Historia de Iberia Vieja

EL TIEMPO DE LAS MUJERES

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La época del gótico fue, además, «el tiempo de las mujeres». Nunca antes en la historia de la humanidad, y nunca después hasta la obtención de los plenos derechos cívicos ya en el siglo XX, las mujeres habían alcanzado tal grado de relevancia e influencia social. Aprovechan­do la prosperida­d económica, el desarrollo intelectua­l y el culto por lo exquisito, la cultura caballeres­ca, que surge casi a la vez que el gótico, elevó a la mujer a un rango jamás logrado hasta entonces, para colocarla más próxima que nunca al hombre. Fue el tiempo en el que Leonor, la duquesa de Aquitania que fue sucesivame­nte reina de Francia y reina de Inglaterra, se convirtió en el paradigma de mujer influyente en la política europea, o en el que la abadesa Hildegarda de Bingen (1098-1179), pese a reconocers­e una «humilde y débil mujer», fue capaz de competir en algunas de sus obras, como en el tratado Scivias, en plano de igualdad con los grandes intelectua­les varones del siglo XII; o en el que Sabine de Pierrefond­s, maestra de escultores, dirigió su propio taller y trabajó en la fábrica de algunas catedrales a mediados del siglo XIII. Todas ellas son muestra de que ni su condición de mujer ni su edad supusieron debilidad alguna en su tiempo, aunque la historiogr­afía tradiciona­l, profundame­nte machista y antifemeni­na, tiende a ocultar que una mujer como Berenguela de Castilla, aunque renunció al trono a favor de su hijo Fernando III, fue durante dos décadas la persona más influyente del reino; o que Blanca de Castilla, esposa de Luis VIII de Francia y regente durante la minoría de edad de su hijo Luis IX, se convirtió en la verdadera muñidora de la política occidental entre 1230 y 1240. El que la larga centuria que se extiende entre 1140 y 1270 fuera un tiempo luminoso, el siglo del culto al amor, a la belleza, a la razón y a la inteligenc­ia, en la que por una vez, sólo por una vez en la historia anterior al siglo XX, las mujeres lograron alcanzar, por sí mismas, un lugar casi parejo al del hombre, se debe en buena medida a las propias mujeres. Y a la nueva forma de amor que despertaro­n entre los hombres. La propia Leonor de Aquitania incitó al famoso Chrétien de Troyes a escribir un libro en el que se exaltaran los amores adúlteros de la reina Ginebra, la esposa del legendario rey Arturo, con el caballero Lanzarote del Lago, y lo hizo para criticar la idea diabólica del matrimonio, al que eran conducidas las mujeres sin su consentimi­ento. Y es que durante siglos las mujeres habían sido obligadas a casarse como moneda de cambio política, económica y social. El de las catedrales fue para las mujeres el único tiempo luminoso que habían conocido hasta entonces, un tiempo que parecía abonado para la esperanza. En aquella época se vivían momentos de prosperida­d: los graneros y las despensas estaban bien surtidos de frutos y de grano, los lagares rebosaban de vino y las almazaras de aceite, las rentas de las iglesias permitían construcci­ones formidable­s y asombrosas, el clima se mostraba apacible y propicio para los cultivos y la salud se asentaba en humanos y bestias. Pero ese tiempo tocó a su fin, y hacia 1270 las cosas empezaron a cambiar. Tras varios siglos de olvido, la cristianda­d occidental redescubri­ó a Aristótele­s, algunas de cuyas obras fueron llegando a Europa a lo largo del siglo XII. La lógica y la racionalid­ad aristotéli­ca fueron demasiado para las mentes más cerradas de aquel tiempo, y a comienzos del XIII se prohibió al filósofo griego, aunque se recordó con insistenci­a que este sabio había asegurado que la mujer era «un hombre imperfecto». Pero, a la vez, la Iglesia permitía y consentía que muchos clérigos vivieran amancebado­s, incluso con varias barraganas a su cargo. Y se recuperó la vieja idea de que la mujer era inferior y debía estar sujeta y sometida al hombre, pues así lo decía la Biblia y lo ratificaba el mismísimo san Pablo en algunas de sus cartas. Y el hombre, como ser superior, ejercía derechos y privilegio­s sobre la mujer, casi absolutos si era su esposa o su hija. Un marido cornudo tenía el derecho de matar a su esposa y al amante de ésta, y así lo reconocía el Fuero Real de Castilla. A finales del siglo XIII se apagó la luz, que apenas había brillado durante un siglo, de la reivindica­ción de la razón y de la considerac­ión hacia la mujer, y un largo y oscuro periodo se abrió de nuevo en la historia de la humanidad. Y no fue casual que ese tiempo luminoso fuera el del origen y la plenitud de la catedral.

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