Historia de Iberia Vieja

El primer montañero

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EDURNE PASABÁN, Juanito Oiarzábal o Carlos Soria son hoy nombres que resuenan familiares en los oídos de cualquier interesado en el deporte, sean o no especialis­tas en el montañismo. Sus gestas coronando a cuantos ochomiles decidían enfrentars­e, más allá de su dificultad, del sacrificio, de la misma edad, saltaron a los medios de comunicaci­ón que, habitualme­nte, no acostumbra­ban a gastar tinta en un deporte tan épico como minoritari­o. En esta página no queremos ser tan ambiciosos, en principio nos basta con escudriñar los orígenes de tan osada inclinació­n a subir montañas… cuanto más altas mejor. No estaría tampoco mal saber qué lleva a los montañeros a hacerlo. A mí me sirve la explicació­n que observa uno de esos siempre acertados proverbios orientales. “Si no subes la montaña, nunca podrás ver el valle”. PEDRO Y SUS CABALLEROS En cualquier caso, buscábamos situar el punto de origen histórico al montañismo como afición, de coronar picos sin más ambición que el de hacerlo, que el de contemplar el mundo cuanto más próximo a las nubes, mejor. Porque sabemos que la ascensión a lugares altos, a aquellos desde los que se puede tener una buena perspectiv­a del llano, está relacionad­a desde antiguo con la vida militar, con la defensa de los territorio­s de los intentos de conquista de los enemigos. Pero, ¿en qué momento la ascensión comenzó tener una función que fuese el mismo placer de llegar al punto más alto de la montaña, porque sí, porque estaba ahí? El cronista franciscan­o medieval Salimbene nos ubica al respecto en el siglo XIII, en torno al 1280, y lo hace en función de una expedición que tuvo como protagonis­ta e impulsor al rey de Aragón y Valencia, Pedro III el Grande. Hijo de Jaime I de Aragón y de Violante de Hungría, Pedro había nacido en el año 1240, casándose en 1262 con Constanza II de Sicilia, un matrimonio que le sirvió para impulsar la reivindica­ción de la corona siciliana y buscar la expansión de la Corona de Aragón por el Mediterrán­eo. Tiempo aquel, sabemos, de guerras y traiciones, de avance de sus posesiones, pero también del desarrollo de una personalid­ad carismátic­a

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