MURET, la batalla que cambió la historia de Europa
Está a punto de cumplirse el 800 aniversario de una de las batallas más determinantes de la historia del mundo occidental. Sobre una llanura regada por el Garona, conocida actualmente como el Prado de Aragón, tuvo lugar en 1213 la batalla de Muret, donde encontró la muerte el monarca Pedro II el Católico a manos de las huestes de Simón de Montfort. Las consecuencias de esta batalla fueron muy importantes para Francia, ya que sus territorios descenderían hasta los mismos Pirineos, mientras el condado de Toulouse (Tolosa del Languedoc) perdió la posibilidad de mantener su independencia. Un doble monolito, alzado a las afueras de la ciudad de Muret, rinde un oscuro testimonio a una derrota que los occitanos no quieren recordar.
Muret ha pasado a la historia por la batalla que el 13 de septiembre de 1213 tuvo lugar en su comuna, donde, debido a un error táctico en el desarrollo del combate, el monarca aragonés Pedro II El Católico perdió la vida, venciendo Simón de Montfort. De no haber ocurrido así, el desarrollo de la historia medieval del Languedoc habría sido bien distinto.
En el centro geográfico del departamento de Haute-Garonne, a 20 km al SO de la ciudad de Toulouse (Tolosa del Languedoc), donde el Louge entrega sus aguas al Garona, Muret se erige actualmente como una ciudad moderna, de 24.000 habitantes, que, a pesar de su dinamismo, transmite sosiego en el ambiente. Sus calles y recogidas plazas, trazados en diseño medieval, cuentan con numerosos y espléndidos jardines, y un espeso manto de bosques en- vuelve el casco antiguo desarrollado dentro de un triángulo irregular.
Llegamos a Muret después de visitar Saint-Bertrand-de-Comminges, villa medieval de origen galo romano, que tuvo una estrecha relación con el catarismo y, como veremos después, con las fuerzas militares del combinado aliado que combatió en Muret. Nos dirigimos al centro urbano, visitamos la iglesia de Saint-Jacques, en la cual hay una inscripción que recuerda la batalla y la posterior restauración de este impresionante templo románico, construido en ladrillo rojo, típico de la región tolosana. Pero lo que nos llamó la atención es que muy pocas personas supieran de la batalla y, menos aún, de la ubicación del monumento que rendía un homenaje a la citada contienda. Tuvimos que ir al Ayuntamiento, donde conocimos a la Sra. Kopacz, responsable de asuntos culturales, quien nos atendió amablemente, recordándonos que Muret está hermanada desde hace medio siglo con la villa aragonesa de Monzón (Huesca); además, nos facilitó toda clase de información sobre los actos que, con vistas al 800 aniversario de la batalla, se habían programado; y nos dio los contactos de los especialistas de la ciudad en el tema, entre ellos el de Christophe Márquez, director del Museo Clement Ader et les Grands Hommes, quien tuvo la amabilidad de acompañarnos a visitar los lugares del Muret medieval y el monumento, entre ellos la iglesia de Saint-Jacques, cerca del recinto amurallado, cuyos lienzos están for- mados por sólidos bloques de piedra caliza y ladrillo rojo, y numerosas casas con fachada en tablones de madera.
El monumento se encuentra a la salida de la ciudad, en dirección a Seysses, en medio de una discreta rotonda, agradablemente decorada de plantas y flores. Se trata, en realidad, de dos testimonios de piedra: el más alto, un obelisco en mármol blanco de Saint-Beat, construido en 1884, a iniciativa de M. Henry por la villa de Muret y los felibres de Aquitania (descendientes del poeta provenzal Fréderic Mistral), defensores del Languedoc (Lengadòc, en occitano) y de la lengua de oc, que era la utilizada por los trovadores medievales y también por los cátaros, en el lugar aproximado en donde cayó muerto el monarca Pedro II; y otro, en piedra, en forma de sepultura galo romana, levantada el 12 de septiembre de 1913, para conmemorar el 700 de la muerte de Pedro II –rey, poeta y caballero–, por un comité gasco-bearnais al que se asociaron catalanes y languedocianos de l’Escolo Moundino; esta conmovedora estela lleva una inscripción en lengua occitana por la poetisa bigourdana Philadelphe de Gerne.
LOS PROLEGÓMENOS
Solo tres años después de la masacre y saqueo de Béziers (22 de julio de 1209), en cuya ciudad los cruzados asesinaron a cerca de 24.000 personas, sin miramiento alguno ni para creyentes cátaros ni para los mismos cristianos, Simón IV de Montfort, con el apo-
yo militar del monarca francés Felipe II Au
gusto, y del pontífice Inocencio III, después de haber conquistado cerca de cuarenta poblaciones occitanas y de quemar en la hoguera a infinidad de buenos hombres, se interesó por Tolosa, la capital del Languedoc.
Desde 1139, Muret era una plaza propiedad de los condes de Comminges, aliados del conde de Tolosa y, al mismo tiempo, protectores de cátaros. Simón de Montfort, consciente de ello, y también de la importancia estratégica que tenía esta población, a solo una jornada a caballo de la capital del condado tolosano, no dudó en conquistarla a cualquier precio.
El pontífice Inocencio III y el monarca francés Felipe II coincidieron en apoyar sin condiciones a la cruzada y, gracias a los éxitos cosechados, mantener como director militar de todas las operaciones al temible Simón de Montfort, hombre que ya había adquirido experiencia en la toma de Constantinopla (1204), donde, al frente de una milicia de mercenarios, disfrutó degollando a centenares de personas.
Inocencio III y Felipe II pusieron todos sus esfuerzos al servicio de la única cruzada lanzada por la Iglesia sobre un territorio de la Europa cristiana, mientras los banqueros de la ciudad de Cahors la financiaban. Con tan importantes apoyos, Simón de Montfort contaba con todos los poderes para llevar a cabo sus ambiciones. Entonces, el conde de Foix y el rey Pedro II de Aragón intentaron dialogar con Montfort, pero éste rehusó cualquier acuerdo, procediendo a una imparable guerra de conquistas y fijando su atención en la capital del condado tolosano, que intentó conquistar en junio de 1211, por la codicia de poseer la tercera ciudad más importante de la Europa de su tiempo. No obstante, fracasó en su primer intento de asedio a Toulouse, ante unas muy bien defendidas murallas. Y fue cuando comprendió que era mejor seguir conquistando las ciudades próximas a la capital tolosana. En mayo de 1211, el sitio de Lavaur acabó en tragedia: 400 cátaros perecieron en la hoguera más grande de la cruzada.
A principios de 1212, Montfort, en compañía de su hermano Guy, se lanza a la con- quista de Agenais y, habiendo hecho editar “los estatutos de la ciudad de Pamiers”, se declara nuevo Conde de Toulouse. En octubre, dirigiéndose hacia el condado de Foix, pasa por la ciudad de Auterive, de la que se adueña. Y, seguidamente, se interesa por Muret. Cuando se acercó con sus cruzados, los muretanos, preocupados por su ciudad, prendieron fuego al puente de madera sobre el Garona –construido en 1203 por el conde Bernard IV de Comminges, que había concedido libertad de paso y de peaje–. Montfort, seguido de varios cruzados, pasó nadando y dio órdenes de apagar el fuego, logrando restablecer la seguridad del puente, sobre el cual mandó desfilar sus tropas y, tras conquistar la plaza sin resistencia, se nombró jefe de Muret, que pasó a manos de los cruzados. Después, Montfort se marchó para seguir su plan de masacres y de sangre, fuego y ceniza, dejando en Muret al obispo de Carcasona, con una guarnición de 50 caballeros y unos 700 infantes.
Raymond VI, al ver la amenaza de los cruzados tan cerca de la capital occitana, no dudó en solicitar ayuda a su cuñado, Pedro II
el Católico. Pero el monarca aragonés, antes de proceder militarmente, decidió encontrar una reconciliación con la Iglesia oficial; sin embargo, al ver que el papa no vacilaba en absoluto a la hora de apoyar religiosamente la cruzada y que confirmaba a Simón de Montfort al frente de la misma, optó por amparar a los condes de Tolosa, así como a los señores de Foix y Comminges y al vizconde de Béarn, y combatir a los cruzados, que estaban dispuestos a destruir todo lo relacionado con la herejía y, con ello, convertir en cenizas los pueblos y gentes del Languedoc.
El concilio celebrado en la población de Lavaur (l’Ariège) el 15 de enero de 1213, donde se postulaba el retorno de los condados occitanos y tierras a sus titulares a cambio de la sumisión a la Iglesia, llenó de cólera al pontífice, porque no se alcanzó ningún acuerdo. Resultado de ello, los cruzados intensificaron sus ataques contra los pueblos y gentes del Languedoc. Y Pedro II de Aragón decidió acoger a los condes tolosanos, así como a los señores de Foix y Comminges y el vizconde de Béarn bajo su protección.
Montfort, al frente de los cruzados, siguió asolando tierras y quemando vidas en su arrollador avance hacia la capital de condado. El caos se iba apoderado de las pacíficas gentes de todo el Languedoc. Y ante esta preocupante situación, el monarca aragonés no dudó en intervenir directamente.
A mediados de agosto de 1213, Pedro II, con un ejército algo superior a los mil hombres, curtidos en el arte de la guerra, cuyo contingente separó en en dos colectivos que atravesaron los Pirineos por Benasque y Canfranch (Huesca), después de recibir la bendición del obispo de Jaca, y reagruparse entre Bagneres de Luchón y Saint-Béat, pusieron rumbo a la ciudad de Toulouse (Tolosa del Languedoc), siguiendo los valles abiertos por el Garona. A su paso, todas y cada una de las plazas y castillos occitanos que, meses antes, se habían rendido a los cruzados, fueron abriendo sus puertas, en señal de sumisión a los aragoneses. Y fue en Muret donde Pedro II, a unos tres kilómetros de distancia, hacia el suroeste, a pocos kilómetros de los rojizos muros de ladrillo y piedra de la ciudad, decidió levantar sus tiendas de campaña, ante la mirada de los soldados franceses. Montfort se encontraba entonces en Saverdun (l’Ariège); pero, al recibir información del peligro de sus cruzados, organizó a sus hombres para dirigirse hacia Muret.
Varias semanas después, en la espléndida llanura próxima a la desembocadura del Louge con el Garona, el 10 de septiembre, el ejército de Pedro II recibió los contingentes aliados. No lejos de allí, en los amarres del río por su orilla izquierda no cesaban de
El martes 10 de septiembre los soldados del conde de Tolosa iniciaron el asedio de la plaza de Muret con mangoneles, unas pequeñas catapultas
recibir embarcaciones cargadas de víveres procedentes de la ciudad de Tolosa. Para preservar este puesto esencial para el avituallamiento de las tropas occitanas, se estableció una fuerza militar de 2.000 caballeros y unos 5.000 servidores de infantería Al día siguiente, la flor de la caballería aragonesa y catalana, al frente de su monarca, Pedro II, se hallaban frente a las murallas de Muret, junto a las milicias de Toulouse y de Montauban, el ejército de los condes de Comminges, de Foix y de Béarn, configurando un compacto bloque militar de dos mil caballeros y cerca de cuarenta mil soldados de infantería y servidores.
LA BATALLA
Aquel mismo día (martes, 10 de septiembre), los soldados del conde de Tolosa iniciaron el asedio de la plaza de Muret con
mangoneles (de “magganon”, ingenio de guerra, pequeña catapulta o arma de asedio capaz de lanzar proyectiles a los muros de un castillo a menos de 400 metros de distancia), y otros artefactos de asedio. Gracias a estas colosales armas y al empuje de los atacantes, cayeron dos puertas de la ciudad, así como una de las torres y toda la villa nueva de Muret, apoderándose los occitanos sin esfuerzo de la ciudad, y forzando a los defensores franceses a retirar- se a la villa vieja y al donjon del castillo superior, donde se refugiaron y parapetaron. Algunos condes occitanos, incitados por el rey aragonés, acuden en tropel a la ciudad de Muret. Mientras tanto, el conde de Foix ataca por la puerta de Saint-Gernier. La batalla se entabla con tanto vigor que los cruzados sólo pudieron cerrar el gran portal.
Sin embargo, una parte de los occitanos tropiezan con las barricadas levantadas por los soldados franceses y sus cónsules durante la noche anterior. La estrechez de las calles obliga a los jinetes atacantes a pasar por reducidos espacios urbanos, generando una confusión y numerosos muertos entre las tropas occitanas, que obligaría a regresar al exterior a este flanco del ejército atacante.
Pero, tan pronto como el monarca aragonés recibió noticias de que Simón de Montfort se aproximaba a Muret, ordenó a sus soldados que abandonasen la labor de asedio de los muros, para evitar el verse sorprendidos por la retaguardia, facilitando con ello la entrada de Montfort al frente de 900 caballeros cruzados al interior de la fortaleza, a través de una de las puertas que no estaban controladas por los sitiadores. Aquella misma tarde un nuevo colectivo de cruzados, al mando de Payen de Corbeil, aprovechó aquel mismo acceso. Los cronistas coinciden en afirmar que la idea de Pedro II
El conde de Toulouse, que conocía bien las tácticas del ejército francés, propuso rodear el campamento de una sólida empalizada erizada de toda clase de fosos
era dejar entrar a todos los cruzados en Muret, con la intención de tenerlos encerrados dentro de las murallas, y, por la acción de falta de víveres y agua, obligarles a rendirse. Pero esto no sucedió. Fuera, extramuros de la ciudad, más de 35.000 soldados bajo la bandera de Occitania ondeando al viento, acompañada por la del reino de Aragón.
El conde de Toulouse, que conocía bien las tácticas del ejército francés, para evitar ser sorprendido por los cruzados, propuso rodear el campamento de una sólida empalizada, erizada de toda clase de fosos y pinchos de hierro ocultos entre la maleza; luego, disponer un asedio a la ciudad por el oeste, el flanco más vulnerable; y esperar el ataque cruzado, que recibiría una nube de flechas de los ballesteros apostados sobre la orilla derecha del río Garona, para proceder de inmediato a un contraataque que aislaría a los franceses dentro del castillo.
Lamentablemente, la estrategia del monarca aragonés era bien distinta. Su plan consistía en plantar cara a la caballería pesada francesa, sin aguardar la llegada de importantes refuerzos (las tropas de Guillermo II de Montcada, de Gastón VI de Béarn y Nuño Sánchez), que se hallaban cerca de la ciudad de Narbona, y a un par de semanas de distancia de Muret. Pedro II, que un año antes había participado en la victoria de las Navas con otros reyes hispanos sobre los almohades, no supo valorar la fuerza de la caballería francesa, y sin haberse llevado a cabo la fortificación del campamento occitano pretendió vencer a los cruzados a campo abierto.
Simón de Montfort, que horas hizo bendecir a su caballo y después a sus caballeros por el obispo Foulques, no tardó en darse cuenta de aquel desacierto y, aunque consciente de la inferioridad numérica de sus soldados, y con víveres para solo una jornada, a más de cien leguas de otras tropas cruzadas, decidió quedarse encerrado dentro de los muros de la ciudad, mientras desde las ventanas del donjon coordinaba un ataque relámpago contra los occitanos utilizando la más poderosa de sus armas: la caballería pesada, que, según los trovadores, hacía retumbar la tierra a su paso. Montfort organizó la batalla, equipó a sus caballeros y, al mismo tiempo, la defensa de Muret, en base a tres secciones, mientras los ballesteros aseguraban las defensas de la ciudad desde las almenas y empalizadas, protegiendo, en todo momento, las maniobras de la caballería. Pero antes de salir por las puertas, para entrar en combate a campo abierto con los ejércitos aliados, Montfort mandó reunir a sus soldados para gritarles arengas, toda clase de descalificaciones hacia las tropas enemigas, y especialmente contra sus mandatarios, y la orden final de batalla…
La madrugada del día 13 de septiembre volvió a asediar los muros de la ciudad de Muret, castigando las murallas con golpes de mangoneles, que iban abriendo huecos en el grosor entre los bloques de piedra y las tongadas de ladrillo rojo; también se atacaron las puertas principales de la muralla, mientras la caballería, a una cierta distancia, vigilaba la posible salida de los cruzados. Montfort ordenó a sus soldados que salieran de la ciudad por la puerta del Mercadal –antiguo mercado de plantas aromáticas–, simulando una huida por el puente del Garona. Pero, tan pronto como toda la caballería había traspasado la puerta, hizo un giro de ballesta hacia el oeste, por la orilla del Louge, cuyo reducido caudal atraviesa y, emergiendo de repente, cogió por sorpresa la espalda a los sitiadores. Los tolosanos, sorprendidos, se dispersaron en desorden. Aquel contingente de la caballería cruzada, dirigido por Guillaume de Barres, marchando a tres columnas, con el estandarte de la corona francesa, se dirigió al campamento tolosano. Los dos primeros cuerpos giraron a la izquierda, y la primera de las tres acometidas de los cruzados fue respondida por las tropas de Raymond Roger de Foix, pero tuvieron que replegarse de inmediato ante la impetuosidad de la caballería francesa. Las tropas del rey aragonés tomaron entonces el relevo. Los cruzados, con su gran maniobrabilidad, sin perder la formación de combate en ningún momento, tuvieron pocas bajas en las dos acometidas siguientes,
El cuerpo de Pedro II fue desnudado y golpeado sin contemplación alguna, y su estandarte –el del vencedor en Las Navas– igualmente pisoteado
al tiempo que evitaron la reagrupación de los aragoneses.
La noche anterior, el monarca Pedro II decidió vestirse de simple caballero y cambiar su armadura y blasones con uno de sus soldados, para demostrar su valía en el combate y así enfrentarse por igual con Simón de Montfort. El objetivo cruzado era matar a cualquier precio y lo más rápido posible al rey aragonés; la defensa de la Iglesia, según frases que le dio el propio pontífice, justificaba todas las acciones; y, de este modo, Montfort encargó a dos de sus lugartenientes, Alain de Roucy y Florent de Ville, que abatieran al monarca, cayendo al suelo el caballero que vestía la armadura real. Pero, cuando Alain de Roucy comprobó que no se trataba del monarca aragonés, gritó al viento una frase que los trovadores han hecho legendaria: “Creía que el rey era más valiente jinete”. Pedro II, que se hallaba a pocos metros en pleno combate, al oírle, cometió el error de identificarse: “Yo soy el rey”. Aquellas palabras fueron el detonante que todos los cruzados aguardaban. Siguiendo el plan trazado por Montfort, en pocos segundos más de cincuenta cruzados, en una maniobra envolvente, aislaron al monarca de sus caballeros y soldados, y le dieron muerte, después de que el rey acabara con varios de ellos; una lanza atravesó el corazón de Pedro II, y su cuerpo, brutalmente acribillado a flechazos y estocadas de espadas, se desplomó.
La noticia de la muerte del monarca se extendió entre el resto del ejército aragonés, que fue completamente derrotado al verse sorprendido por un ataque por el flanco abierto por las tropas de reserva de Montfort. Los supervivientes emprendieron la retirada, desbordando al ejército tolosano que aún no había participado en el combate. Contagiados por el caos colectivo, corrieron todos a la desbandada por la llanura Joffrey, buscando las embarcaciones amarradas en la orilla de río, y siendo alcanzados por los caballeros franceses. Las bajas entre los derrotados se calculan en 17.000 hombres, muchos de ellos ahogados en las aguas del Garona, en un intento por cruzar a nado la corriente.
El cuerpo de Pedro II fue desnudado y golpeado sin contemplación alguna, y su estandarte –el del vencedor en Las Navas y coronado por el papa– igualmente pisoteado. Montfort, que rezaba en todo momento y era muy piadoso, no tardó en darse cuenta de la magnitud del desastre y, temiendo la cólera divina y la ira del pontífice, mandó recoger los restos del monarca aragonés, para orar ante ellos toda aquella tarde; después, se los entregó a los hospitalarios, quienes lo llevaron a Toulouse, donde fueron velados por las abadesas Eleonor y Sancha; a su lado, los cuer- pos de sus caballeros Aznar y Pedro Pardo, Gómez de Luna, Miguel de Lucía, Miguel de Rada, Blasco de Alagón, Rodrigo de Lizana y Huc de Mataplana. Más tarde, el cuerpo de Pedro II sería reconducido a España e inhumado en el monasterio de Sigena.
Simón de Montfort solo vivió cinco años más, ya que cayó muerto el 25 de junio de 1218, en un nuevo intento por conquistar Tolosa; sus restos reposan en el interior de la iglesia de Saint-Nazaire, de la Cité de Carcasona, en una sepultura de pared…, que