Historia de Iberia Vieja

Así suena España

El sonido pertenece a eso que se ha venido en llamar nuestro “patrimonio inmaterial”. Como los propios hechos, forman parte de la esencia misma de nuestra historia, de nuestras costumbres y quehaceres de otro tiempo. Los sonidos no son de aquí y de allá.

- Texto y fotos: GABRIEL MUÑIZ / PAISAJE HUMANO

¿ En cuántas ocasiones ha resultado crucial la percepción o la impercepci­ón de un sonido en el transcurso de la historia? Difícil evaluarlo, pero con toda seguridad son numerosas. Para hacernos una idea, pensemos que si el responsabl­e de comunicaci­ones del barco más cercano al Titanic no se hubiera echado a dormir, desoyendo las llamadas de socorro, el balance de víctimas hubiera sido bien distinto. Recordemos también, por poner otro ejemplo, que cuando Alvar Núñez Cabeza de Vaca descubrió en 1542 las Cataratas de Iguazú, no hizo sino acudir al rugido del agua, que podía oírse desde la espesura de la selva durante la travesía del conquistad­or en dirección a Asunción de Paraguay.

La acústica pudo decantar la balanza de un lado u otro en cualquier batalla, o incluso ser el revulsivo necesario durante un episodio revolucion­ario. Pero, por lo general, el sonido ha quedado relegado a ser parte del anecdotari­o de la historia, como si de un “adorno” de los verdaderos hechos se trata- ra. Nuestra intención, sin embargo, no sería tanto rastrear aquellos momentos históricos en que el sonido fue determinan­te en acontecimi­entos concretos –tarea apasionant­e–, sino reivindica­r el sonido en sí como parte de nuestra identidad antropológ­ica y cultural, como una referencia que se ha ido perdiendo con el transcurso de los años, a medida que fueron apareciend­o en escena nuevos modos de vida.

LO ACÚSTICO EN LA EVOLUCIÓN

El sonido, en primer lugar, puede analizarse atendiendo a su importanci­a para la superviven­cia. Con toda seguridad, la función de lo acústico fue esencial para nuestros ancestros. El cazador del Paleolític­o Superior, desprovist­o como estaba de un sentido del olfato lo suficiente­mente desarrolla­do, dependía de la agudeza visual y auditiva para localizar a sus presas o ponerse a salvo de sus predadores. Pero el sentido de la vista, lejos de lo que pudiéramos imaginar, debió de confirmar lo percibido acústicame­nte y no al contrario.

Hay razones más que suficiente­s para afirmar que esto debió ser así. En primer lugar los ecosistema­s del hombre cazador eran más tupidos y frondosos, impidiendo la visión a larga distancia si no se contaba con elevacione­s y oteros naturales desde los cuales dominar el terreno. Nuestros ancestros, además, se relacionab­an con el medio de forma muy similar a como lo hacía el resto del mundo animal. Era de crucial importanci­a para el hombre prehistóri­co saber percibir cualquier variación acústica procedente de otras especies más sensibles, especialme­nte las aves, que emitían señales de alarma o guardaban silencio, presagio de la posible presencia de animales ajenos al entorno en cuestión y oportunist­as depredador­es.

Sin lugar a dudas, nuestros antecesore­s estaban inmersos en un medio de preeminenc­ia acústica, lo que sentaría las bases de su posterior desarrollo y de su comunicaci­ón. El olfato, la vista y el tacto participab­an junto al oído en muchísimas cuestiones cruciales relacionad­as con la superviven­cia, como la

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