El asalto inglés a San Sebastián de 1813
En agosto de 1813, San Sebastián, ocupada entonces por las tropas francesas, sufrió el ataque de las tropas aliadas comandadas por el duque de Wellington. La batalla se decantó a favor de los ingleses, pero no de los donostiarras, que vivieron incrédulos una noche de rapiña y asesinatos nunca reconocida por sus autores y apenas tratada por los historiadores.
En 1806, el valido de Carlos IV de España, Manuel Godoy, firmaba un pacto secreto con Napoleón Bonaparte para permitir la entrada del ejército francés en territorio español, cara a una inmediata invasión de Portugal. Como pago por este servicio, Napoleón había prometido a Godoy la entrega de la corona portuguesa, sin saber éste que el auténtico fin del general galo era apoderarse de España, como finalmente sucedió.
Y es que una vez invadida la Península y depuesto Carlos IV, el hermano de Napoleón, José I, fue elegido para ocupar el trono
de España y fundar una nueva dinastía monárquica. Sin embargo, el alzamiento popular del 2 de mayo de 1808 dio al traste con estos planes, sumiendo al país en una cruenta guerra que contó con la participación de las tropas españolas, inglesas y portuguesas en un bando, y de las francesas en el otro. Ningún territorio español quedó al margen de esta guerra, si bien es verdad que algunos la sufrieron en mayor intensidad que otros.
Por su cercanía con la frontera, Guipúzcoa fue el primer territorio que sintió la presencia francesa. El contacto inicial se produjo el 19 de octubre de 1807, cuando el Primer Cuerpo de Observación de la Gironda cruzó el puente de Behobia. Un destacamento al que le seguirían los más de 50.000 hombres que, bajo el mando del general Murat, se movilizaron para ocupar la Península.
Ya en ese momento fueron muchos los guipuzcoanos que recelaron de la imponente presencia militar. Miedos que se vieron confirmados cuando el 17 de febrero llegó la noticia de la toma de Pamplona por los franceses. Fue entonces cuando el pánico se hizo sentir en la vecina San Sebastián.
En aquel tiempo, la capital de Guipúzcoa no era más que un conjunto de casas construidas en madera, encajonadas entre sí, formando calles estrechas y aledañas a un puerto. Apenas 500 viviendas protegidas por un fuerte situado en el monte que coronaba la ciudad, el de la Mota. Una población de 5.488 vecinos rodeados de marismas y que, sin embargo, disfrutaban de una importante situación estratégica por su cercanía con Francia e Inglaterra. Entre quienes percibieron su importancia militar se encontraba el propio Murat, quien no tardó en escribir a Napoleón sobre la necesidad de hacerse con esa ciudad, defendida entonces por apenas 1.500 soldados y capitaneados por el comandante de Guipúzcoa y duque de Mahón, Luis Antonio Betrón des Balbes.
Con el beneplácito de Napoleón, Murat hizo llegar al duque de Mahón una instancia para que permitiese la entrada de las tropas francesas, a lo que éste respondió que de buen grado lo haría, si no fuese porque necesitaba antes la autorización del rey de España. Según puede leerse en los diarios franceses, Murat estaba dispuesto a rendir la ciudad por la fuerza si fuera preciso. Afortunadamente, el permiso real llegó a tiempo y unos 400 soldados penetraron en la ciudadela sin más contratiempo, aunque, eso sí, quedando automáticamente relevado el duque de Mahón de su cargo. Su sustituto, como comandante general de Guipúzcoa, fue el general Pierre Thouvenot.
La capital de Guipúzcoa no era más que un conjunto
de casas construidas en madera, encajonadas entre sí, formando calles estrechas y aledañas a un puerto
LA LLEGADA DE LOS ALIADOS
Desde entonces y durante cinco años, San Sebastián vivió un período de relativa calma, ajena a las batallas y muertes que tanto sufrimiento estaban causando en otras partes de España. Aún se debaten las causas de esta paz. Para algunos historiadores, la fuerte presencia militar y la cercanía con Francia impedían toda sublevación popular, mientras que otros hablan de un abierto colaboracionismo con las tropas francesas. Así lo defendió también Godoy en una carta, señalando que “la ocupación de San Sebastián no fue un hecho de armas. El convencional Pinet consiguió seducir a ciertos habitantes de Guipúzcoa, prometiéndoles convertir la provincia en república independiente. Estos crédulos hombres entregaron la ciudad, a pesar de la buena voluntad de la guarnición, que habría estado deseando defenderla, para lo cual disponía de todos los medios, por lo menos durante mucho tiempo”. Y aún queda otra tercera posibilidad, que el comandante general de Guipúzcoa y duque de Mahón fuese un hombre al servicio de Napoleón, lo que explicaría la facilidad con la que entregó las llaves de la ciudad.
Sea como fuere, ese status quo cambió el 24 de junio de 1813, cuando llegó a San Sebastián, inmersa en la celebración del
Corpus Christi, la noticia de la caída de Vitoria a manos del comandante Wellington, jefe supremo de las tropas aliadas enviadas a la Península para liberarla de los franceses. Rápidamente, la intranquilidad se extendió por la ciudad y aún más cuando en los días sucesivos fueron llegando decenas de heridos y de afrancesados, empujados por las tropas aliadas y deseosos de huir a Francia para evitar las represalias inglesas.
El gobernador de San Sebastián era entonces el general francés Emmanuel Rey, quien, temiendo la llegada de Wellington, ordenó que evacuaran la ciudad todas aquellas personas no necesarias para defender las murallas. Según relata el historiador José Sada en su libro El asalto a la brecha (Txertoa, 2010), “salieron de la ciudad amurallas la mitad de los aproximadamente 5.500 donostiarras que la habitaban, quedando dentro, en sus casas, los más ancianos, los sacerdotes, las criadas y los modestos comerciantes que intentaban defender sus negocios”.
Para defender la ciudadela, Rey contaba con apenas 3.200 hombres, por lo que intensificó el envío de cartas a París solicitando tropas de refuerzo. Solo un pequeño contingente de hombres, municiones y víveres llegarían a la ciudad en las semanas siguientes procedentes de Bayona y San Juan de Luz.
Para finales de junio, la ciudad ya estaba completamente rodeada por tropas españolas y desde el 3 de julio sus comunicaciones por mar cortadas gracias a un embargo marítimo formado por una fragata, una corbeta, dos bergantines y varias lanchas inglesas. Al son de los primeros cañonazos, el 28 de junio, Rey ordenó cerrar las puertas de la muralla, impidiendo la salida de aquellos ciudadanos que no se fueron cuando pudieron hacerlo. Para muchos de estos no volverían a abrirse jamás.
LAS PRIMERAS LÁGRIMAS
El 7 de julio, el general sir Thomas Graham ordenó sustituir a los soldados españoles por las tropas inglesas y portuguesas bajo su mando, distribu yéndolas por diferentes puntos estratégicos aledañas a San Sebastián. Dos cañones y cuatro obuses, así como 18 cañones menores, se colocaron en el colindante monte Ulía, para bombardear la ciudad cómodamente.
Mientras, dentro de las murallas los soldados franceses caían presas del pánico, pagando sus miedos con la población local. La paz y la concordia mantenidas durante los cinco años previos se rompieron abruptamente.
La explosión de los barriles de pólvora colocados en las galerías de agua marcó el inicio de la batalla
Cuando Graham tuvo sus tropas bien dispuestas, comenzó el ataque. El 20 de julio las baterías aliadas abrieron fuego contra las murallas y las casas, para dar cobertura a las tropas de infantería. Sin embargo, el mal tiempo hizo abortar el ataque hasta el día siguiente, lo que fue aprovechado por los aliados para parlamentar con el general Rey su rendición. Como el francés se negó siquiera a recibir al mensajero, el bombardeo se reanudó con el regreso del buen tiempo.
El primer objetivo que alcanzaron fue el puente de Santa Catalina, que unía la ciudad con tierra firme atravesando las marismas. Y con él, las galerías de agua que discurrían bajo las murallas. La idea era colocar en ellas decenas de barriles de pólvora para provocar el derrumbe de las defensas. Y así se hizo, a la espera del momento para encender las mechas. Con todo dispuesto, Graham ordenó el presumible ataque final. Era el 23 de julio.
El ataque se inició con el bombardeo de la ciudad y con el envío de 2.000 soldados aprovechando la bajamar, pero entonces sucedió lo imprevisto. La artillería había ocasionado un aparatoso incendio cerca de la muralla que impedía la visibilidad de los soldados ingleses y que aportaba una ventaja táctica a los defensores. Así que el primer asalto quedó pospuesto al día 25.
En la mañana de esa jornada, la explosión de los barriles en las galerías de agua marcó el inicio de la batalla. Las murallas resistieron la explosión e, irónicamente, la deflagración sirvió para que los franceses se hicieran fuertes en su posición, mientras que las tropas portuguesas, desorientadas por el humo, no pudieron más que retroceder a sus líneas, sufriendo una gran mortandad.
Siguiendo el código de honor de la época y las leyes de la guerra, los heridos, tanto franceses como aliados, fueron bien recibidos por los donostiarras, atendiéndoles en la llamada iglesia de San Vicente, donde recibieron chocolate, ropa y medicinas por parte del párroco León Luis de Gainza. Tanta atención provocó las suspicacias de los franceses que, al enterarse de esos cuidados y por miedo a que se fraguaran pactos secretos, ordenó el encierro de los heridos en los calabozos del fuerte.
Fue entonces cuando Wellington supo que el mariscal francés Soult había entrado en Navarra, muy posiblemente para ayudar a las tropas sitiadas. Su reacción fue rápida. Ordenó a Thomas Graham suspender el ataque a San Sebastián y llevar la artillería para enfrentarse a Soult, que ya combatía contra un pequeño ejército aliado. La inesperada tregua sirvió para que los sitiados cogiesen aliento y reorganizasen sus defensas, aun-
que a los tres días los cañones ingleses volvieron a sus emplazamientos. Soult había sido derrotado y la ilusión de ayuda francesa quedaba definitivamente rechazada.
Para entonces, el agua y los alimentos escaseaban y los pocos donostiarras que quedaban maldecían no haberse marchado cuando pudieron hacerlo. En un intento de proteger sus vidas, los franceses pidieron a los aliados que no se bombardease el casco urbano y que se tratase a los habitantes con humanidad, fuese cual fuese el resultado de la contienda. Los encargados de realizar tal propuesta fueron los ciudadanos José María de Leizaur y Joaquín Gregorio de Goicoa, pero ninguno de ellos pudo hablar personalmente con Wellington, pese a que lograron llegar hasta el pueblo navarro de Lesaca, donde el general mantenía su cuartel.
Otra versión menos romántica cuenta cómo los donostiarras se ofrecieron a los aliados para participar en un complot que derrocase a los franceses del castillo de la Mota, a cambio de que no se destruyera la ciudad. Según esta teoría, los líderes del plan fueron descubiertos a tiempo por los franceses y encerrados en las mazmorras.
EL ASALTO FINAL
Así las cosas, entre los días 25 y 31 de agosto la ciudad sufrió un intensísimo bombardeo que obligó a los residentes a refugiarse en sus casas. La lucha era tan intensa que en un informe enviado a Napoleón se decía: “El fuego es violento en San Sebastián, donde