CAUTIVOS EN MARRUECOS
Abd el-Krim exigía el pago de cuatro millones de pesetas y la puesta en libertad de un grupo de prisioneros marroquíes en manos españolas
El Desastre de Annual, además de la trágica pérdida de vidas, dejó a centenares de españoles prisioneros en tierra enemiga.
En julio de 1921, la opinión pública española se sobrecogió ante las noticias que llegaban desde el Norte de África y que hablaban de una aplastante derrota de las tropas coloniales españolas ante las cabilas rebeldes bajo el mando del líder rifeño Abd el-Krim. El que sería tristemente recordado como Desastre de Annual costó la vida a más de diez mil soldados españoles, muchos de los cuales fueron torturados antes de morir. A la pena y conmoción causadas por aquella sangrienta derrota, pronto se unió la preocupación por la suerte corrida por los que habían caído prisioneros en manos enemigas.
El Desastre de Annual supuso la mayor derrota del Ejército español sobre suelo marroquí desde el establecimiento del Protectorado en 1912. Durante aquellos dramáticos días, el dominio español en la región quedó reducido a los límites exteriores de las defensas que rodeaban la ciudad de Melilla, sitiada por rifeños belicosos mientras se desataba el pánico entre los habitantes civiles que residían en la plaza. En la Península, la opinión pública, que había seguido con creciente preocupación las noticias que llegaban de la derrota, empezó a reclamar al Gobierno la adopción de medidas urgentes para poner fin a una situación que se había cobrado la vida de tantos soldados. Las poco tranquilizadoras informaciones que llegaban desde África contribuyeron a que muchos pensasen en la posibilidad de un inevitable fatal desenlace que aumentaría aún más el número de víctimas. Haciéndose eco de este sentimiento generalizado se alzaron voces que exigieron responsabilidades por lo ocurrido y que al mismo tiempo reclamaban la liberación inmediata de los prisioneros españoles capturados por las cabilas rebeldes. Las autoridades, desbordadas por los acontecimientos, temían que la situación pudiera empeorar si los cautivos eran ejecutados, lo que podía provocar un estallido social de imprevisibles consecuencias que pondría en peligro la estabilidad del Gobierno.
Durante los primeros meses de cautiverio, el trato que se había dado a los prisioneros había sido correcto dentro de lo que cabía, permitiéndose incluso que recibieran paquetes con comida remitidos por sus familias que les ayudaron a sobrevivir. Sin embargo, al poco tiempo se produjo un cambio de actitud en sus carceleros, que a partir de entonces endurecieron las
precarias condiciones con las que los mantenían con vida. Los oficiales y soldados españoles, mal alimentados y muchos de ellos enfermos, se hacinaban en estrechos y oscuros calabozos malolientes sin disponer de espacio suficiente para tumbarse, viendo con desesperación como pasaban los días mientras permanecían encerrados en esos agujeros inmundos sin que ni siquiera se les permitiera salir unos minutos para estirar las piernas.
INICIO DE NEGOCIACIONES
Algunas cartas de prisioneros fueron remitidas a sus familias por los mismos conductos por los que les llegaban los paquetes con alimentos. En los renglones de aquellas desesperadas misivas sus autores contaban los sufrimientos que estaban padeciendo, aumentando la preocupación de sus seres queridos. Aquellos que tenían contactos en las altas esferas del Gobierno no dudaron en acudir a ellos reclamando una pronta solución a la pesadilla por la que unos y otros estaban pasando. Los mejor relacionados recurrieron directamente a la intercesión de Alfonso XIII para que presionase a los políticos, exigiendo de ellos la adopción de las medidas necesarias para conseguir su liberación, peticiones que en muchos casos fueron atendidas por el monarca aunque su mediación apenas sirviera para lograr avances.
Los prisioneros llevaban un año y medio en poder de los hombres de Abd el-Krim cuando en diciembre de 1922 se formó un Gobierno de concentración formado por diferentes corrientes de ideología liberal y presidido por García Prieto. Uno de los primeros retos a los que se enfrentó el nuevo ejecutivo fue encontrar una rápida solución a la cuestión de los prisioneros españoles. El anterior gabinete conservador había mantenido una postura de firmeza, defendiendo que los cautivos debían ser rescatados y nos comprados. Se trataba de una concepción y una actitud muy parecidas a las que mantienen hoy en día muchos países occidentales y que se resume en el precepto de que no se negocia con terroristas. Siguiendo al pie de la letra aquella máxima, el anterior Ministro de la Guerra, Juan de la Cierva y Peñafiel, había ordenado que se emprendiera una serie de acciones militares para reconquistar el territorio perdido tras la ofensiva de las cabilas que había provocado el Desastre de Annual. Al mismo tiempo, aplicando la política del palo y la zanahoria, se establecieron algunos contactos para negociar la liberación de los prisioneros por la vía pacífica, tibios encuentros que no dieron fruto. Sólo se produjo un intento serio de llegar a un acuerdo cuando Abd el-Krim propuso que el empresario vasco Horacio Echevarrieta interviniese como mediador.
Según relatan documentos de la época, el hombre de negocios recibió en su domicilio de la madrileña calle de Claudio Coello la visita de una conocida personalidad que estaba al corriente de los asuntos del Norte de África y cuyo nombre nunca trascendió. La entrevista se mantuvo en el más absoluto secreto y tuvo continuación al día siguiente en las oficinas que Echevarrieta tenía en la calle Fernánflor. El misterioso emisario dijo venir en nombre de Abd el-Krim para proponerle la entrega de los prisioneros con la condición de que se presentase personalmente ante el líder rifeño para hacerse cargo de los mismos. El empresario aceptó cumplir con ese papel mediador, pero cuando se estaban ultimando los detalles para realizar la entrega, Echevarrieta tuvo que suspender el viaje para no entorpecer una negociación paralela que se había emprendido a instancias del Gobierno. Cuando éstas fracasaron, Abd el-Krim volvió a requerir su intervención, pero en esta ocasión el empresario condicionó su participación, señalando que no daría ningún paso sin contar con la aprobación de las autoridades gubernamentales
FALTA DE COORDINACIÓN
El nuevo Gobierno había heredado una crisis que no sabía como gestionar. Sus responsables, atrapados en un callejón sin salida, eran incapaces de controlar y coordinar las diferentes iniciativas que se habían emprendido desde diferentes frentes para conseguir la ansiada liberación de los cautivos. Por una parte, estaban los representantes de un sector moderado de marroquíes próximos a la figura de El Raisuni, caudillo que aspiraba al trono norteafricano y que hasta entonces había participado en un doble juego con los españoles, que afirmaban ser capaces de convencer a Abd el-Krim para que liberase a los prisioneros. Por otro lado, las autoridades francesas habían enviado una misión humanitaria que tenía la autorización expresa del líder rifeño y que entre sus miembros contaba con algún representante español. Sin em-
bargo, a pesar de las garantías recibidas, su intento tampoco tuvo éxito. Además de estas dos iniciativas, los funcionarios de la Alta Comisaría del Protectorado emprendieron negociaciones independientes que tan sólo sirvieron para crear más confusión.
Ante la falta de un esfuerzo común y la incapacidad mostrada por las autoridades españolas, algunos familiares de los cautivos decidieron organizarse creando la que fue llamada Comisión pro-rescate con la que buscaban presionar al ejecutivo. Como primera medida decidieron entregar al Presidente del Gobierno una carta en la que expresaban su preocupación ante los rumores que afirmaban que los prisioneros ya no estaban en posesión de Abd el-Krim. También propusieron la creación de un equipo integrado por civiles que se haría cargo de las negociaciones y del que formarían parte miembros de la comisión de familiares. Por último, consideraban que la única forma de obtener la liberación de los prisioneros era mediante del pago del rescate económico exigido por el caudillo norteafricano. Según su opinión, el empleo de la fuerza era una opción completamente inviable.
Los intentos por llegar a un consenso no evitaron que surgieran nuevas iniciativas, en este caso protagonizadas por representantes de la Iglesia católica, esfuerzos que recordaban a los emprendidos siglos atrás por los frailes de las en-
Ante la falta de un esfuerzo común y la incapacidad mostrada por las autoridades españolas, algunos familiares de los cautivos decidieron organizarse
tonces llamadas órdenes redentoras que consiguieron liberar a miles de cautivos cristianos capturados por los piratas berberiscos durante sus incursiones en las costas del Mediterráneo. En este caso, el franciscano Padre Revilla quiso rememorar aquellos tiempos, llegando a contactar con Horacio Echevarrieta para emprender juntos labores negociadoras.
ACTUACIÓN DESDE EL GOBIERNO
A pesar de sus bienintencionados deseos, todas estas tentativas emprendidas a título particular y sin ningún tipo de coordinación fracasaron antes incluso de ponerse en marcha. Para acabar con esta confusa situación que lo único que podía conseguir era prolongar los sufrimientos de los prisioneros poniendo en mayor peligro sus vidas, el Gobierno liberal descartó la vía del uso de la fuerza y se puso a trabajar para acabar con la intromisión que había obstaculizado hasta entonces las negociaciones, al mismo tiempo que reunía el rescate económico exigido por los captores. Santiago Alba, Ministro de Estado, asumió la responsabilidad de solucionar la crisis. Su primera medida fue poner fin a todas las iniciativas individuales que se habían puesto en marcha, centralizándolas en la acción llevada a cabo por el Gobierno, decisión que fue aplaudida por la prensa y la opinión pública. Alba también ordenó a todos los elementos civiles y militares implicados en el problema que interrumpiesen inmediatamente cualquier tipo de negociación que hubieran iniciado y que no les hubiera sido encomendada.
Ejerciendo su autoridad, el Ministro se puso en contacto con el prior de la orden franciscana a la que pertenecía el Padre Revilla para que obligase al monje a abandonar Marruecos. En cuanto a la Comisión
por-rescate, Alba les pidió que se abstuvieran de intervenir y que dieran un voto de confianza a la actuación del Gobierno. El Ministro también tuvo muy en cuenta que había que ofrecer una imagen de unidad y firmeza ante los representantes de los rifeños. Hasta entonces se habían organizado varios envíos humanitarios de ropas, medicinas y víveres que supuestamente tenían como destinatarios a los prisioneros. Junto a la ayuda material también se remitían cantidades de dinero que oscilaban entre las cincuenta y ochenta mil pesetas, fondos que servían en realidad para pagar a los carceleros que los vigilaban. Ante la
evidencia de que estas remesas beneficiaban a los captores, el Gobierno decidió su interrupción inmediata para impedir que los rifeños pudieran dar largas al asunto con el propósito de sacar el máximo provecho posible.
Tras librarse del obstáculo que representaban los mediadores no autorizados y conseguir el consenso de las partes implicadas, el Ministro se puso a trabajar en un plan con garantías que permitiera el rescate de los prisioneros. En primer lugar, era necesario elegir a las personas que en nombre del Gobierno español debían establecer contacto directo con Abd el-Krim, conociendo de primera mano cuáles eran exactamente sus exigencias para poner en libertad a los cautivos. Alba había tenido en cuenta que el caudillo rebelde no quería negociar con militares, condición irrenunciable que obligó al Ministro a barajar los nombres de varios civiles. Desde un primer momento se tuvo en cuenta la opción que representaba Horacio Echevarrieta, hombre de negocios con importantes intereses en el Protectorado y a quien Abd el-Krim había propuesto como negociador meses antes. Desempeñando el papel de enlaces estarían por parte marroquí Dris Ben Said, cabecilla rifeño de talante conciliador, y el Alto Comisario interino, Luciano López Ferrer, por el lado español.
Cuando el camino parecía allanado, surgieron nuevos obstáculos que amenazaron con poner en peligro las negociaciones
Cuando el camino parecía allanado, surgieron nuevos obstáculos que amenazaron con poner en peligro las negociaciones
apenas iniciadas. Por un lado estaba la postura mantenida por un sector de los Beni Urriagel, la cabila a la que pertenecía Abd elKrim, que se oponía a los contactos manifestando su intención de boicotearlos. Por otra parte estaba la actitud de Francia, que interesada en la liberación de sus propios prisioneros quería participar en unas negociaciones conjuntas. Pero Abd el-Krim desconfiaba de los franceses y no estaba dispuesto a consentir su inclusión, prefiriendo negociar por separado con los españoles.
PRIMEROS PASOS
Dejando a un lado los problemas de última hora, los esfuerzos se concentraron en al- canzar un consenso entre las partes para elegir a Echevarrieta como interlocutor válido. Contando con la anuencia del Gobierno español, el empresario vasco solicitó al caudillo marroquí la firma de un documento comprometiéndose a asumir su responsabilidad en las negociaciones. Sin embargo, Abd el-Krim contemporizó demorando el cumplimiento de esa formalidad, al mismo tiempo que exigía del Ministerio de Estado la entrega de un aval en el que se reconociese la competencia de Echevarrieta para llevar a cabo una negociación en nombre del Gobierno español.
Esta situación se prolongó hasta enero de 1923, espera que puso de nuevo a
prueba la paciencia de las familias de los prisioneros. En esas fechas, el empresario vasco hizo llegar a Abd el-Krim una carta que Alba le había entregado por la que le concedía plenos poderes. Como respuesta, el 18 de enero el jefe de los rifeños remitió una misiva firmada por él en la que exponía de modo genérico las condiciones del rescate y en la que daba garantías de seguridad a Echevarrieta en su visita a la zona que él controlaba. Aunque no se precisaban en el texto, el Gobierno sabía por mediación de Dris Ben Said que Abd el-Krim exigía el pago de cuatro millones de pesetas y la puesta en libertad de un grupo de prisioneros marroquíes en manos españolas.
En cuanto se cerraron los términos del acuerdo, Alba aceleró los trámites para que se efectuase el pago del rescate. El Consejo de Ministros aceptó las condiciones pactadas y se concedió permiso a Echevarrieta para que realizase las gestiones necesarias para llevar a buen puerto la última fase de las negociaciones. Cumpliendo con las instrucciones del Gobierno, zarpó de Málaga rumbo al Norte de África.
LA LIBERACIÓN
El 23 de enero se produjo la liberación de los trescientos cincuenta y siete españoles que habían pasado por un auténtico calvario durante los largos meses de cautiverio. A los cuatro millones que se habían pagado por sus vidas hubo que aña-
dir otras doscientas setenta mil pesetas abonadas en concepto de “atenciones al
transporte y otras causas diversas”, eufemismo con el que se ocultaron posibles sobornos que se añadieron al chantaje. Cumpliendo con la segunda parte del acuerdo, las autoridades españolas procedieron a dejar en libertad a cuarenta prisioneros rifeños.
La opinión pública recibió con alegría la noticia y en general alabó la labor del Gobierno y sus representantes. La prensa de ideología liberal aplaudió la forma en que se habían llevado a cabo las negociaciones, presentando la solución de la crisis como un triunfo que debía servir para convencer a los caudillos de las cabilas de que había llegado el momento de abandonar las armas y aceptar el Protectorado. Los periódicos conservadores también felicitaron al Gobierno, pero calificaron de humillantes las condiciones del rescate, criticando las acciones llevadas a cabo por las autoridades civiles al mismo tiempo que exigían una campaña militar inmediata para recuperar el honor perdido.
Tras desempeñar con eficacia su papel como negociador en la crisis de los prisioneros españoles de Annual, Eche- varrieta se convertiría en un mediador reconocido y con experiencia al que se le pidió intervenir para solucionar varias situaciones de este tipo. Su labor en este sentido se vería interrumpida como consecuencia de la ofensiva lanzada por Abd el-Krim contra las posiciones del Protectorado Francés de Marruecos. Después del desembarco de Alhucemas en septiembre de 1925, que supuso el inicio de la colaboración militar francoespañola para recuperar el control sobre sus respectivos protectorados, se produjeron una serie de rivalidades entre las autoridades de ambos países sobre quién debía llevar las negociaciones en el tema de los prisioneros occidentales. A la hora de hablar de rescates, Abd elKrim siempre prefirió tratar a partir de entonces con delegaciones galas, sin distinguir entre soldados franceses o españoles.
PRUEBAS DE MALTRATO
En toda esta historia no hay que olvidar la experiencia padecida por los prisioneros mientras se negociaba con sus vidas, recuerdo de una pesadilla que nunca podrían olvidar. Los testimonios que muchos de
ellos prestaron ante la comisión creada en la Comandancia General de Melilla durante julio de 1926, nos permiten conocer los sufrimientos por los que pasaron.
Su alimentación diaria se reducía a media torta de cebada y a un puñado de garbanzos cocidos sin aceite ni sal. Oficiales, suboficiales y soldados eran obligados a trabajar hasta la extenuación, bajo la estrecha vigilancia de crueles guardianes que no dudaban en humillarlos o golpearlos brutalmente. Se calcula que más de seiscientos cincuenta prisioneros fallecieron por culpa de los maltratos, el hambre y las enfermedades. Los heridos o los que se quedaban rezagados en las marchas durante los habituales traslados de campamento eran asesinados sin piedad. Los que intentaron huir fueron fusilados delante de sus compañeros. Algunos a los que dieron sepultura fueron desenterrados por los rifeños para arrancarles los dientes de oro de sus dentaduras. Entre los militares capturados había también un pequeño grupo de civiles del que formaban parte algunas mujeres y niños. Aunque fueron mejor tratados, tampoco se libraron de recibir golpes y castigos.
Mientras los españoles eran vejados, los prisioneros franceses recibieron un trato bien distinto, especialmente aquellos que habían rendido sus posiciones sin presentar batalla a los rifeños. Además de servírseles raciones de comida mucho más generosas, sacadas de los suminis- tros de víveres llegados desde España, a los oficiales se les permitió conservar sus pertenencias personales. A su llegada a uno de los campamentos de prisioneros, llamó la atención un capitán francés que lo hizo a lomos de su caballo y acompañado por su perro de caza, mientras que en su voluminoso equipaje llevaba hasta una cámara fotográfica.
Algunos de los testimonios pronunciados ante la comisión pusieron de manifiesto que Abd el-Krim estaba al corriente de los maltratos. Según el relato de los mismos, el caudillo que había sido capaz de unir bajo su mando a las cabilas del Rif y que aspiraba a establecer un estado pro- pio con capital en Axdir, su ciudad natal, ordenó personalmente que los prisioneros trabajasen como esclavos en la construcción de carreteras y dio instrucciones expresas de que se fusilase a todos los que intentaran escapar.
Finalizado este triste episodio de la etapa del Protectorado Español en Marruecos, se creó una nueva comisión para localizar los lugares donde habían sido enterrados los prisioneros fallecidos durante su cautiverio. Finalmente no se procedió a su exhumación, alegando razones sanitarias. Desde entonces, sus cuerpos descansan para siempre en sue-lo africano