La historia como fundamento filosófico
“Quien prefiera no exagerar tiene que callarse; más aún: parar su intelecto”. Era un gran discutidor. Le encantaba hacerlo y además creía que era necesario el debate, incluso el debate ardiente, ese que casi asusta al que se tiene enfrente. En muchas ocasiones, el intercambio de ideas –e incluso cuando esas ideas son auténticos dardos verbales que tienen por objeto destronar a cualquier contendiente– es el pilar de las cosas que vienen a continuación. Así lo pensaba el hombre que dijo la frase con la que he abierto esta reflexión. Me refiero a José Ortega y Gasset, uno de los filósofos contemporáneos más importantes de nuestro país, sobre quien hemos elaborado para el presente número un reportaje con el que se intenta trazar un pequeño boceto de su figura, especialmente de una de sus obras más importantes. Podemos decir que vivió cincuenta años de nuestra historia que fueron un antes y un después, pero que dieron origen a unas brechas que todavía esconden algunas de las cicatrices que, lejos de suturar, permanecen visibles a modo de intolerancia flagrante.
Si hay otro filósofo en la historia reciente de España que está a su altura ese es Miguel de Unamuno. Y pensaban más parecido de lo que algunos creen y, especialmente, de lo que ellos mismos opinaban, pero es que además de buenos polemistas, de esos que esgrimen sus razones con argumentos, aunque Unamuno era mucho más reacio a meterse en discusiones, eran personas que habían descubierto que en el pasado, que en la Historia, están las bases de lo que somos y de lo que seremos. Uno perteneció a la generación del 98, y el otro a la que algunos califican como la generación del 14. La primera, a finales de un siglo que supuso el final de España como nación poderosa y dominante. Y la segunda, a comienzo del otro siglo, precursora de futuros movimientos y auténtica “avisadora” de lo que se venía encima no muchos años después, tanto en España como en Europa. Leyéndolos, alguno podría pensar que eran profetas. Pero no. Es mucho más sencillo: conocían la Historia, pero no por los hechos y acontecimientos que pudieran glosar, que lo podían hacer, sino por todo aquello que significaba, para el inconsciente colectivo, lo vivido y la huella perenne que deja en un colectivo que siempre actuará gracias, y por culpa, de esa huella.
El enfrentamiento que protagonizaron ya está con letras de oro en nuestro pasado. Les gustaba intercambiar cartas, en las que mostraban la profunda divergencia sobre algunos conceptos relacionados con el pensamiento y la sociedad española en la que vivían. Ortega defendía la total objetividad, mientras que Unamuno se iba sintiendo cada día más favorable a dejar que el ser humano actuara por instinto y con el espíritu como libro de estilo. Para el primero, primaban las ideas sobre los hombres, y para el segundo debían dominar los segundos sobre las primeras. Eran tiempos en los que ambos estaban muy relacionados con la monumental Salamanca. Quien haya caminado por sus calles y mirado a las fachadas de sus edificios habrá visto, tanto en los antiguos como en los modernos, una tonalidad rojiza que hace especial a la ciudad. Se debe a las propiedades geológicas de las tierras que se emplean para fabricar los materiales de construcción. Sin embargo, para Ortega no era esa la razón –y por supuesto, sabía la razón–, sino que se trataba del sonrojo que le producían a las calles de esta ciudad de sabios oír las teorías de catedrático Unamuno. Sin embargo, cuando Unamuno murió en 1936, pocos meses antes de que Ortega se fuera de España, en su obituario tuvo palabras hermosas de recuerdo para el genio salmantino. Alguien dijo que eran demasiado grandes para que ese enfrentamiento de ideas fuera algo más que eso. Es verdad. Uno creía en una España más tradicional y más compacta, mientras que el otro admitía las quiebras pero pensaba que sólo eran constructivas mientras no se rompiera el jarrón. Unamuno hablaba de las indigestiones de la mala historia como causa de errores, mientras que Ortega recordaba que, en los momentos de la historia en lo que se pensaba que vivíamos un tiempo que era culminación de lo anterior, todo se detenía y dejábamos de mirar adelante. Conjugar ambas cosas es, desde luego, lo que aprendieron al interpretar un pasado de siglos y al llegar ambos a la conclusión de que la historia gesta en nosotros lo que somos y, aunque no queramos, lo que no somos y también lo que seremos.