EL BOTÍN DEL WESTMORLAND
A finales del siglo XVIII, un ataque corso dejó en el puerto de Málaga un barco de bandera británica. En su interior viajaba una impresionante colección de arte.
España casi siempre ha sido víctima del expolio... pero sólo casi siempre. Este caso, ocurrido a finales del siglo XVIII, fue distinto: un barco británico bautizado con el nombre de Westmorland acabó en el puerto de Málaga tras ser víctima de un ataque corso. Nadie sabía que dentro iba a bordo una de las colecciones artísticas más impresionantes jamás reunidas. Tras una intensa batalla diplomática, el “tesoro” se quedó en España. Y aquí sigue.
De haber arribado dos días antes al puerto de Málaga, y no el 8 de enero de 1779, es posible que los buques de guerra franceses Cathon y Destine –bajo el mando del brigadier D’Espineuse–, hubieran sido considerados por algunos como unos “Reyes Magos” un tanto particulares. No en vano, los buques de línea galos llegaban del Este y traían consigo un regalo suculento: tres navíos de bandera inglesa capturados días atrás, con las bodegas cargadas de valiosas mercancías.
Lo que seguramente desconocían en aquellos momentos D’Espineuse y sus hombres era que uno de aquellos barcos, la fragata Westmorland, no solo portaba toneladas de bacalao en sus entrañas –como las otras presas inglesas–, sino que bien podía considerarse un auténtico “museo flotante”, pues transportaba miles de obras de arte y antigüedades pertenecientes a adinerados súbditos británicos que habían viajado a Italia para participar en el llamado Grand Tour ( ver recuadro), un gran crucero para gente adinerada que bien puede considerarse precursor del actual turismo.
Aquel suculento botín acabaría siendo adquirido, tras no pocas negociaciones, por orden del mismísimo rey Carlos III, quien
decidió que la nutrida colección arrebatada a los británicos se sumase, en su mayor parte, a los fondos de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, creada apenas treinta años antes.
UN VIAJE INTERRUMPIDO
Aunque el Westmorland zarpó del puerto de Livorno con rumbo a Londres en los últimos días de 1788 o en las primeras jornadas del nuevo año –la fecha exacta se desconoce, pese a los abundantes documentos conservados–, llevaba fondeado en la costa italiana al menos desde finales del marzo anterior. Durante esos meses, el barco –uno de los muchos que en aquellos años contaban con patente de corso y además recorrían el Mediterráneo cargados de mercancías–, fue abasteciendo sus bodegas con los habituales toneles llenos de bacalao y otros productos, pero sobre todo con pinturas, libros, estatuas, bloques de mármol y antigüedades varias que un buen número de viajeros británicos habían ido adquiriendo durante su visita por distintas localidades italianas.
En aquellos años, Inglaterra se encontraba en guerra abierta con Francia debido a la participación de ésta en la Guerra de Independencia de las trece colonias americanas, a las que los galos apoyaban. Por esta razón, las aguas del Mediterráneo se habían convertido en un lugar muy peligroso para los navíos británicos, en especial después
La noticia de la captura de los buques británicos no tardó en llegar a oídos de las más altas autoridades españolas
de que Luis XIV diera vía libre a la guerre
de course (guerra de corso), y abriera la veda a la captura de barcos enemigos para hacerse con su carga. Livorno, donde se encontraba amarrado el Westmorland, se había declarado puerto neutral, y era orden de obligado cumplimiento para todo barco británico zarpar acompañado, y así evitar en lo posible ataques enemigos.
Cuando finalmente se hizo a las aguas, el Westmorland –con veintiséis cañones, y sesenta tripulantes al mando del capitán Willis Machel, además de un pequeño grupo de pasajeros– puso rumbo a Inglaterra acompañado de otros dos barcos de menor calado, el Gran Duca di Toscana y el Southampton. Pero a pesar de cumplir las órdenes y navegar en convoy, los tres barcos tuvieron la mala suerte de cruzarse con los franceses Cathon y Destine, que habían zarpado el día de Navidad del puerto de Toulon. Con más de cien cañones y unos 1.300 hombres entre ambos, los buques de línea franceses constituían un enemigo imbatible, y los británicos no tuvieron otra opción que rendirse.
Fue así como el Westmorland llegó apresado al puerto español de Málaga en los primeros días de 1779, donde sus valiosos contenidos podían venderse fácilmente entre las distintas casas de comercio, que habitualmente realizaban transacciones con los franceses. Así, las mercancías que llevaban los tres barcos –en su mayor parte bacalao– fueron rápidamente vendidas a los comerciantes, pero no ocurrió lo mismo con el valiosísimo contenido que viajaba en las tripas del Westmorland, que tendría que esperar un tiempo antes de pasar a manos de un nuevo dueño.
UN TESORO FABULOSO
La noticia de la captura de los buques británicos no tardó en llegar a oídos de las más altas autoridades españolas. Ese mismo 8 de enero de 1779 en el que los buques echaban el ancla en el puerto de Málaga, el conde de Ofalia, a la sazón gobernador de la costa, escribió sin pérdida de tiempo al todopoderoso secretario de Estado, conde de Floridablanca, poniéndole al tanto de lo ocurrido.
No fue el único intercambio de correspondencia oficial que se produjo en aquellos primeros días. También los cónsules de Inglaterra y Francia en suelo español man-
tuvieron una intensa comunicación entre sí y con las autoridades españolas. La razón era bien sencilla: además de lo importante que resultaba la captura de los barcos por su valiosa mercancía, no menos beneficioso era el buen número de prisioneros apresados, que podían canjearse con los que estaban en manos del enemigo.
En aquellos primeros días todavía no había salido a relucir la cuestión de la rica carga del Westmorland, pero apenas unas semanas más tarde, el cónsul francés, Monsieur Poirel, escribía al conde de Xerena, entonces gobernador de Cádiz, poniéndole al tanto del contenido del buque. En dicha misiva, de cariz confidencial, Poirel expone a su colega español que el buque británico lleva en sus bodegas numerosas obras de arte, entre las que destacan varias pinturas muy valiosas, así como varios cajones propiedad del mismísimo William Henry, duque de Gloucester y hermano del rey Jorge III de Inglaterra, quien transportaba en el barco varias urnas de época romana y una exquisita chimenea, entre otras posesiones.
Una vez bajo aviso gracias a Poirel, el conde de Xerena no tardó en escribir a su vez a Floridablanca, dando cuenta de forma sucinta del contenido que aquel botín, compuesto por “veintitrés caxas de mármol en estatuas, treinta y cinco piezas de mármol en pedazos y veintidós casas de estampas, retratos y libros”. Fue de este modo como Floridablanca –quien además de secretario
El propio D’Espineuse –comandante de los buques franceses–, se encargó de que una pintura concreta no formara parte del lote que iba a ponerse a la venta...
de Estado era protector de la Real Academia de Bellas Artes– puso en conocimiento de lo ocurrido a Carlos III. El Borbón, gran amante de las artes, supo apreciar desde el primer momento el notable valor de aquellas piezas, y decidió que pasaran a engrosar los fondos de academia de San Fernando. Pero antes de que tal cosa ocurriera, sin embargo, habrían de transcurrir aún algunos años.
Antes siquiera de que el tesoro artístico del Westmorland fuera adquirido por alguna de las casas de comercio malagueñas, el propio D’Espineuse –comandante de los buques franceses–, se encargó de que una pintura concreta, de las muchas que transportaba el barco británico, no formara parte del lote que iba a ponerse a la venta. El lienzo en cuestión no era otro que Perseo y Andrómeda –o La liberación de Andrómeda–, una obra realizada unos años antes por Anton Raphael Mengs cumpliendo un encargo del coleccionista británico sir Watkin Williams Wynn.
D’Espineuse organizó el traslado de la pieza hasta la embajada francesa en Madrid, con la finalidad de que la pintura fuese enviada a territorio galo y quedase en manos del ministro de marina Sartine. En efecto, la misión se cumplió sin demora, y la obra de Mengs acabó en suelo francés, aunque poco más tarde sería vendido a Catalina II de Rusia (ver recuadro).
Concluida la operación relacionada con aquella pintura –una de las pocas obras valiosas que no acabaría en la Real Academia–, los franceses se apresuraron a cerrar el trato más delicado con los británicos: la liberación y canje de los prisioneros. Se daba la circunstancia de que entre los súbditos británicos capturados a bordo del Westmorland y sus compañeros de travesía se encontraban, además de los tripulantes, varios pasajeros. Los más ilustres de éstos, sin duda, eran los hijos de George Johnstone, quien años atrás había sido gobernador de la llamada Florida Occidental, territorio que estuvo brevemente en manos inglesas
(1763-67). Los dos jóvenes regresaban a Inglaterra en compañía de su bear-leader o tutor, después de haber realizado el Grand Tour. Lo más habitual era realizar el trayecto de vuelta atravesando los Alpes en verano y haciendo una última escala en tierras germanas, pero puesto que era invierno, los jóvenes y su protector habían optado –con mala fortuna, dado el resultado–, por embarcar en el Westmorland, a pesar de que los riesgos eran de sobra conocidos.
Antes de que hubiera acabado el mes de febrero, el cónsul inglés en Cádiz, Joseph Hardy, ya había cerrado un trato con su homónimo francés para que cuando los buques franceses y sus presas llegaran al puerto gaditano, un número de prisioneros ingleses –entre ellos los Johnstone y su tutor– fuesen liberados a cambio de otros tantos presos de guerra franceses que estaban capturados en el presidio del peñón de Gibraltar. La liberación de los rehenes fue hecha efectiva unas semanas después, como demuestra una carta en clave enviada el 1 de marzo de aquel mismo año a las autoridades londinenses.
DE MÁLAGA A MADRID
Con los prisioneros de ambos bandos ya libres, los buques franceses –entre los que se contaban ya el Westmorland y sus compañeros de viaje, rebautizados y navegando bajo bandera británica–, dejaron atrás el puerto de Cádiz y pusieron proa a su nuevo
Carlos III fue advertido del contenido del buque por mediación de Floridablanca, y puso en marcha las gestiones para la adquisición de parte de los bienes
destino. Algún tiempo después el buque sería recuperado de nuevo por los ingleses, en una escaramuza en la que el destino sonrió a los anglosajones, pero esa ya es otra historia.
Para entonces, la carga del Westmorland había sido adquirida ya por un grupo de dieciséis comerciantes que, bajo el nombre de Compañía de Lonjistas de Madrid, había unido fuerzas y dinero para hacerse con el suculento botín. Buena parte de los detalles de aquella transacción, así como las que tuvieron lugar tiempo después entre la Corona y dicha compañía de lonjistas, han sido sacados a la luz en los últimos años gracias a las pesquisas de un grupo de historiadores españoles, dirigidos por el académico José María Luzón Nogué, uno de los mayores expertos en todo lo relacionado con el tesoro artístico del buque británico.
Gracias a él y a sus colegas sabemos –entre otras muchas cosas–, que los lonjistas habían desembolsado la enorme cantidad de “doscientos y veinte mil pesos” –impuestos a la Real Hacienda incluidos–, por la adquisición del barco y las mercancías que contenía, una cifra que fue ampliamente superada cuando estos comerciantes finalmente vendieron dicha carga al rey Carlos III. Como ya hemos dicho, el Borbón había sido advertido del contenido del buque por mediación de Floridablanca, y cuando en 1783 concluyó la Guerra de la Independencia de las colonias americanas, al fin se pusieron en marcha las gestiones para la adquisición de parte de aquellos bienes, con la intención expresa del monarca de que pasaran a formar parte de los fondos de la Real Academia de Bellas Artes.
DESTINO FINAL: LA ACADEMIA DE SAN FERNANDO
En octubre y noviembre de ese año se enviaron –fuertemente protegidos por un destacamento de soldados– sendos cargamentos con varias decenas de cajones cargados de obras de arte y antigüedades con destino a la academia, donde el secretario de la misma, don Antonio Ponz, debía revisar su contenido y hacer una selección de aquellas piezas que resultaran de interés para la institución. Todas aquellas pinturas, esculturas, mármoles, libros y otras riquezas fueron custodiadas en la academia durante todo el invierno, hasta que por fin se
cerró el acuerdo con la Compañía de Lonjistas, y la mayor parte de los bienes quedó en San Fernando.
Sin embargo, algunas piezas –las menos–, fueron destinadas a otros lugares. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con dos de las pinturas más valiosas, retratos de caballeros ingleses que pasaron a la residencia oficial del conde de Floridablanca, y que actualmente se encuentran en el Museo del Prado. Otro tanto sucedió con algunas esculturas clásicas, o dos chimeneas, que acabaron en el Palacio Real o en la residencia que el príncipe de Asturias se estaban haciendo construir en El Pardo. En cualquier caso, el grueso de las obras transportadas en las bodegas del Westmorland acabaron formando parte de la Academia de San Fernando.
En aquellas primeras fechas que siguieron a la compra del botín del buque por parte del rey español, algunos de los caballeros ingleses que habían visto desaparecer sus adquisiciones con la captura del barco intentaron, por medio de representantes, recuperar algunos de los bienes que les habían pertenecido. Estas gestiones–salvo contadas excepciones, como ocurrió con un singular cajón repleto de reliquias– terminaron en su mayor parte en fracaso, y por lo general tenían por objeto intentar rescatar los retratos que estos adinerados caballeros se habían mandado realizar en suelo italiano. Al ver frustradas sus aspi-
El grueso de las obras transportadas en las bodegas del Westmorland acabaron formando parte de la Academia de San Fernando
raciones, algunos de estos ingleses solicitaron a artistas españoles que realizaran copias de sus retratos, para de este modo contar al menos con una versión de los originales que les sirviera de recuerdo de su paso por el Grand Tour.
En lo que respecta a los cientos de piezas que se “ganaron” para la Academia, y aunque la colección se catalogó en su día, en muchos casos no se citó en los archivos la procedencia de aquellas piezas, de modo que con el paso del tiempo el origen de ellas acabó perdiéndose en el olvido, dificultando la labor posterior de los historiadores a la hora de determinar quiénes habían sido los propietarios originales o los creadores de multitud de pinturas, es- culturas o dibujos. En el caso de algunos libros y tratados de gran valor archivados en la biblioteca de la institución hubo algo más de suerte, pues varios ejemplares habían sido marcados en sus páginas con las letras “P.Y.”, siglas de las palabras “Presa Ynglesa”.
No fue hasta las últimas décadas del siglo XX cuando, gracias a las investigaciones de estudiosos como Luzón Nogué y otros colegas, se pudo ir recuperando buena parte de esta “memoria perdida” sobre la fascinante historia del Westmorland y sus tesoros, sin duda alguna uno de los episodios de expolio artístico más singulares y destacados de los ocurridos en los últimos años de la Edad Moderna