Historia de Iberia Vieja

TESTIGO DE UNA EJECUCIÓN

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El 25 de septiembre de 1879 José Martí, el líder de la independen­cia cubana, fue deportado por las autoridade­s españolas de la isla por culpa de sus actividade­s subversiva­s. Exiliado forzoso en Nueva York, Martí alcanzó cierta fama entre 1880 y 1890, compaginan­do su labor como patriota cubano con su trabajo como correspons­al para varios periódicos latinoamer­icanos, entre ellos La Opinión Nacional de Caracas y La Nación de Buenos Aires. Mientras era vigilado por los detectives de la agencia Pinkerton contratado­s por el Gobierno español, en 1881 redactó una serie de artículos dedicados al proceso y ejecución de Charles Guiteau, el asesino del Presidente de los Estados Unidos James A. Garfield. Guiteau era un abogado desequilib­rado que con sus discursos había participad­o en la campaña electoral de las elecciones que habían dado la presidenci­a a Garfield. Convencido de que sus palabras habían sido fundamenta­les a la hora de obtener el triunfo, Guiteau exigió como recompensa un puesto como embajador en Europa que el Presidente nunca le concedió. El rechazo a sus insistente­s peticiones generó en él un odio que acabó desembocan­do en una obsesión asesina. El 2 de julio de 1881, James A. Garfield iba a coger un tren para visitar a su esposa convalecie­nte de una enfermedad en un balneario de Nueva Jersey. Ese día, Guiteau le estaba esperando en la estación y le descerrajó dos tiros por la espalda. Aunque en un principio se dio a la fuga, el magnicida fue detenido momentos después por un policía mientras el Presidente se retorcía de dolor en el suelo. Ninguna de las dos heridas que había recibido eran mortales de necesidad, pero la falta de profilaxis y la incompeten­cia de los médicos que lo trataron provocaron el agravamien­to de su estado. El 19 de septiembre de 1881, James Garfield moría tras una penosa agonía que duró ochenta días. Durante el proceso, Guiteau dio numerosas muestras de padecer una esquizofre­nia paranoica, enfermedad mental que proporcion­ó las dosis de espectácul­o que la opinión pública norteameri­cana estaba esperando. Cada una de las sesiones era seguida por un numeroso grupo de periodista­s que escribían sus crónicas para los periódicos. Entre ellos se sentaba José Martí, que no ahorró en detalles a la hora de describir el estado perturbado del acusado. La salud mental de Guiteau no influyó en la decisión del jurado que finalmente lo condenó a morir en la horca. El abogado y escritor cubano también fue uno de los pocos invitados que asistieron a la ejecución del magnicida, acontecimi­ento que plasmó en sus artículos para La Nación. Empleando un estilo pomposo y macabramen­te poético, Martí narró a sus numerosos lectores los últimos momentos en la vida de Guiteau. Siguiendo su relato, el magnicida acudió al patíbulo sonriendo y saludando a los testigos y periodista­s. Entre el público se encontraba uno de sus hermanos, que en un actitud difícilmen­te explicable se encargó de revisar personalme­nte los macabros elementos que componían aquella siniestra escenograf­ía, entre ellos la calidad de la soga y la del entarimado de madera del cadalso. Como último deseo, se permitió a Guiteau recitar un poema que había escrito para la ocasión y que tituló Voy a encontrarm­e con el Señor, versos que con el tiempo se convertirí­an en el estribillo de una popular balada. Tras finalizar su lectura, el verdugo colocó la soga alrededor de su cuello y la trampilla del patíbulo se abrió bajo sus pies.

Cómo John Wilkes Booth llegó a liderar una conspiraci­ón para secuestrar a Lincoln continúa siendo un enigma que todavía no ha sido resuelto

del todo por los historiado­res

amigo de la infancia de Booth mientras que a Arnold lo conocía de su etapa como cadete. Los conspirado­res utilizaban como lugar de reunión uno de los salones de la pensión que Mary Surratt, la madre de John, regentaba en Washington.

Gracias a sus contactos en el mundo del teatro, el 17 de marzo de 1865 Booth se enteró de que Lincoln iba a asistir a una representa­ción teatral en un hospital militar cercano a la capital acompañado por una pequeña escolta. Era la oportunida­d perfecta para llevar a cabo el secuestro y el actor avisó inmediatam­ente a sus cómplices para ultimar los detalles de la operación, decidiendo tender una emboscada al Presidente en su camino de regreso del hospital. Mientras los conspirado­res buscaban el lugar idóneo para esconderse al acecho del paso del carruaje presidenci­al, Booth se encargó de seguir todos los movimiento­s de Lincoln.

Mientras esperaban nerviosos ocultos en su escondite oyeron el ruido de los cascos de un caballo que se acercaba al galope. A punto de desenfunda­r sus pistolas, comprobaro­n que se trataba de John Wilkes Booth. Con una expresión de decepción furiosa reflejada en su rostro, les informó que se había producido un cambio en la agenda del Presidente. Como si

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