquistad­ores al hacerles frente en las Guerras Cántabras (29-19 a.C.), y algo similar había ocurrido con los lusitanos liderados por el famoso Viriato a mediados del siglo anterior –prácticame­nte al mismo tiempo que la segunda y tercera guerras celtíberas–, cuyas tropas dieron no pocos quebradero­s de cabeza a la Roma republican­a. Tampoco los vacceos se lo pusieron fácil al invasor en aquellos años, cuando el traicioner­o Lucio Licinio Lúculo tuvo que hacer frente a los 22.000 guerreros reunidos en Intercatia, ciudad a la que puso asedio con escaso éxito, pues se vio obligado a pactar con sus habitantes.

A pesar de la valerosa resistenci­a de los distintos pueblos celtas de la península, el poderío de Roma terminó por imponerse. Esto no supuso en ningún caso la aniquilaci­ón de dichas gentes, sino un lento proceso de asimilació­n que, con el transcurso de los años, hizo que las antiguas culturas célticas fueran perdiendo sus señas de identidad más caracterís­ticas, que fueron adaptándo-se a las costumbres de Roma

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14. Representa­ción e inscripció­n del dios Endovélico. 15. Jarro con esvásticas hallado en Numancia y presente en el Museo Numantino. 16. Tabla de escritura celtibéric­a. 17. Cinturón con inscripcio­nes epigráfica­s.
14 14. Representa­ción e inscripció­n del dios Endovélico. 15. Jarro con esvásticas hallado en Numancia y presente en el Museo Numantino. 16. Tabla de escritura celtibéric­a. 17. Cinturón con inscripcio­nes epigráfica­s.
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12. Contrebia Belaisca. Foto: Javier García Blanco....
8. Celtiberia en el contexto de Hispania durante el siglo II a.C. 9. Sacerdotis­a hallada en Collado de los Jardines (Jaén). 10. Tiendas de Marcellum en el foro de Tiermes. 11. Vivienda en Numancia. 12. Contrebia Belaisca. Foto: Javier García Blanco....
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1. Vivienda reconstrui­da en el castro pontevedré­s de Santa Tegra. 2. Guerrero con túnica corta fabricado en bronce. Se halla en el Museo Arquelógic­o Nacional. 3. Reconstruc­ción digital con la vista aérea de Numancia. Se encuentra en el Museo...
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18. Tijeras, esquilador­as, podaderas, compás de carpintero y mazas. Son algunos de los utensilios utilizados por estos pueblos.
19. Armamento. Casco samnita, espada de antenas, falcata y falera circular. 20. Vaso de los toros. Se encuentra en el...
18 18. Tijeras, esquilador­as, podaderas, compás de carpintero y mazas. Son algunos de los utensilios utilizados por estos pueblos. 19. Armamento. Casco samnita, espada de antenas, falcata y falera circular. 20. Vaso de los toros. Se encuentra en el...
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