Palabras que matan
inflamó los discursos en una atroz escalada que culminó con el golpe militar del 18 de julio. La imprudencia de una clase política no ya incapaz de controlar a sus elementos más exaltados, sino ella misma exaltada, hace que los historiadores lo tengan muy difícil a la hora de distinguir la verdad de la propaganda en los meses previos a la Guerra Civil. Sobró verbosidad y faltó mesura. Hoy, con la perspectiva del tiempo transcurrido, sabemos que la situación era grave pero no crítica y que, cuando se quiso reaccionar, era ya demasiado tarde.
Los discursos de buena parte de la “derecha” constituían una peligrosa glorificación racista, en la que los “malos” eran, entre otros, los “masones judaizantes”.En 1933, José María Gil Robles, jefe de filas de la CEDA, arengaba: “La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo. Llegado el momento, el Parlamento o se somete o lo hacemos desaparecer”.
Tras la Revolución de Asturias de 1934, la deshumanización del adversario alcanzó cotas nunca vistas. El discurso del odio convirtió a los mineros en “escoria, podredumbre y basura (…) que no merecen ser españoles ni seres humanos” (Honorio Maura, Acción Española). Sobre los comentarios que suscitó la victoria del Frente Popular en 1936, Paul Preston recuerda que, para el teniente de infantería Alfonso Muñoz Lozano de Sosa, “esto solo se arregla a tiros”.Y Primo de Rivera era de la opinión de que “no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la patria”.
Por supuesto, otros fomentaron el desasosiego desde la bancada de la izquierda. Los discursos de Largo Caballero solo sirvieron para echar más leña al fuego. Cuando el político afirmaba no creer “en la democracia ni en la libertad como valor absoluto” o cuando sostenía que “si los socialistas son derrotados en las urnas, irán a la violencia, pues antes que el fascismo preferimos la anarquía y el caos”,era lógico que