LOS CELTAS
Su origen exacto sigue siendo, aún hoy, un interrogante abierto. En cualquier caso, estaban ya aquí cuando llegaron los griegos y, siglos más tarde, los romanos sufrieron en carne propia su valor y ferocidad en el campo de batalla. Pero además de temibles
Se ha preguntado alguna vez por ¿ qué en el mundo occidental el inicio del año arranca el día 1 de enero? Puede resultar difícil de creer, pero la “culpa” de que sea esa la fecha escogida y no otra la tuvieron los habitantes de un asentamiento celtibérico llamado Segeda –cerca de la actual Calatayud, en Zaragoza–, al declararse en rebeldía frente a la poderosa Roma Republicana.
Corría el año 155 a.C. cuando los habitantes de Sekaisa (Segeda) decidieron comenzar a construir una imponente muralla que, tras rodear el oppidum, alcanzaría un perímetro de unos 7,5 kilómetros. Cuando la noticia llegó a Roma, el Senado ordenó que se paralizaran las obras amparándose en los tratados alcanzados en época de Graco, tras la Primera Guerra Celtíbera. Además, aprovecharon para reclamar el pago de tributos y la entrega de tropas.
A pesar de la advertencia, los belos de Segeda argumentaron que Graco había prohibido que se fundaran nuevas ciudades fortificadas, pero no que se amurallaran las ya existentes. En cuanto a la entrega de tributos y soldados, los segedanos recordaron a Roma que habían quedado exentos de dicho pago.
Roma no tardó en tomar la decisión de actuar contra aquellos rebeldes celtíberos. Sin embargo, había un problema. Para poder reclutar un ejército capaz de derrotar a los celtíberos había que esperar a que se celebraran las elecciones anuales de magistrados, que tenían lugar al inicio del año, el 1 de marzo. Aquello suponía un gran inconveniente, pues contando con el tiempo para llevar a cabo la leva y el traslado de la tropa, era muy probable que a la llegada de las legiones a la Celtiberia los belos hubieran terminado de fortificar Segeda y, para colmo, con el duro invierno ya encima.
Esa fue la razón de que los romanos tomasen una decisión inaudita: trasladaron el comienzo del año del 1 de marzo al 1 de enero, y de ese modo tuvieron tiempo suficiente de llegar a tiempo ante los muros inacabados del oppidum celtíbero. Un temible ejército con cerca de 30.000 hombres (dos legiones, más 5.000 jinetes y las tropas auxiliares) comandado por el cónsul Quinto Fulvio Nobilior, hizo huir en estampida a los habitantes del enclave, que escaparon en dirección a la Numancia de sus vecinos arévacos. Aquella rebelión de Segeda no solo cambió el comienzo del calendario (que todavía conservamos), sino que dio inicio a la Segunda Guerra Celtibérica y plantó la semilla de la tercera, que culminaría con el célebre asedio a Numancia.
UN ORIGEN INCIERTO
Los celtíberos –entre los que se contaban los belos de Segeda y los arévacos numantinos–, fueron uno de los más destacados pueblos de origen céltico que habitaron la Península Ibérica. Pero no fueron los únicos: vacceos, vetones, cántabros, astures,
Los celtíberos rebelados en un pueblo de
Zaragoza fueron los “culpables” de que el año comenzara el 1 de enero
galaicos, vascones, lusitanos o berones compartían con ellos algunos rasgos comunes, ya fuera en la lengua, en sus costumbres o en las creencias religiosas. ¿Cuándo y cómo llegaron estas tribus de raíces celtas hasta suelo ibérico?
La cuestión ha intrigado durante décadas a los estudiosos, y de hecho ha sido motivo de controversia, pues no se sabe con certeza de qué forma llegaron hasta la península. Durante algún tiempo se pensó que esta “celtización” se había producido como consecuencia de oleadas consecutivas de invasiones llegadas desde el centro de Europa, dirigidas por grupos humanos con una cultura ya formada.
La investigación multidisciplinar –arqueología, lingüística, etc.– de las últimas décadas, sin embargo, ha descartado esa posibilidad debido a las numerosas contradicciones que suponía dicha propuesta. Hoy, por el contrario, el consenso tiende a concluir que la existencia de estos pueblos se debió a un largo proceso intermitente y desigual de “celtización acumulativa”.
El proceso se habría iniciado en el Bronce Final, hacia el 1200 a.C., con la llegada de gentes de la llamada cultura de los Campos de Urnas, que penetraron por el nordeste de la península, extendiéndose por el Valle del Ebro y el sistema ibérico, y dando lugar a lo que los especialistas denominan un “sustra- to proto-céltico”, es decir, una base cultural, lingüística y religiosa proto-celta.
Siglos más tarde, en torno a finales del siglo VII y comienzos del VI a.C., llegarían nuevos grupos de población formados por elites del otro lado de los Pirineos –pertenecientes a la cultura Hallstatt– que se establecieron en la Meseta Oriental y, desde allí y poco a poco, se iría produciendo la “celtización” hacia los puntos más occidentales de la península, un proceso que se vio paralizado con la llegada de los romanos.
Este singular proceso “acumulativo” explicaría, en opinión de los estudiosos, la variedad cultural de los distintos pueblos célticos de la península, pese a que todo ellos
compartiesen costumbres similares y hablasen lenguas más o menos próximas. Sin embargo, la peculiaridad de los celtas de la península –cuya cultura se diferenciaba notablemente de otros celtas transpirenaicos– residía también en los contactos que mantuvieron con iberos y tartesios, de quienes tomaron elementos mediterráneos que les otorgaron rasgos realmente particulares.
NO SOLO CELTÍBEROS
Los autores griegos y latinos que mencionaron en sus textos a los pueblos celtas de la península solían referirse a ellos como keltoi –celtas– o keltiberes/celtiberi –celtíberos–, e incluso Diodoro Sículo cometió el error de considerarlo un pueblo fruto del mestizaje entre celtas e iberos. En la actualidad todavía hay quien emplea el término “celtíberos” para referirse a los distintos grupos celtas
Se creía que los celtas llegaron a la Península en sucesivas oleadas, pero las teorías aceptadas antes están cambiando. ¿Fue
un pueblo que tuvo su origen aquí?
que poblaron la península Ibérica, aunque lo exacto es hacerlo para denominar a las distintas tribus que ocuparon un territorio ubicado en la Meseta Oriental y la margen derecha del Ebro, comprendiendo zonas de las actuales provincias de Zaragoza, Soria, Guadalajara, Teruel, Cuenca, Burgos, La Rioja y Navarra.
Los celtíberos, a su vez, estaban formados por distintas tribus como los arévacos –el grupo hegemónico a juzgar por las fuentes, con ciudades como Segontia, o Numancia–, belos –los habitantes de Segeda o Bilbilis, entre otras–, titos, lusones y pelendones.
Entre los elementos que destacaron dentro de la cultura celtibérica están precisamente las urbes, regidas por un sistema político compuesto por senados, asambleas y magistrados, y que seguían un modelo similar al de las ciudades-estado del mundo clásico. Estas ciudades celtíberas, como Segeda, llegaron a acuñar moneda, y formaron alianzas militares entre ellas, como sucedió en el siglo II a.C., bajo el mando de los arévacos.
En lo que respecta a su economía, los celtíberos habían desarrollado un modelo basado en la especialización y el comercio de excedentes. Desarrollaron una ganadería muy variada y posiblemente practicaron la trashumancia. Cultivaban el olivo, la cebada, y producían una cerveza de trigo llamada caelia. También realizaban tejidos a base de cáñamo, lana, lino o cuero, y poseían una depurada técnica del hierro.
Por otra parte, y como bien atestiguaron los autores griegos y romanos, los celtíberos fueron gentes de gran valor y feroces guerreros, que acostumbraban a ofrecer la victoria a los dioses y “aspiraban a una bella muerte”. Así lo demostraron, una y otra vez, durante las Guerras Celtíberas.
En lo religioso, el “panteón” celtíbero incluía dioses de carácter astral (el Sol, la Luna…) junto a divinidades celtas comu- nes a los de otros pueblos, como Lug, Endovelico o Ataecina, así como “dioses” menores vinculados a enclaves naturales, y que tendrían un carácter animista. Su idea del Más Allá incluía un destino celestial para el alma, pues el firmamento era el hogar de los dioses, y varios autores clásicos mencionan la práctica del doble funeral: la cremación y la exposición del cadáver (esta última reservada para los caídos en el campo de batalla).
A diferencia de la abundantes descripciones existentes sobre las distintas tribus celtíberas –motivadas sobre todo por su enconado y duradero enfrentamiento con Roma–, el resto de pueblos celtas de la península no siempre cuentan tanta información, aunque uniendo arqueología y los testimonios recogidos en distintos autores podemos trazar los rasgos de muchos de ellos, a menudo con grandes semejanzas respecto a sus contemporáneos de la Celtiberia.
Si los celtíberos habían demostrado su ferocidad en el campo de batalla, los lusitanos tampoco se quedaron atrás. Establecidos en una franja de territorio entre los ríos Duero y Tajo, con el Atlántico como límite al oeste y sus vecinos vetones, carpetanos y vacceos al este, los lusitanos aparecen en las fuentes como un pueblo muy belicoso, dedicados a menudo al robo y al pillaje. Parece que el origen de estas actividades se debía a la extrema pobreza de estas gentes, en especial en las zonas más alejadas de la costa, por lo que se vieron obligados a la violencia. Una actitud guerrera que tuvo su máxima representación en la célebre figura de Viriato, el caudillo lusitano que se enfrentó al poder de Roma a mediados del siglo II a.C. Los autores clásicos como Ptolomeo mencionan una
larga nómina de hasta treinta ciudades que les habrían pertenecido, entre ellas Olisipo (Lisboa), Cauriun (Coria), Nerba Cesarea (Cáceres) o Emerita Augusta (Mérida).
LOS SEÑORES DE LOS VERRACOS
Al este del territorio ocupado por los lusitanos se encontraban –ocupando parte de las provincias de Zamora, Salamanca, Cáceres, Ávila y Toledo– los vetones, con varios asentamientos como Salmantica (Salamanca), Augustóbriga (Talavera la Vieja), Miróbriga (Ciudad Rodrigo) u Obila (¿Ávila?). En total sus dominios alcanzaban una extensión algo superior a los 30.000 kilómetros cuadrados.
Fueron dos las notas más características de este pueblo celta de la Meseta Norte: por un lado los castros construidos entre los siglos IV y I a.C., generalmente ubicados en lugares elevados o junto a ríos, siempre con una buena visibilidad para convertirlos en enclaves estratégicos a nivel militar. Son varios los ejemplos de este tipo de fortificaciones las que se han conservado hasta nuestros días, especialmente en las provincias de Salamanca y Ávila. Así, en la primera encontramos yacimientos como los de los castros de Yecla la Vieja –con cinco hectáreas de superficie y unas murallas muy bien conservadas, a menudo grabadas con petroglifos–, El Castillo o Las Merchanas.
La segunda característica propia de los vetones son las enormes esculturas zoomorfas conocidas popularmente como verracos. Con alturas que alcanzan los dos metros y medio, estos verracos son representaciones esquemáticas de animales como el toro, el jabalí o el cerdo, siempre machos, cuya fabricación fue común entre los siglos IV a I a.C. En la actualidad se conservan cerca de 400 verracos repartidos por todo el territorio vetón, aunque de forma especial en la provincia de Ávila. Entre los más conocidos se
El singular proceso “acumulativo” de la llegada de los pueblos europeos explicaría, en opinión de los estudiosos, la variedad cultural de los distintos pueblos célticos
encuentran los célebres Toros de Guisando, el verraco de Ciudad Rodrigo y los repartidos por distintos puntos de la provincia de Ávila.
Los estudiosos plantean dos posibles usos para estas singulares esculturas: por una parte serían creaciones de carácter religioso (incluso se han encontrado enterramientos junto a ellos o en sus proximidades), mientras que también podrían haber servido para delimitar las distintas zonas de pastoreo, cuestión esta que parece confirmada por la aparición de los verracos en zonas fronterizas.
Al norte de territorio vetón y al oeste de los celtíberos se encontraban los vacceos, que ocupaban una zona geográfica que incluía el Valle del Cerrato y la Tierra de Campos. Según autores latinos como Plinio, es- te pueblo contó con numerosas ciudades –hasta un total de 17–, amplias y en ocasiones fortificadas, que se caracterizaron por estar separadas entre sí por grandes distancias –lo que algunos autores han bautizado como ‘vacíos vacceos’.
Al igual que los vetones, los vacceos también esculpieron verracos de piedra, y se conservan ejemplos en Segovia, Toro, Sepúlveda y otras localidades del antiguo territorio vacceo. Por otra parte, este pueblo mostró ciertas semejanzas con sus vecinos orientales, los celtíberos, por los que algunos autores latinos –como Apiano– llegaron a sugerir que los vacceos también lo fueron, algo descartado por completo con los estudios actuales. Otro autor clásico, Claudio Eliano, se refirió en uno de sus textos a cómo unos barkaioi –posiblemente los vacceos– practicaban el descarnamiento ritual con sus difuntos más destacados, cuyos cadáveres dejaban expuestos a la acción de los buitres.
Destaca también la dura represión que sufrieron los vacceos por parte de las tropas romanas, consecuencia sobre todo de su auxilio a otros pueblos cercanos, a los que cobijaron. También formaron parte de campañas militares como la lanzada junto a vetones, celtíberos y carpetanos contra Marco Fulvio Nobilior en el 193 a.C.
LOS PUEBLOS DEL NORTE
Si celtíberos, vacceos o vetones ya aparecían ante los ojos de Roma como pueblos bárbaros e incivilizados, con costumbres exóticas, el resto de pueblos de origen céltico que ocuparon el norte de la península,
desde las costas de Galicia hasta el arranque de los Pirineos, fueron sin duda el mejor exponente de esa imagen estereotipada.
Basta repasar las descripciones de autores como Estrabón y su Geografía para encontrar vistosas descripciones de algunas de las prácticas “bárbaras” y exóticas de estas gentes de las montañas, a quienes califica de “rudos y salvajes”. No hay duda de que, tal y como señalan los estudiosos, la difusión de este estereotipo de salvaje tiene mucho que ver con el hecho de que los territorios del norte peninsular fueran, precisamente, los últimos en ser conquistados por Roma. De hecho, la arqueología ha demostrado con continuos hallazgos que estas gentes del norte no fueron “bárbaros” ni estuvieron tan aislados como pretendieron los textos griegos y latinos.
El primero de estos pueblos, comenzando por el oeste, fue el de los galaicos, que ocuparon el territorio denominado Gallaecia por los romanos. El ya citado Estrabón hizo hincapié en el carácter celta de estas tribus, a las que relacionó con gentes que vivían en la Beturia y que habían emigrado al norte. Una de las características definitorias de los galaicos fue la construcción de los célebres castros, formados por viviendas de plata circular y muros de piedra, con techos realizados a base de ramas o pizarras y con un poste central como elemento sustentador. Este tipo de fortificaciones, de reducido desarrollo urbano, fue una de los rasgos característicos de la llamada “cultura castreña”, que surgió a partir de los siglos VI y IV a.C., aunque alcanzó un pleno desarrolló en el siglo II a.C. Entre los castros más conocidos y mejor conservados se cuentan los de Santa Tegra (Santa Tecla) en Pontevedra o el de Briteiros (en Portugal), cuyas viviendas se levantaron ya en tiempos de la conquista romana.
Al este de los galaicos se asentaban las tribus astures que, según las fuentes, agrupa-
Los celtíberos habían desarrollado una ganadería
muy variada y un modelo basado en la especialización y el
comercio de excedentes
ba hasta a 22 pueblos distintos distribuidos a ambos lados de la cordillera cantábrica, y que tenían como “capital” el asentamiento de Astorga (Asturica Augusta). Los astures también construyeron castros similares a los de sus vecinos galaicos y cántabros, desarrollaron una economía de subsistencia a base de ganadería, agricultura, caza y pesca, y destacaron como magníficos orfebres, fabricando magníficas piezas como torques y diademas de oro con características similares a las de vetones y lusitanos.
La primera mención a los cántabros aparece en textos que refieren su participación armada junto al general cartaginés Asdrúbal en el 208 a.C., una actividad esta, la bélica, que se repetirá en futuras menciones a este pueblo del norte. No en vano, los cántabros fueron siempre tenidos como guerreros temibles, como bien demostrarían durante su participación en la tercera Guerra Celtíbera, cuando acudieron en auxilio de los arévacos de Numancia, al ayudar a Sertorio o a Pompeyo y, especialmente, durante las Guerras Cántabras (29-19 a.C), cuando junto a los astures se rebelaron hasta en dos ocasiones. Un levantamiento al que se puso punto final con una
Cuando los romanos comenzaron el proceso de conquista se encontraron con una respuesta
desigual por parte de los pueblos nativos, pero las luchas con los celtas fueron encarnizadas en ocasiones
terrible represión liderada por Agripa, y en la que se produjeron grandes matanzas. No es extraño, por tanto, que tan enconada resistencia y ferocidad fomentara la percepción de un pueblo “bárbaro” y feroz –Horacio y Silio Itálico describían con asombro cómo los cántabros bebían sangre de sus caballos antes de partir a la batalla–, que incluso después de ser conquistado tuvo que quedar bajo la estrecha vigilancia de tres legiones: la III Macedónica, VI Victrix y X Gemina.
Pero lógicamente, los cántabros fueron mucho más que un pueblo guerrero, como demuestra la notable colección de estelas funerarias conservadas –más de un centenar– que, además de poner en evidencia su calidad como artesanos y escultores, aportan valiosas informaciones sobre sus prácticas funerarias.
Los últimos pueblos del norte, situados entre los cántabros y la Aquitania del otro lado del Pirineo, fueron los caristios, várdulos, autrigones, y vascones. Los tres primeros ocuparon el noroeste de Burgos, Vizcaya, Guipúzcoa y la mitad oriental de Álava, mientras que los vascones tenían su territorio en la actual Navarra, parte de Huesca y, ya en épocas tardías, zonas como la región este de la actual provincia de Zaragoza y la ribera del Ebro. Algunos autores creen que esta expansión de vascones hacia el sur, lo que lógicamente reducía los territorios ocupados por las tribus celtíberas, pudo haber sido el resultado de un castigo por parte de las autoridades romanas, que quisieron castigar así la ayuda prestada por estas últimas durante el trascurso de las Guerras Sertorianas.
LA LUCHA CONTRA ROMA
Antes de que los romanos llegaran a la península, los celtíberos y otros pueblos celtas de Hispania habían participado como mercenarios de los cartagineses –ese fue el caso, por ejemplo, de los cántabros–, durante el transcurso de las Guerras Púnicas.
Y esa fue, precisamente, la razón principal de la llegada de Roma: acabar con el suministro de materiales y tropas mercenarias que favorecían a los cartagineses. Cuando los romanos comenzaron el proceso de conquista se encontraron con una respuesta desigual por parte de los pueblos nativos: hubo pactos, alianzas y tratados de paz, pero también una dura resistencia y luchas encarnizadas
Eran feroces, pero los autores clásicos coinciden siempre en hacer referencia a una costumbre de los pueblos celtas de la Península: su hospitalidad
en no pocas ocasiones.
Uno de los primeros encontronazos con los pueblos célticos peninsulares se produjo en el año 193 a.C., cuando el cónsul Marco Fulvio Flaco tuvo que hacer frente a una coalición formada por vetones, vacceos y celtíberos, a quienes logró derrotar –no sin dificultades–, en los alrededores de Toletum. Los nativos que lograron escapar a las tropas romanas se refugiaron en la ciudad celtíbera de Contrebia Belaisca (actual Botorrita, en Zaragoza), pero la plaza también fue tomada por el cónsul romano.
Mayor entidad tuvo el levantamiento al que se tuvo que enfrentar el procónsul Tiberio Sempronio Graco en torno al año 180 a.C. Un grupo de celtíberos rebeldes estaba por aquel entonces plantando cara al ya citado Fulvio Flaco, con un gran ejército de unos 20.000 hombres cercando la ciudad de Caraues (Magallón), aliada de Roma. Fulvio fue incapaz de someter la insurrección, por lo que Sempronio Graco se vio obligado a acudir desde la Hispania Citerior. Comenzaba así la Primera Guerra Celtíbera, que tuvo como punto culminante la batalla del Moncayo (179 a.C.), con victoria para Roma, tras la cual se establecieron tratados que llevaron una paz temporal a los territorios de la Celtiberia.
El segundo gran enfrentamiento contra los celtíberos (Segunda Guerra Celtíbera) tuvo lugar tras la rebelión protagonizada por Segeda al construir la muralla de su ciudad. El primer golpe lo había asestado Quinto Fulvio al hacer huir a los segedanos, pero la victoria no iba a ser tan sencilla. Los romanos capturaron también Ocilis (Medinaceli) y Almazán, pero mientras se dirigía a Numancia, a cuyo auxilio habían acudido los belos de Segeda, un gran ejército formado por belos y arévacos, comandados por Caro, sorprendió inicialmente a los romanos en la llamada batalla de la Vulcanalia, causándoles unas 6.000 bajas, aunque los celtas sufrieron unas pérdidas similares, refugiándose en Numancia. La llegada del invierno obligó a Quinto Fulvio y sus tropas a refugiarse en su campamento, lo que provocó muertes abundantes debido al frío y a los ataques esporádicos de los celtíberos. La situación no se resolvería hasta la llegada del cónsul Claudio Marcelo, quien tras algunas batallas logró la rendición de los celtíberos en el año 152 a.C.
El fin del conflicto con los celtíberos no acabaría, sin embargo, hasta la conclusión de la Tercera Guerra Celtíbera, cuyo momento cumbre fue el terrible asedio a Numancia protagonizado por Escipión Emiliano, que se saldó con la rendición de los escasos numantinos supervivientes a las hambrunas y enfermedades. Aquel sería el punto y final a las guerras celtibéricas, aunque aquellas bravas tribus célticas aún participarían de forma esporádica en algu- nas rebeliones menores, como las Guerras Sertorianas o la Guerra Cimbria.
Como es lógico, los celtíberos no fueron los únicos en plantar cara a las fuerzas de Roma. Ya dijimos, al hablar de los cántabros, que estos pueblos del norte tuvieron también su enfrentamiento contra los conquistadores al hacerles frente en las Guerras Cántabras (29-19 a.C.), y algo similar había ocurrido con los lusitanos liderados por el famoso Viriato a mediados del siglo anterior –prácticamente al mismo tiempo que la segunda y tercera guerras celtíberas–, cuyas tropas dieron no pocos quebraderos de cabeza a la Roma republicana. Tampoco los vacceos se lo pusieron fácil al invasor en aquellos años, cuando el traicionero Lucio Licinio Lúculo tuvo que hacer frente a los 22.000 guerreros reunidos en Intercatia, ciudad a la que puso asedio con escaso éxito, pues se vio obligado a pactar con sus habitantes.
A pesar de la valerosa resistencia de los distintos pueblos celtas de la península, el poderío de Roma terminó por imponerse. Esto no supuso en ningún caso la aniquilación de dichas gentes, sino un lento proceso de asimilación que, con el transcurso de los años, hizo que las antiguas culturas célticas fueran perdiendo sus señas de identidad más características, que fueron adaptándo-se a las costumbres de Roma