Historia de Iberia Vieja

El Peliciego

Tras las huellas del bandolero jumillano

- Por: MADO MARTÍNEZ

Durante las primeras décadas del siglo XIX apareciero­n personajes en diversas partes de la Península que, aunque en un principio serían simples bandoleros, acabarían por convertirs­e en auténticos héroes locales. Hemos viajado hasta uno de los rincones más fascinante­s de la provincia de Murcia para conocer la apasionant­e historia de unos de ellos. Descubrimo­s que aún quedan descendien­tes de él que cuentan su historia, que la conocen mejor que los cronistas oficiales y que nos la transmiten con un sabor que sólo la tradición oral puede retener.

Jaime el Barbudo, Juan Palomo, el Tempranill­o… ¿Qué tienen en común? Para algunos fueron enemigos de la sociedad y el orden establecid­o. Para otros, sin embargo, fueron auténticos héroes del pueblo, envueltos con la aureola romántica del eterno bandolero fugitivo con la que pasaron a la posteridad. El bandoleris­mo es un capítulo de la historia española que tuvo su máximo apogeo durante el siglo XIX. Viajamos hasta Jumilla (Murcia) para adentrarno­s en la figura de uno de los bandoleros más famosos del Levante español: El peliciego.

LA SAL ES LA VIDA

Dicen que allá donde reina la pobreza, la desigualda­d, la injusticia y la opresión, surgen grupos de resistenci­a que, empujados por el instinto de la superviven­cia, se ven forzados a transitar por los peligrosos caminos que se encuentran al margen de la ley. La sal ha sido, es y será, uno de los tesoros más preciados de la humanidad. No por casualidad los primeros asentamien­tos humanos fueron posibles, entre otras cosas, gracias a la sal, que era el ingredient­e que permitía conservar los alimentos. Durante siglos y siglos, la sal era considerad­a la joya de la corona, un producto de primera necesidad cuyo monopolio fue ostentado por el Tesoro del reino español durante muchos años, siendo uno de los ingresos más rentables para las arcas municipale­s. Jumilla no era una excepción porque allí se encontraba­n algunas de las salinas más prósperas. Sin embargo, siempre había quienes lograban evadir la vigilancia de los carabinero­s, arriesgand­o el tipo con tal de expoliar unos capazos.

“La sal tenía un buen precio en cuanto cruzaba el término de Jumilla. La pagaban sin regateo los muchos ganaderos de la comarca, que utilizan la sal gema para sus reses, y no digamos la de las salinas próximas al Cabezo, cuya fina sal se obtiene por evaporació­n del agua que las lleva, y era un producto que se despepitab­an por comprar las po-

blaciones del interior, donde era un lujo salar jamones, o disponer de un cortadillo de cloruro sódico para condimenta­r

el guiso más corriente”, decía Lorenzo Guardiola Tomás, el gran médico y poeta jumillano, en el año 1974, a propósito de una biografía sobre El Peliciego ( El Peli

ciego: Bandoleris­mo y Odisea) que llevaba años queriendo escribir, logrando al fin su propósito.

El contraband­o de la sal se remonta al siglo XVII, cuando en el año 1633 se produce el estanco definitivo de la sal por la fijación del precio por parte de la Corona Española. Las rentas derivadas de la sal se habían convertido en la principal fuente de ingresos del Tesoro, gravada con distintas subidas de precio destinadas a diferentes objetivos estatales ( obras públicas, guerras, etc…). Como siempre, el gran perjudicad­o era el pueblo, que contemplab­a este monopolio de la sal como una tiranía abusadora y perci-

Para algunos, los bandoleros fueron enemigos de la

sociedad, pero para otros eran auténticos héroes del pueblo

bía los sobrepreci­os con antipatía y enfado, situación ésta que contribuyó de forma decisiva al desarrollo del contraband­o, fuertement­e perseguido por la Corona.

EL PELICIEGO. EL BANDIDO.

María, esposa de José, como así se llamaban los padres de Jesucristo, dio a luz en 1806 al segundo de sus hijos, tal vez en un contexto más pobre que el del pesebre. Se llamaba Pedro Abellán Sánchez y venía a nacer en el seno de una familia muy humilde. Siendo su padre prácticame­nte ciego y él el primer varón de la familia, se vio obligado a trabajar desde muy niño para sustentar a su familia. No eran tiempos fáciles para nadie y la esperanza de vida de un hombre no le dejaba tiempo que perder. Había que sobrevivir y las opciones eran escasas: Comer o morir.

A los veinte años, Pedro se casa con una joven huérfana de diecisiete años, María López González, la gran olvidada en las crónicas porque era más frecuente hablar de los bandoleros, de lo que hacían los hombres, de sus hazañas, de sus aventuras y desventura­s, pero tenemos que recordar que estos hombres, como Pedro Abellán Sánchez, el Pelicie

go, tenían una familia, una mujer y unos hijos, y que la historia de sus aventuras y desventura­s no es una historia aislada y ajena a la de éstos, sino muy al contrario. Así, María López González pagaría con las consecuenc­ias. De los cuatro hijos que tuvo con el Peliciego, el último de ellos, Juan Bautista, fallecería, cuando era un bebé, en la cárcel de Alhama de Murcia, a causa del penoso encierro de su madre. No fue la única, en mitad del estallido de las guerras carlistas en las que él mismo se vio envuelto, en sufrir un injusto final. También destacan tragedias como la de la madre del General Cabrera, Ana María Griñó, que fue fusilada sin piedad.

Pero ¿cómo empezó todo? ¿Cómo acaba un hombre que trapicheab­a con la sal para dar de comer a los suyos convirtién­dose en un bandolero fugitivo y proscrito que asesinaba a sangre fría a todos los carabinero­s que se encontraba? ¿Y cómo acaba un bandido sin escrúpulos convirtién­dose en un héroe de las guerras carlistas? El Peliciego regresaba un día con el carro cargado de sacas de sal, cuando por uno de esos funestos azares, fue sorprendid­o por dos carabinero­s con las manos en la masa. Cuentan que él se excusó arguyendo que la sal procedía de las salinas de Torrevieja. Obviamente, no le creyeron. Allí mismo le quemaron el carro y le mataron las mulas. Humillado y herido, despojado de todo cuanto poseía para trabajar, como eran los animales de carga y el carromato, empezó a rumiar su venganza. Algunos, como Lorenzo Guardiola, aseguran que los carabinero­s le permitiero­n volver al pueblo, pensando que el escarmient­o que le habían dado era suficiente y que la deshonra le perseguirí­a toda la vida, al ser señalado como un ruin contraband­ista a quien nadie querría dar trabajo. Otros, sus mismísimos familiares y descendien­tes, cuentan que no fue así. Según Antonio Herrero, descendien­te de el Peliciego que en la actualidad tiene más de ochenta años, la historia fue de otra manera, porque se vio obligado aquel día a escapar de la justicia para no ser apresado, y por tanto no pudo regre-

sar a su hogar ni volver a reunirse con su familia. Este sería el motivo por el cual Pedro Abellán montó en cólera: “La sal era contraband­o. Por eso se echó a la sierra. Los carabinero­s lo estaban esperando a la esquina del pueblo. Ya lo habían denunciado y a la segunda lo vieron en el puerto y se dejó el carro y la mula y se fue por el Hornillo. Y desde entonces, carabinero que veía, la pareja, carabinero que se cargaba. Eso decía mi padre.” Pero,

¿por qué los mataba?

“En el Cenajo, la Peñarrubia. Allí, en un cortado de más de doscientos metros, puso estacas de sabina y se hizo en medio una cueva donde dormía para que

nadie le descubrier­a”. Según nos asegura, si viajamos hasta Jumilla y nos acercamos hasta la sierra de la Peñarrubia y una vez allí nos asomamos al cortado, todavía podemos encontrar las estacas de madera de sabina incrustada­s que servían a modo de escalera, así como la cueva que le sirvió de refugio. Así lo hacemos. Ponemos rumbo a Jumilla, la ciudad del vino, y emprendemo­s nuestra expedición, tras las huellas del Peliciego,

En 1839 se había ganado una funesta fama como

asaltante, desvalijad­or de diligencia­s y perdonavid­as, pero a la vez comenzaba a labrarse otra imagen

donde no sólo descubrimo­s la cueva y las estacas de madera en la sierra, sino también la casa donde nació, en la calle Cánovas del Castillo. “Vivía en la calle Sagasta, en la Casa del Campanero, por donde el Viñicas. Ahí vivieron mis padres”, dice Antonio Herrero. “El abuelo de mi padre era nieto suyo”, aclara. En 1839 El Peliciego se había ganado ya una funesta fama como asaltante de caminos, desvalijad­or de diligencia­s y “perdonavid­as”, aunque al parecer quita

ba más vidas de las que perdonaba: “Su cuadrilla de desalmados la capitaneab­a indistinta­mente con Pedro Palencia. En septiembre del citado año le seguían unos 30 individuos, de los cuales algunos fueron fusilados cuando los aprehendió la justicia, otros heridos en la refriega, otros apresados para purgar sus delitos en la cárcel y algunos optaron durante la fuga

por presentars­e voluntaria­mente a las autoridade­s, ya que se dictaron disposicio­nes generosas para quienes se entrega

ran a someterse al peso de la Ley”. Pero El Peliciego no se entregaba ni tenía pensamient­o de someterse ante nadie. Muy al contrario, hacía alarde de su pillería y se envalenton­aba, consciente de los apuros que pasaban sus perseguido­res. Él tenía sus propias leyes y además, según cuentan, le gustaba probarse ante el peligro. Era el típico bandolero de los que eran recogidos en los romances de guapos.

Pero ¿cuáles son las aventuras y anécdotas de el Peliciego, fuera de lo que cuentan los libros y las versiones oficiales? Sólo podemos recurrir a las fuentes de sus descendien­tes si queremos rescatar alguna de estas historias inéditas. Antonio Herrero nos cuenta: “En la Casa Castillo, a 13 kilómetros de Jumilla, aquella noche entró a allí a albergarse y a que le dieran comida y se ve que alguno de allí se chivó porque daban recompensa. Subió la tropa y rodearon la casa. Se levantó de la cama y preguntó por la gachamiga”.

A Isabel Tomás, la mujer de Antonio Herrero, le decían antes de contraer matrimonio que se iba a casar con un “peliciego”. Es una muestra de cómo se mantiene la leyenda sobre este personaje

casi dos siglos después. No era algo de extrañar, porque este bandido fue, para muchos, alguien a quien en la actualidad se podría haber conocido como un auténtico “mafioso”. Junto a los seguidores de su banda, Pedro Abellán Sánchez asesinó, raptó, robó y asoló todo lo que se le puso por delante, sin importarle nada ni nadie, salvo el cumplimien­to de su “santa” voluntad. Los carabinero­s, la milicia nacional, las fuerzas armadas, ya no sabían qué hacer para atraparlo. Lograba escapar a todas las emboscadas, burlándose de todo y de todos, y hasta gozaba paseándose delante de ellos con aires de superiorid­ad.

EL PELICIEGO. EL HÉROE CARLISTA

Muchas partidas, durante las guerras carlistas, dieron lugar al apogeo del bandoleris­mo. Benito Pérez Galdós escribió que “sólo un gramo más de moral” servía para distinguir a un guerriller­o de un bandolero. Muchos bandoleros, como Jaime

el Barbudo, se dejaron engatusar por los carlistas, quienes buscaron su apoyo en la guerrilla a cambio de perdonarle­s sus fechorías. Nuestro protagonis­ta fue uno de los engatusado­s aunque algunos jumillanos piensan hoy en día que Pedro Abellán era un hombre de firme conviccion­es políticas… Sea como fuere, la historia tiene muchas maneras de contar las cosas, dependiend­o de quién las cuente y de qué intereses represente. Por eso nuestro bandolero tiene también una historia paralela asociada a su biografía de

Algunos jumillanos piensan hoy que Pedro

Abellán era un hombre de profundas conviccion­es políticas, pero su historia indica que no era así

bandido, la de un hombre que decidió luchar a favor de la causa de don Carlos junto a Pedro Palencia. Era la guerra de los carlistas contra los liberales. El capitán general de los Reinos de Valencia y Murcia, D. Manuel Navarro, en sesión del 10 marzo de 1840, informa a su Majestad la Reina Gobernador­a María Cristina del conflicto existente con la gavilla carlista que había aparecido en 1939 en Jumilla,

a la que no podían erradicar a pesar de to

dos sus esfuerzos: “[…] pronuncián­dose enemigos de las institucio­nes presentes y de nuestra legítima Reina, a la par que defensores del Príncipe Rebelde, bajo la dirección de Pedro Abellán El Peliciego, cuya única ocupación ha sido y es incendiar, robar y asesinar a imitación de las hordas caribes del feroz Cabrera, a quien denominan su General…”.

Tuvieron lugar numerosos enfrentami­entos en estas guerrillas. Entre los daños y acontecimi­entos causados por

el Peliciego y su banda, destacan el incendio de la Bodega de Cristóbal Pérez de los Cobos, padre de Pedro Pérez de los Cobos, alcalde primero de la villa. Los jumillanos tuvieron que pagar por derrama 1436 reales de vellón para pagar los daños. Además, fueron números los asaltos y tiroteos abiertos entre los carlistas capitanead­os por el bandolero y los liberales capitanead­os por el teniente José Bernal Quirós, entre otros. Como es de suponer, el bando de los liberales, era recompensa­ndo por sus triunfos por la reina Isabel II, mientras que los adversario­s

La historia oficial de la muerte del bandolero contrasta con la versión de quienes estudiaron su vida.

Ocurre con todos los bandoleros...

eran demonizado­s…. Y viceversa. Carlos, quien estimaba que él era quien tenía el legítimo derecho al trono, concedió a los bandoleros, a sus guerriller­os, a los que él otorgó la categoría de sus “milicianos”, aplaudía los logros de éstos. Sin embargo, como en todas las guerras, aquellos que pagan las consecuenc­ias son los que se enfrentan a pecho abierto, aquellos que son manipulado­s por los que se juegan sus propios intereses sobre el table- ro. El final de Pedro Palencia se escribió frente al cañón de un fusil. No menos afortunada fue la madre del General Cabrera, quien sufrió la misma suerte. Con respecto al final del bandolero, la historia oficial contrasta con la que contaban sus familiares y descendien­tes. Según la historia oficial, una noche de febrero de 1841, Pedro Abellán descansaba en el paraje de la solana del Serretón de Moreno en Molina del Segura. Cuentan que habían pedido cobijo y cena a los pastores Andrés Terre y Domingo García y que éstos, aprovechan­do un momento en el que se relajaba y descansaba, le mataron a sangre fría para cobrar los 4000 reales de recompensa que ofrecían por él en el Ayuntamien­to de Jumilla.

Antonio Herrero niega la versión oficial: “Murió en la Sierra Larga. Allí se lo encontró un pastor que dijo que lo había matado él para cobrar la recompensa, pero ya estaba muerto. Se había muerto por enfermedad”. Sea como fuere, el cadáver fue expuesto a escarnio público durante cuatro horas, en la fachada de la Cárcel Nacional de Murcia, hasta las dos de la tarde. Luego un carruaje lo trasladó al Cementerio Municipal. Juan Cascales Sánchez, escribano público del juzgado de Murcia, describe así los rasgos físicos del cadáver: “Estatura de más de cinco

Fue traicionad­o. Le dieron muerte para cobrar los 4.000 reales que ofrecían como recompensa por su

vida. Ahí empezó la leyenda

pies, pelo castaño claro naturalmen­te anillado, barba poblada con mucha patilla, vestido con camisa, chaleco colchado interior, otro exterior de seda morado, chaqueta de pana azul con muchos botones falsos dorados en las bocamangas, faja de estambre morada con su canana en el cinto, calzoncill­os de lienzo y otros exteriores ajustados de pana verde, medias azules de pana y calzado con alpargates”. El parte del enterrador Benito Ortega, rezaba así: “Con fecha de 5 de febrero se ha dado sepultura al cadáver de Pedro Abellán El Peliciego colocando la cabeza al medio día, los pies al norte, a los cuarenta y tres pasos de la puerta por donde se entra, al frente, a los catorce pasos de hondura y doce de largura, y cuatro y medio de ancho”.

LA LEYENDA

Fue un asesino, un salteador, un desvalijad­or, ¿un fiel y leal miliciano carlista? No, fue un bandolero por culpa del cual, tras el incendio de la Bodega de don Cristóbal Pérez de los Cobos, sus vecinos jumillanos tuvieron que pagar una derrama para pagar los desperfect­os y daños causados. Aquello debería haber bastado para que los jumillanos le odiaran y desearan verle preso, al margen de la jugosa recompensa de 4000 reales ofrecidos por su cabeza. Sin embargo, el

Peliciego fue un bandido idealizado por los suyos, un personaje del que, en el fondo, se sentían orgullosos y que con el tiempo, pasó a la historia rodeado con un halo de leyenda. ¿Por qué? Porque representa­ba al pueblo, era la voz del pueblo, era la viva estampa del jornalero explotado, oprimido y perseguido hasta la saciedad. Así lo supo ver, también, el médico y poeta Lorenzo Carbonell: “¿Por qué del terror del pueblo, viéndose acosado por tanto granuja suelto, nace posteriorm­ente esa flor de leyenda que idealiza al bandido, casi le santifica y ve en sus fechorías poco menos que actos de justa vindicació­n, que canta y loa en sus improvisad­os romances? Existe en el subconscie­nte colectivo la tremenda sospecha de ser víctima siempre de los poderosos, que le gobiernan a sus antojo, le esquilman con onerosos tributos y le conducen como a un autómata a merced de sus caprichos. La aparición del bandido, que no obedece freno alguno y se burla de leyes y ordenanzas, supone para el pueblo paciente una especie de brutal desquite de tantas horas amargas de rumiar humillacio­nes, soportar fatigas y aguantar varapalos”.

De alguna u otra manera, todos sabían que pasaría a la historia, como Bárbara

Muñoz, tátara tátara nieta del bandolero, nos contaba: “Mi abuela Bárbara solía decirnos: Cuando nos muramos todos, entonces escribirán un libro de El Pelicie

go”. Y tenía razón, porque Lorenzo Guardiola escribió aquel libro que sería publicado en 1976. Y seguía teniendo razón… Porque la revista Historia de la Iberia Vieja rescataría su biografía de los capítulos de la historia española para que los lectores que ahora mismo tienen este ejemplar entre sus manos pudieran disfrutar de sus hazañas.

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Bajo estas líneas, grabado del fusilamien­to de Ana María Griñó, madre del general Cabrera. A la derecha, el citado general. En el ángulo inferior izquierdo de la página, una escenifica­ción sobre los contraband­istas de Monforte del Cid.
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La biografía del Peliciego está ligada a Jumilla (Murcia), una localidad que se encuentra en una encrucijad­a de caminos que, a comienzos del siglo XIX, fue de vital importanci­a para el comercio y también para el contraband­o. Los riscos y montañas que...
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Jumilla es conocido por las grandes extensione­s de cultivo de la vid, origen del vino de mesa de millones de españoles en las últimas décadas, aunque en los últimos tiempos algunos de sus jugos se están haciendo un hueco entre las vinotecas más...
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Grabado de El Peliciego pertenecie­nte a Eduardo Manuel Gea.
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Los habitantes de Jumilla recuerdan, casi mejor que los historiado­res, la vida de El Peliciego. Bajo estas líneas, la autora entrevista a Antonio Herrero, y, más abajo, Bárbara Muñoz Herrero. A la izquierda, retrato de María Cristina de Borbón.
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