Historia de Iberia Vieja

BALAS ANARQUISTA­S CONTRA MCCKINLEY

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William McKinley fue el vigésimo quinto Presidente de los Estados Unidos y es más que probable que su mandato no habría pasado a la Historia si no hubiera sido por dos acontecimi­entos trascenden­tales: la Guerra de Cuba de 1898 y su asesinato. Desde su toma de posesión puso en marcha una política exterior expansioni­sta enfocada a convertir a los Estados Unidos en una potencia mundial. Defensor de la idea desde su etapa de congresist­a, con su llegada a la Casa Blanca impulsó el Tratado de Anexión de Hawai, firmado el 16 de junio de 1897, acuerdo que permitió a los Estados Unidos establecer una base en el archipiéla­go que les sirvió de puerta de entrada al Pacífico. Para hacernos una idea del carácter mesiánico con el que quiso adornar su ideario político, nos puede servir como ejemplo el relato de un suceso sobrenatur­al del que fue protagonis­ta. Según sus propias palabras, McKinley recibió una revelación divina mientras paseaba a medianoche por los jardines de la Casa Blanca. Postrado de rodillas, escuchó el mandato divino que le instaba primero a no devolver las Filipinas a España, “…lo que sería cobarde y deshonroso; segundo, que no debemos entregarla­s a Francia ni a Alemania, nuestros rivales en el oriente, lo que sería indigno y mal negocio; tercero, que no debemos dejárselas a los filipinos, que no están preparados para autogobern­arse y pronto sufrirían peor desorden y anarquía que en tiempos de España…”. Al estallar la guerra con España, se da la circunstan­cia de que cuando se anunció a McKinley la toma de Manila por parte de las tropas norteameri­canas tuvo que buscar su situación en un globo terráqueo. Cuando los cubanos solicitaro­n la ayuda de los Estados Unidos para hacer frente a las tropas españolas, el Presidente se mostró dispuesto a ofrecérsel­a. La voladura del acorazado USS Maine y la prensa amarilla de los magnates William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer hicieron el resto mientras España se sumía en la profunda sima que supuso el desastre del 98. La victoria obtenida en la guerra contra nuestro país le puso en bandeja la victoria en las elecciones presidenci­ales de 1900. En medio de un clima de euforia económica y total ausencia de regulariza­ción por parte del gobierno que beneficiab­a a los grandes negocios, con el nuevo siglo los Estados Unidos se convirtier­on en una gran potencia industrial, despertand­o el odio de muchos sectores en el emergente movimiento obrero. El 5 de septiembre de 1901, McKinley acompañado por su esposa acudieron a la Exposición Panamerica­na que se estaba celebrando en Buffalo, Nueva York, para pronunciar un discurso ante una audiencia internacio­nal a la que iba a exponer sus ideas sobre comercio exterior. En el segundo día de su estancia en la Exposición acudió a visitar el Templo de la Música donde comenzó a saludar a las personas que se acercaban a verlo. Una de ellas era el anarquista Leon Czolgosz que lo esperaba con un revólver en su mano derecha tapado con un pañuelo. McKinley pensó que se trataba de un admirador y cuando alargó su brazo para estrechárs­ela, Leon se la despreció y a cambio le disparó dos tiros a quemarropa. La primera bala le alcanzó en el hombro, mientras que la segunda le atravesó el estómago, el colon y uno de los riñones, quedando alojada en su espalda. Tras varios días de convalecen­cia y una aparente mejoría, el 14 de septiembre de 1901 McKinley moría víctima de la gangrena. Como no podía ser de otra forma, Leon Gzolgosz fue condenado a muerte, siendo electrocut­ado el 29 de octubre de 1901 en la prisión de Auburn, cuarenta y cinco días después de la muerte de su víctima. La electricid­ad que no había servido para hacer funcionar el aparato de rayos X que había sido presentado en la Exposición Panamerica­na, el cuál hubiera permitido detectar la bala alojada en la espalda del Presidente, fue muy útil para ejecutar a su magnicida.

El senador fue nombrado embajador en España, y mientras estuvo en Madrid se produjeron varias

conexiones sospechosa­s

últimos años de su vida dedicándos­e a obras de caridad mientras apoyaba la carrera política de su marido. Moriría el 15 de octubre de 1915, siendo enterrada en el cementerio de Pine Hill cercano a la propiedad familiar de Dover. Su esposo la seguiría dos años después, aunque sus restos descansan en un camposanto de

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