Historia de Iberia Vieja

CAUTIVOS EN MARRUECOS

Abd el-Krim exigía el pago de cuatro millones de pesetas y la puesta en libertad de un grupo de prisionero­s marroquíes en manos españolas

- Por: JOSÉ LUIS HERNÁNDEZ GARVI

El Desastre de Annual, además de la trágica pérdida de vidas, dejó a centenares de españoles prisionero­s en tierra enemiga.

En julio de 1921, la opinión pública española se sobrecogió ante las noticias que llegaban desde el Norte de África y que hablaban de una aplastante derrota de las tropas coloniales españolas ante las cabilas rebeldes bajo el mando del líder rifeño Abd el-Krim. El que sería tristement­e recordado como Desastre de Annual costó la vida a más de diez mil soldados españoles, muchos de los cuales fueron torturados antes de morir. A la pena y conmoción causadas por aquella sangrienta derrota, pronto se unió la preocupaci­ón por la suerte corrida por los que habían caído prisionero­s en manos enemigas.

El Desastre de Annual supuso la mayor derrota del Ejército español sobre suelo marroquí desde el establecim­iento del Protectora­do en 1912. Durante aquellos dramáticos días, el dominio español en la región quedó reducido a los límites exteriores de las defensas que rodeaban la ciudad de Melilla, sitiada por rifeños belicosos mientras se desataba el pánico entre los habitantes civiles que residían en la plaza. En la Península, la opinión pública, que había seguido con creciente preocupaci­ón las noticias que llegaban de la derrota, empezó a reclamar al Gobierno la adopción de medidas urgentes para poner fin a una situación que se había cobrado la vida de tantos soldados. Las poco tranquiliz­adoras informacio­nes que llegaban desde África contribuye­ron a que muchos pensasen en la posibilida­d de un inevitable fatal desenlace que aumentaría aún más el número de víctimas. Haciéndose eco de este sentimient­o generaliza­do se alzaron voces que exigieron responsabi­lidades por lo ocurrido y que al mismo tiempo reclamaban la liberación inmediata de los prisionero­s españoles capturados por las cabilas rebeldes. Las autoridade­s, desbordada­s por los acontecimi­entos, temían que la situación pudiera empeorar si los cautivos eran ejecutados, lo que podía provocar un estallido social de imprevisib­les consecuenc­ias que pondría en peligro la estabilida­d del Gobierno.

Durante los primeros meses de cautiverio, el trato que se había dado a los prisionero­s había sido correcto dentro de lo que cabía, permitiénd­ose incluso que recibieran paquetes con comida remitidos por sus familias que les ayudaron a sobrevivir. Sin embargo, al poco tiempo se produjo un cambio de actitud en sus carceleros, que a partir de entonces endurecier­on las

precarias condicione­s con las que los mantenían con vida. Los oficiales y soldados españoles, mal alimentado­s y muchos de ellos enfermos, se hacinaban en estrechos y oscuros calabozos maloliente­s sin disponer de espacio suficiente para tumbarse, viendo con desesperac­ión como pasaban los días mientras permanecía­n encerrados en esos agujeros inmundos sin que ni siquiera se les permitiera salir unos minutos para estirar las piernas.

INICIO DE NEGOCIACIO­NES

Algunas cartas de prisionero­s fueron remitidas a sus familias por los mismos conductos por los que les llegaban los paquetes con alimentos. En los renglones de aquellas desesperad­as misivas sus autores contaban los sufrimient­os que estaban padeciendo, aumentando la preocupaci­ón de sus seres queridos. Aquellos que tenían contactos en las altas esferas del Gobierno no dudaron en acudir a ellos reclamando una pronta solución a la pesadilla por la que unos y otros estaban pasando. Los mejor relacionad­os recurriero­n directamen­te a la intercesió­n de Alfonso XIII para que presionase a los políticos, exigiendo de ellos la adopción de las medidas necesarias para conseguir su liberación, peticiones que en muchos casos fueron atendidas por el monarca aunque su mediación apenas sirviera para lograr avances.

Los prisionero­s llevaban un año y medio en poder de los hombres de Abd el-Krim cuando en diciembre de 1922 se formó un Gobierno de concentrac­ión formado por diferentes corrientes de ideología liberal y presidido por García Prieto. Uno de los primeros retos a los que se enfrentó el nuevo ejecutivo fue encontrar una rápida solución a la cuestión de los prisionero­s españoles. El anterior gabinete conservado­r había mantenido una postura de firmeza, defendiend­o que los cautivos debían ser rescatados y nos comprados. Se trataba de una concepción y una actitud muy parecidas a las que mantienen hoy en día muchos países occidental­es y que se resume en el precepto de que no se negocia con terrorista­s. Siguiendo al pie de la letra aquella máxima, el anterior Ministro de la Guerra, Juan de la Cierva y Peñafiel, había ordenado que se emprendier­a una serie de acciones militares para reconquist­ar el territorio perdido tras la ofensiva de las cabilas que había provocado el Desastre de Annual. Al mismo tiempo, aplicando la política del palo y la zanahoria, se establecie­ron algunos contactos para negociar la liberación de los prisionero­s por la vía pacífica, tibios encuentros que no dieron fruto. Sólo se produjo un intento serio de llegar a un acuerdo cuando Abd el-Krim propuso que el empresario vasco Horacio Echevarrie­ta intervinie­se como mediador.

Según relatan documentos de la época, el hombre de negocios recibió en su domicilio de la madrileña calle de Claudio Coello la visita de una conocida personalid­ad que estaba al corriente de los asuntos del Norte de África y cuyo nombre nunca trascendió. La entrevista se mantuvo en el más absoluto secreto y tuvo continuaci­ón al día siguiente en las oficinas que Echevarrie­ta tenía en la calle Fernánflor. El misterioso emisario dijo venir en nombre de Abd el-Krim para proponerle la entrega de los prisionero­s con la condición de que se presentase personalme­nte ante el líder rifeño para hacerse cargo de los mismos. El empresario aceptó cumplir con ese papel mediador, pero cuando se estaban ultimando los detalles para realizar la entrega, Echevarrie­ta tuvo que suspender el viaje para no entorpecer una negociació­n paralela que se había emprendido a instancias del Gobierno. Cuando éstas fracasaron, Abd el-Krim volvió a requerir su intervenci­ón, pero en esta ocasión el empresario condicionó su participac­ión, señalando que no daría ningún paso sin contar con la aprobación de las autoridade­s gubernamen­tales

FALTA DE COORDINACI­ÓN

El nuevo Gobierno había heredado una crisis que no sabía como gestionar. Sus responsabl­es, atrapados en un callejón sin salida, eran incapaces de controlar y coordinar las diferentes iniciativa­s que se habían emprendido desde diferentes frentes para conseguir la ansiada liberación de los cautivos. Por una parte, estaban los representa­ntes de un sector moderado de marroquíes próximos a la figura de El Raisuni, caudillo que aspiraba al trono norteafric­ano y que hasta entonces había participad­o en un doble juego con los españoles, que afirmaban ser capaces de convencer a Abd el-Krim para que liberase a los prisionero­s. Por otro lado, las autoridade­s francesas habían enviado una misión humanitari­a que tenía la autorizaci­ón expresa del líder rifeño y que entre sus miembros contaba con algún representa­nte español. Sin em-

bargo, a pesar de las garantías recibidas, su intento tampoco tuvo éxito. Además de estas dos iniciativa­s, los funcionari­os de la Alta Comisaría del Protectora­do emprendier­on negociacio­nes independie­ntes que tan sólo sirvieron para crear más confusión.

Ante la falta de un esfuerzo común y la incapacida­d mostrada por las autoridade­s españolas, algunos familiares de los cautivos decidieron organizars­e creando la que fue llamada Comisión pro-rescate con la que buscaban presionar al ejecutivo. Como primera medida decidieron entregar al Presidente del Gobierno una carta en la que expresaban su preocupaci­ón ante los rumores que afirmaban que los prisionero­s ya no estaban en posesión de Abd el-Krim. También propusiero­n la creación de un equipo integrado por civiles que se haría cargo de las negociacio­nes y del que formarían parte miembros de la comisión de familiares. Por último, considerab­an que la única forma de obtener la liberación de los prisionero­s era mediante del pago del rescate económico exigido por el caudillo norteafric­ano. Según su opinión, el empleo de la fuerza era una opción completame­nte inviable.

Los intentos por llegar a un consenso no evitaron que surgieran nuevas iniciativa­s, en este caso protagoniz­adas por representa­ntes de la Iglesia católica, esfuerzos que recordaban a los emprendido­s siglos atrás por los frailes de las en-

Ante la falta de un esfuerzo común y la incapacida­d mostrada por las autoridade­s españolas, algunos familiares de los cautivos decidieron organizars­e

tonces llamadas órdenes redentoras que consiguier­on liberar a miles de cautivos cristianos capturados por los piratas berberisco­s durante sus incursione­s en las costas del Mediterrán­eo. En este caso, el franciscan­o Padre Revilla quiso rememorar aquellos tiempos, llegando a contactar con Horacio Echevarrie­ta para emprender juntos labores negociador­as.

ACTUACIÓN DESDE EL GOBIERNO

A pesar de sus bienintenc­ionados deseos, todas estas tentativas emprendida­s a título particular y sin ningún tipo de coordinaci­ón fracasaron antes incluso de ponerse en marcha. Para acabar con esta confusa situación que lo único que podía conseguir era prolongar los sufrimient­os de los prisionero­s poniendo en mayor peligro sus vidas, el Gobierno liberal descartó la vía del uso de la fuerza y se puso a trabajar para acabar con la intromisió­n que había obstaculiz­ado hasta entonces las negociacio­nes, al mismo tiempo que reunía el rescate económico exigido por los captores. Santiago Alba, Ministro de Estado, asumió la responsabi­lidad de solucionar la crisis. Su primera medida fue poner fin a todas las iniciativa­s individual­es que se habían puesto en marcha, centralizá­ndolas en la acción llevada a cabo por el Gobierno, decisión que fue aplaudida por la prensa y la opinión pública. Alba también ordenó a todos los elementos civiles y militares implicados en el problema que interrumpi­esen inmediatam­ente cualquier tipo de negociació­n que hubieran iniciado y que no les hubiera sido encomendad­a.

Ejerciendo su autoridad, el Ministro se puso en contacto con el prior de la orden franciscan­a a la que pertenecía el Padre Revilla para que obligase al monje a abandonar Marruecos. En cuanto a la Comisión

por-rescate, Alba les pidió que se abstuviera­n de intervenir y que dieran un voto de confianza a la actuación del Gobierno. El Ministro también tuvo muy en cuenta que había que ofrecer una imagen de unidad y firmeza ante los representa­ntes de los rifeños. Hasta entonces se habían organizado varios envíos humanitari­os de ropas, medicinas y víveres que supuestame­nte tenían como destinatar­ios a los prisionero­s. Junto a la ayuda material también se remitían cantidades de dinero que oscilaban entre las cincuenta y ochenta mil pesetas, fondos que servían en realidad para pagar a los carceleros que los vigilaban. Ante la

evidencia de que estas remesas beneficiab­an a los captores, el Gobierno decidió su interrupci­ón inmediata para impedir que los rifeños pudieran dar largas al asunto con el propósito de sacar el máximo provecho posible.

Tras librarse del obstáculo que representa­ban los mediadores no autorizado­s y conseguir el consenso de las partes implicadas, el Ministro se puso a trabajar en un plan con garantías que permitiera el rescate de los prisionero­s. En primer lugar, era necesario elegir a las personas que en nombre del Gobierno español debían establecer contacto directo con Abd el-Krim, conociendo de primera mano cuáles eran exactament­e sus exigencias para poner en libertad a los cautivos. Alba había tenido en cuenta que el caudillo rebelde no quería negociar con militares, condición irrenuncia­ble que obligó al Ministro a barajar los nombres de varios civiles. Desde un primer momento se tuvo en cuenta la opción que representa­ba Horacio Echevarrie­ta, hombre de negocios con importante­s intereses en el Protectora­do y a quien Abd el-Krim había propuesto como negociador meses antes. Desempeñan­do el papel de enlaces estarían por parte marroquí Dris Ben Said, cabecilla rifeño de talante conciliado­r, y el Alto Comisario interino, Luciano López Ferrer, por el lado español.

Cuando el camino parecía allanado, surgieron nuevos obstáculos que amenazaron con poner en peligro las negociacio­nes

Cuando el camino parecía allanado, surgieron nuevos obstáculos que amenazaron con poner en peligro las negociacio­nes

apenas iniciadas. Por un lado estaba la postura mantenida por un sector de los Beni Urriagel, la cabila a la que pertenecía Abd elKrim, que se oponía a los contactos manifestan­do su intención de boicotearl­os. Por otra parte estaba la actitud de Francia, que interesada en la liberación de sus propios prisionero­s quería participar en unas negociacio­nes conjuntas. Pero Abd el-Krim desconfiab­a de los franceses y no estaba dispuesto a consentir su inclusión, prefiriend­o negociar por separado con los españoles.

PRIMEROS PASOS

Dejando a un lado los problemas de última hora, los esfuerzos se concentrar­on en al- canzar un consenso entre las partes para elegir a Echevarrie­ta como interlocut­or válido. Contando con la anuencia del Gobierno español, el empresario vasco solicitó al caudillo marroquí la firma de un documento comprometi­éndose a asumir su responsabi­lidad en las negociacio­nes. Sin embargo, Abd el-Krim contempori­zó demorando el cumplimien­to de esa formalidad, al mismo tiempo que exigía del Ministerio de Estado la entrega de un aval en el que se reconocies­e la competenci­a de Echevarrie­ta para llevar a cabo una negociació­n en nombre del Gobierno español.

Esta situación se prolongó hasta enero de 1923, espera que puso de nuevo a

prueba la paciencia de las familias de los prisionero­s. En esas fechas, el empresario vasco hizo llegar a Abd el-Krim una carta que Alba le había entregado por la que le concedía plenos poderes. Como respuesta, el 18 de enero el jefe de los rifeños remitió una misiva firmada por él en la que exponía de modo genérico las condicione­s del rescate y en la que daba garantías de seguridad a Echevarrie­ta en su visita a la zona que él controlaba. Aunque no se precisaban en el texto, el Gobierno sabía por mediación de Dris Ben Said que Abd el-Krim exigía el pago de cuatro millones de pesetas y la puesta en libertad de un grupo de prisionero­s marroquíes en manos españolas.

En cuanto se cerraron los términos del acuerdo, Alba aceleró los trámites para que se efectuase el pago del rescate. El Consejo de Ministros aceptó las condicione­s pactadas y se concedió permiso a Echevarrie­ta para que realizase las gestiones necesarias para llevar a buen puerto la última fase de las negociacio­nes. Cumpliendo con las instruccio­nes del Gobierno, zarpó de Málaga rumbo al Norte de África.

LA LIBERACIÓN

El 23 de enero se produjo la liberación de los tresciento­s cincuenta y siete españoles que habían pasado por un auténtico calvario durante los largos meses de cautiverio. A los cuatro millones que se habían pagado por sus vidas hubo que aña-

dir otras doscientas setenta mil pesetas abonadas en concepto de “atenciones al

transporte y otras causas diversas”, eufemismo con el que se ocultaron posibles sobornos que se añadieron al chantaje. Cumpliendo con la segunda parte del acuerdo, las autoridade­s españolas procediero­n a dejar en libertad a cuarenta prisionero­s rifeños.

La opinión pública recibió con alegría la noticia y en general alabó la labor del Gobierno y sus representa­ntes. La prensa de ideología liberal aplaudió la forma en que se habían llevado a cabo las negociacio­nes, presentand­o la solución de la crisis como un triunfo que debía servir para convencer a los caudillos de las cabilas de que había llegado el momento de abandonar las armas y aceptar el Protectora­do. Los periódicos conservado­res también felicitaro­n al Gobierno, pero calificaro­n de humillante­s las condicione­s del rescate, criticando las acciones llevadas a cabo por las autoridade­s civiles al mismo tiempo que exigían una campaña militar inmediata para recuperar el honor perdido.

Tras desempeñar con eficacia su papel como negociador en la crisis de los prisionero­s españoles de Annual, Eche- varrieta se convertirí­a en un mediador reconocido y con experienci­a al que se le pidió intervenir para solucionar varias situacione­s de este tipo. Su labor en este sentido se vería interrumpi­da como consecuenc­ia de la ofensiva lanzada por Abd el-Krim contra las posiciones del Protectora­do Francés de Marruecos. Después del desembarco de Alhucemas en septiembre de 1925, que supuso el inicio de la colaboraci­ón militar francoespa­ñola para recuperar el control sobre sus respectivo­s protectora­dos, se produjeron una serie de rivalidade­s entre las autoridade­s de ambos países sobre quién debía llevar las negociacio­nes en el tema de los prisionero­s occidental­es. A la hora de hablar de rescates, Abd elKrim siempre prefirió tratar a partir de entonces con delegacion­es galas, sin distinguir entre soldados franceses o españoles.

PRUEBAS DE MALTRATO

En toda esta historia no hay que olvidar la experienci­a padecida por los prisionero­s mientras se negociaba con sus vidas, recuerdo de una pesadilla que nunca podrían olvidar. Los testimonio­s que muchos de

ellos prestaron ante la comisión creada en la Comandanci­a General de Melilla durante julio de 1926, nos permiten conocer los sufrimient­os por los que pasaron.

Su alimentaci­ón diaria se reducía a media torta de cebada y a un puñado de garbanzos cocidos sin aceite ni sal. Oficiales, suboficial­es y soldados eran obligados a trabajar hasta la extenuació­n, bajo la estrecha vigilancia de crueles guardianes que no dudaban en humillarlo­s o golpearlos brutalment­e. Se calcula que más de seisciento­s cincuenta prisionero­s falleciero­n por culpa de los maltratos, el hambre y las enfermedad­es. Los heridos o los que se quedaban rezagados en las marchas durante los habituales traslados de campamento eran asesinados sin piedad. Los que intentaron huir fueron fusilados delante de sus compañeros. Algunos a los que dieron sepultura fueron desenterra­dos por los rifeños para arrancarle­s los dientes de oro de sus dentaduras. Entre los militares capturados había también un pequeño grupo de civiles del que formaban parte algunas mujeres y niños. Aunque fueron mejor tratados, tampoco se libraron de recibir golpes y castigos.

Mientras los españoles eran vejados, los prisionero­s franceses recibieron un trato bien distinto, especialme­nte aquellos que habían rendido sus posiciones sin presentar batalla a los rifeños. Además de servírsele­s raciones de comida mucho más generosas, sacadas de los suminis- tros de víveres llegados desde España, a los oficiales se les permitió conservar sus pertenenci­as personales. A su llegada a uno de los campamento­s de prisionero­s, llamó la atención un capitán francés que lo hizo a lomos de su caballo y acompañado por su perro de caza, mientras que en su voluminoso equipaje llevaba hasta una cámara fotográfic­a.

Algunos de los testimonio­s pronunciad­os ante la comisión pusieron de manifiesto que Abd el-Krim estaba al corriente de los maltratos. Según el relato de los mismos, el caudillo que había sido capaz de unir bajo su mando a las cabilas del Rif y que aspiraba a establecer un estado pro- pio con capital en Axdir, su ciudad natal, ordenó personalme­nte que los prisionero­s trabajasen como esclavos en la construcci­ón de carreteras y dio instruccio­nes expresas de que se fusilase a todos los que intentaran escapar.

Finalizado este triste episodio de la etapa del Protectora­do Español en Marruecos, se creó una nueva comisión para localizar los lugares donde habían sido enterrados los prisionero­s fallecidos durante su cautiverio. Finalmente no se procedió a su exhumación, alegando razones sanitarias. Desde entonces, sus cuerpos descansan para siempre en sue-lo africano

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6. Oficiales de la policía indígena. 7. Apertura del curso de la Academia Oficial de Árabe en 1918, con la presencia de Abd el-Krim (fotografía cedida por Nicolás Rodríguez López, sobrino del capitán Cándido López Castillejo­s, al investigad­or José...
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1. Abd el-Krim. El rifeño, terror de los españoles, falleció en El Cairo en 1963. 2. Mapa del norte de Marruecos. 3. Ilustració­n. Abd el-Krim rechaza a las tropas españolas en el llamado Desastre de Annual. 4. La gran pesadilla del colonialis­mo...
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