Así suena España
El sonido pertenece a eso que se ha venido en llamar nuestro “patrimonio inmaterial”. Como los propios hechos, forman parte de la esencia misma de nuestra historia, de nuestras costumbres y quehaceres de otro tiempo. Los sonidos no son de aquí y de allá.
¿ En cuántas ocasiones ha resultado crucial la percepción o la impercepción de un sonido en el transcurso de la historia? Difícil evaluarlo, pero con toda seguridad son numerosas. Para hacernos una idea, pensemos que si el responsable de comunicaciones del barco más cercano al Titanic no se hubiera echado a dormir, desoyendo las llamadas de socorro, el balance de víctimas hubiera sido bien distinto. Recordemos también, por poner otro ejemplo, que cuando Alvar Núñez Cabeza de Vaca descubrió en 1542 las Cataratas de Iguazú, no hizo sino acudir al rugido del agua, que podía oírse desde la espesura de la selva durante la travesía del conquistador en dirección a Asunción de Paraguay.
La acústica pudo decantar la balanza de un lado u otro en cualquier batalla, o incluso ser el revulsivo necesario durante un episodio revolucionario. Pero, por lo general, el sonido ha quedado relegado a ser parte del anecdotario de la historia, como si de un “adorno” de los verdaderos hechos se trata- ra. Nuestra intención, sin embargo, no sería tanto rastrear aquellos momentos históricos en que el sonido fue determinante en acontecimientos concretos –tarea apasionante–, sino reivindicar el sonido en sí como parte de nuestra identidad antropológica y cultural, como una referencia que se ha ido perdiendo con el transcurso de los años, a medida que fueron apareciendo en escena nuevos modos de vida.
LO ACÚSTICO EN LA EVOLUCIÓN
El sonido, en primer lugar, puede analizarse atendiendo a su importancia para la supervivencia. Con toda seguridad, la función de lo acústico fue esencial para nuestros ancestros. El cazador del Paleolítico Superior, desprovisto como estaba de un sentido del olfato lo suficientemente desarrollado, dependía de la agudeza visual y auditiva para localizar a sus presas o ponerse a salvo de sus predadores. Pero el sentido de la vista, lejos de lo que pudiéramos imaginar, debió de confirmar lo percibido acústicamente y no al contrario.
Hay razones más que suficientes para afirmar que esto debió ser así. En primer lugar los ecosistemas del hombre cazador eran más tupidos y frondosos, impidiendo la visión a larga distancia si no se contaba con elevaciones y oteros naturales desde los cuales dominar el terreno. Nuestros ancestros, además, se relacionaban con el medio de forma muy similar a como lo hacía el resto del mundo animal. Era de crucial importancia para el hombre prehistórico saber percibir cualquier variación acústica procedente de otras especies más sensibles, especialmente las aves, que emitían señales de alarma o guardaban silencio, presagio de la posible presencia de animales ajenos al entorno en cuestión y oportunistas depredadores.
Sin lugar a dudas, nuestros antecesores estaban inmersos en un medio de preeminencia acústica, lo que sentaría las bases de su posterior desarrollo y de su comunicación. El olfato, la vista y el tacto participaban junto al oído en muchísimas cuestiones cruciales relacionadas con la supervivencia, como la