La conspiración que provocó la Guerra Civil
INQUISICIÓN ¿Hubo caza de brujas?
Se avecina la Guerra Civil”. Así titulaba Gabriel Jackson uno de los capítulos de su ya clásica La República española y la Guerra Civil (Crítica, 2000), publicada por vez primera en 1965 y en la cual señalaba que “desde el momento de la victoria electoral del Frente Popular, los oficiales reaccionarios y monárquicos comenzaron a planear una sublevación militar”.
Esas elecciones habían tenido lugar el domingo 16 de febrero de 1936, con una segunda vuelta el 23 del mismo mes, y aunque la victoria de las “izquierdas” sobre las “derechas” fue todo menos abultada (47,2% frente al 45,7% de los sufragios), el reparto de escaños benefició a las primeras, pues la ley vigente de la República favorecía con el 80% de los asientos a aquellas listas que hubieran obtenido más del 50% de los votos, lo que hizo que 32 escaños cambiaran de manos (capítulo aparte merecen los casos de Granada y Cuenca, provincias en las que había ganado la derecha y cuyos resultados fueron anulados por sospechas de fraude, pero que, en todo caso, no hubieran inclinado la balanza hacia los “conservadores”). LA VICTORIA DEL FRENTE POPULAR El Frente Popular –constituido por el PSOE (Indalecio Prieto), Izquierda Republicana (Manuel Azaña), Unión Republicana (Diego Martínez Barrio), ERC (Lluís Companys), PCE, Acción Catalana, POUM, el Partido Sindicalista y otros– había sido fraguado por Azaña durante los gobiernos de centro-derecha del “segundo bienio”. Su victoria en 1936 alarmó a muchos. Veamos por qué.
Afirma Stanley G. Payne en 40 preguntas fundamentales sobre la Guerra Civil (La Esfera de los Libros, 2006) que “el proceso revolucionario que se abrió en España tras la caída de la monarquía constituye la principal causa, aunque no la única, de la Guerra Civil”. Según Payne, “con el triunfo del Frente Popular se inició una ‘situación prerrevolucionaria’ que, por motivos políticos, el Gobierno no pudo controlar”.
Y eso que el programa legislativo del Frente Popular, que quedaría definido en abril de 1936, fue tildado por lo general de moderado. Entre otras cosas, preconizaba una nueva y más audaz reforma agraria, que, abolió, por ejemplo los desahucios para los arrendatarios, colonos o aparceros
si no eran por falta de pago, una mayor autonomía para los ayuntamientos (y el estatuto de la misma para las Vascongadas) o la readmisión de trabajadores despedidos por sus actividades políticas y sindicales (muchos de ellos asturianos). Rechazaba, por el contrario, la socialización de la tierra, la industria y la banca, lo que satisfizo a la derecha moderada e incomodó a quienes pretendían marcar un paso más extremo a la frágil coalición frente-populista. ¿UN CLIMA IRRESPIRABLE? Y, no obstante, aunque entre los meses de febrero y julio de 1936 el clima en España fuera convulso –y a menudo irrespirable–, ello no se materializó en ningún plan revolucionario para subvertir el orden constitucional.
Esa es, tal como afirma Francisco Sánchez Pérez en el prólogo de Los mitos del 18 de julio (Crítica, 2013), una de las falsedades que ha acordonado esta tragedia: durante la primavera de 1936 no se produjo “ninguna intervención de la Komintern ni de la URSS en España” y sí, por el contrario, una suerte de alianza entre las derechas contrarrevolucionarias o antiliberales y ciertos sectores militares para “recabar con éxito la intervención internacional de la Italia fascista antes del golpe”, lo que viene a acreditar la tesis según la cual “la preparación de la conspiración que desembocó en el 18 de julio no puede separarse en lo más mínimo (...) del favorable entorno fascista que rodeaba a España” (Ángel Viñas).
Durante semanas, los discursos febriles y los desfiles de la victoria timbraron la agenda de las principales ciudades del país y hubo un problema palmario de seguridad. Clara Campoamor recordaba que “desde la mitad de mayo hasta el inicio de la Guerra Civil, Madrid vivió una situación caótica” en la que los obreros se negaban a pagar la cuenta de sus consumiciones y sus mujeres se escudaban tras “un tiarrón que exhibía un elocuente revólver” para hacer lo propio en los ultramarinos.
Los golpistas se escudaron en la zozobra reinante para actuar, si bien los conflictos y desórdenes no eran nuevos
Antes de que el teniente Castillo y el diputado de Renovación Española Calvo Sotelo sucumbieran al fanatismo aquel maldito 12 de julio, los brotes de violencia se contaron por docenas, con víctimas de ambos lados, falangistas y de izquierdas, tiroteos y bombas por doquier que el Gobierno trató de atajar. La muerte a tiros del magistrado del Supremo Manuel Pedregal, que había sentenciado a treinta años a un falangista, o el asesinato frustrado del diputado socialista Jiménez de Asúa, que se saldó con la muerte de su escolta, fueron solo algunas muestras de esa exacerbación.
Hay quienes culpan a Azaña de inhibirse o de no encarar con suficiente contundencia los excesos, pero, en general –y aquí
es oportuno condenar su pasividad en la quema de conventos del 11 de mayo–, sus disposiciones confirman que, al menos, trató de hacerlo, aunque la creciente radicalización de las partes bloqueó sus remedios. LA LUCHA POR EL PODER Lo cierto es que aquella primavera, como apostillara Raymond Carr, “la lucha por el poder pasó de las Cortes a la calle, a los clubes y a los comedores de oficiales”, promovida por prédicas tumultuosas o directamente apocalípticas, que el mismo Indalecio Prieto trató de aquietar: “Lo que no soporta una nación –señaló– es el desgaste de su poder público y de su propia vitalidad económica, manteniendo el desasosiego, la zozobra y la intranquilidad”.
Las importaciones se habían hundido desde 1931 y la mayor parte de las exportaciones se limitaba a productos como las naranjas, las almendras, el vino o el aceite. Pero ese no era el principal escollo. La Revolución de octubre de 1934, aún reciente y cuya intensidad Payne calificó como una “advertencia”, fue el caldo de cultivo que cimentó el odio al otro y dio carta de naturaleza al terror y a la venganza en una España cada vez más polarizada.
Tiempos de zozobra, pues, tras los que los golpistas del 18 de julio se escudaron para actuar, aunque los conflictos no eran nuevos y, en todo caso, el Frente Popular no tuvo que afrontar unos sucesos como los de Casas Vie- jas o la “imperdonable” Revolución de 1934 (el adjetivo es de Salvador de Madariaga). Pero, si las palabras de Gabriel Jackson que hemos citado al principio son ciertas, esto es, si los planes de la sublevación comenzaron en el mismo momento de la victoria del Frente Popular, ¿no estuvo la suerte echada de antemano?, ¿tuvieron el Frente y por ende la República alguna posibilidad de sobrevivir a la ansiedad de aquella primavera?
Ahora sabemos, por ejemplo, que los monárquicos, a través de Pedro Sainz Rodríguez, contrataron con la Italia fascista
Mola trazó las líneas del plan desde Navarra, lo que subraya que muchos elementos “se la tenían jurada” a la República
el suministro de un fabuloso material bélico –que incluía cuarenta aviones y miles de bombas– a principios de julio de 1936. El envío fue “avalado” por Antonio Goicoecha, el padre de Renovación Española, y pudo contar con la complicidad de Calvo Sotelo. ¿Acaso los asesinatos de este último y del teniente Castillo desencadenaron realmente el golpe o este se venía urdiendo desde mucho tiempo atrás?
Anthony Beevor lo tiene claro cuando, en La Guerra Civil española (Crítica, 2005), declara: “Desde el primer momento, los nacionales quisieron hacer creer a todo el mundo que solo se habían sublevado para abortar un putsch comunista, lo que no era más que un montaje para justificarse, a toro pasado, por lo que habían hecho”. Y, para Paul Preston, “la Guerra Civil representó la última expresión de los intentos de los elementos reaccionarios en la política española
A Azaña nunca le perdonaron la reforma militar que emprendió en 1931 siendo ministro de Guerra
de aplastar cualquier reforma que pudiera amenazar su privilegiada posición”.
No era la primera vez que lo intentaban. El 10 de agosto de 1932, La Sanjurjada supuso el primer levantamiento contra la incipiente República, y, aunque su fracaso convenció a muchos de que el tiempo de las asonadas había pasado, la realidad es que no fue esa la última tentativa desestabilizadora. Tras las elecciones del Frente Popular, el general Goded trató de sublevar sin éxito a las tropas del Cuartel de la Montaña (17 de febrero), pero aún era demasiado pronto. Sea como fuere, el Gobierno no midió bien la fuerza de sus enemigos cuando se limitó a alejar a los generales desafectos en la convicción de que el desarraigo bastaría para zanjar los peligros. FRANCOY MOLA Así, el general más joven del Ejército –lo era desde 1926–, Francisco Franco Bahamonde, fue “facturado” a las Canarias –“hacen ustedes mal en alejarme, porque yo en Madrid podría ser más útil al Ejército y a la tranquilidad de España”, dijo entonces–; Manuel Goded, que se había significado en la represión de Asturias, a las Baleares; mientras que Emilio Mola, el “Director”, se robustecía en Pamplona, feudo de los requetés.
El peso de este último fue sobresaliente. Mola trazó las líneas de un plan que elaboró durante varios meses desde su retiro navarro, lo que subraya que muchos elementos, tanto de la vida militar como civil, “se la tenían jurada” a la República desde la victoria del Frente en 1936. E incluso antes.
Al poco de conocerse la existencia de una coalición de izquierdas para concurrir a las elecciones de febrero, varios generales, así como miembros de la Junta Central y de la Unión Militar Española (UME), una organización fundada a finales de 1933 para canalizar ese descontento, se reunieron en la casa del general retirado Emilio Barrera, uno de los cerebros de La Sanjurjada, con el fin de deliberar sobre la opción de un golpe en el caso de que el Frente ganara los comicios. Y la fecha se fijó... ¡el 19 de febrero! Tres días estaban dispuestos a aguardar los conspiradores, si bien la rebelión fue neutralizada ante la imposibilidad de llevarla a cabo con garantías.
Muchos militares veían en Azaña poco menos que al Diablo, y así sucedía en el seno de la UME. Su fundador, el teniente coronel retirado Emilio Rodríguez Tarduchy, y su impulsor, el comandante Bartolomé Barba Hernández, execraban a quien, siendo ministro de Guerra en 1931, había aprobado una reforma militar que aspiraba a modernizar el ejército y a garantizar, sobre todo, su fidelidad a la República. Para estos intri-
gantes, Azaña les había “triturado”: nunca le perdonaron, por ejemplo, el cierre de la Academia General Militar de Zaragoza, y, en su opinión, era deber suyo salvar de nuevo a la patria, como tantas veces en el pasado. En 1936, se calcula que un 10% de la oficialidad formaba parte de la UME que, por supuesto, secundó los preparativos del golpe. Sin ir más lejos, el “Director” se sirvió de ella para reclutar a algunos simpatizantes.
Pero la UME no era la única entidad que se había conjurado contra la República. CONJURA CONTRA LA REPÚBLICA Los adversarios del Gobierno tenían muchas caras. Para empezar, los monárquicos alfonsinos que, naturalmente, reclamaban la vuelta al viejo orden quebrado tras el
El presidente alertó el 10 de julio de la inminencia de un golpe, pero Azaña se inclinó por esperar a que el movimiento madurase
“suicidio de la monarquía” el 14 de abril de 1931. Luego, los carlistas, que respaldaron a Mola en Pamplona. Y los constitucionalistas. Y la Junta de Generales, que había larvado Goded tras la asonada de Sanjurjo.
Durante varios meses, los actores principales de este drama debatieron entre bambalinas sobre el momento propicio para el levantamiento y las circunstancias del mismo. En marzo, todavía con el discutido Alcalá Zamora como Presidente, Mola se entrevistó en sucesivas jornadas con los generales Goded, Kindelán, Orgaz, Ponte, Saliquet, Carrascosa, Ortiz de Zárate, Franco, Galarza y Varela, y el 19 del mismo mes reunió a la mayoría de ellos en el domicilio de un diputado de la CEDA –el partido de Gil Robles al que había votado Franco–, asamblea de la que salió el compromiso de Franco de adherirse a la causa solo en caso de que el líder del PSOE Largo Caballero –el llamado “Lenin español”– asumiera el gobierno, estallara la anarquía o un movimiento popular condujera a la declaración de estado de guerra.
El 5 de junio, Mola redactaba los primeros Decretos-Leyes del futuro Directorio, poniendo el acento en la suspensión de la Constitución de 1931, el cese del Presidente de la República y los miembros del Gobierno y el restablecimiento de la pena de muerte en los delitos contra las personas, adoptando, así, cuantas medidas fueran necesarias para crear “un estado fuerte y disciplinado”. UN GOBIERNO INCOMPETENTE El pronunciamiento se fue aplazando, lo que, en sus últimos compases, hizo que peligrara, ya que eran muchos los que estaban al tanto de las maniobras. Sin ir más lejos, Casares Quiroga, a la sazón Presidente del Consejo de Ministros, alertó el 10 de julio de la inminencia de un golpe, pero Azaña se inclinó por esperar a que el movimiento madurase con el fin de abatir a todos los implicados. El Gobierno era consciente de que algo se cocía, pero era incapaz de poner rostro a todos los elementos subversivos. ¿Incompetencia? A la vista de los resultados, qué duda cabe, pero entonces el ruido de sables aún no era lo bastante estrepitoso...
Desde el punto de vista de Mola, la espera era necesaria aunque insoportable. No resultaba fácil conciliar tantos puntos de vista e intenciones divergentes. El Director no se durmió en los laureles, sin embargo, y esbozó, como ha apuntado Fernando Puell de la Villa, un “golpe realmente novedoso”, con “carácter centrípeto, es decir, a partir de la sublevación de varias guarniciones periféricas, que enviarían una avalancha de tropas sobre Madrid”. Al mando, se situaría Sanjurjo, entonces en Portugal y cuya muerte en accidente de aviación el 20 de julio de 1936 dejaría el camino expedito para que Franco fuera nombrado Generalísimo el 1 de octubre de ese año.
EL FRACASO DEL GOLPE El golpe, ya lo sabemos, fracasó. Vale preguntarse ahora por los motivos de ese descalabro. “Los titubeos del Gobierno fueron fatales para la suerte de la República española”, en opinión de Beevor, quien añade que “sus dirigentes no se atrevieron a armar a la UGT ni a la CNT”. Hay otra evidencia, aún más llamativa, que leemos en El infierno fuimos nosotros (Taurus, 2005), de Bartolomé Benassar: “Contrariamente a lo que suele pensarse, el Ejército no respondió masivamente a la llamada de los conspiradores (…). Salas Larrazábal, sumando los efectivos de todas las armas, incluidas las tropas de Marruecos y las fuerzas de seguridad, Guardia Civil y Guardia de Asalto, obtiene la cifra de 116.501 hombres por la República y 140.604 por los nacionales a finales de julio de 1936 (…). La mayoría de los generales permanecieron leales al Gobierno, mientras que más de la mitad de los coroneles y comandantes se adhirieron al alzamiento”.
Entre los generales sublevados, uno sobresalía por encima de todos: Francisco Franco, irresoluto al principio (“con Franquito o sin Franquito”, llegó a decir Sanjurjo ante su última “deserción”), pero resuelto finalmente a la misión: “Gloria al heroico Ejército de África. España sobre todo (...)”. Él fue uno de los cuatro generales de división en activo –junto con Goded, Queipo y el general Cabanellas, este último al mando de la Capitanía General de Aragón– que se rebeló contra el gobierno legítimo. EL DRAGON RAPIDE La historia del viaje de Franco desde Las Palmas de Gran Canaria a Marruecos para ponerse al frente del ejército de África se ha contado ya muchas veces, y delata el concurso del gran capital para servir a los intereses de los rebeldes. En efecto, la conspiración fue encarrilada por Emilio Mola, pero sus planes no se habrían concretado sin los llamados golpistas de la trama civil, entre los que se encontraba el banquero Juan March, el empresario Juan Ignacio Luca de Tena, el inventor del autogiro, Juan de la Cierva, o el corresponsal en Londres de ABC, Luis Antonio Bolín, quien, con dinero del primero, alquiló el Dragon Rapide que trasladaría a Franco a Casablanca y más tarde a Tetuán.
Para el profesor Ángel Viñas, no hay lugar a dudas: “El gran financiador de la conspiración fue Juan March. (…). Según Jehanne Wake, ya en marzo de 1936 a través del Banco Kleinwort Benson, March otorgó un crédito de medio millón de libras (21 millones de pesetas de la época, una cantidad enorme)”. Repetimos: marzo de 1936...
¿Qué sucedió en las primeras horas del pronunciamiento? La victoria de los sublevados en el Protectorado español de Marruecos fue seguida por una feroz represión, que Joaquín Gil Honduvilla ha reconstruido en Marruecos, ¡17 a las 17! (Guadalturia,
Entre el 18 y el 21 de julio, el mapa de España se fue preparando para el peor escenario posible: la guerra
2009), donde señala que “el primer detenido, el primer preso y el primer ejecutado en tierra africana se produjo en Melilla”.
Al tanto de lo que estaba ocurriendo en Marruecos, el Gobierno apeló a la confianza en los “poderes militares del Estado” para resolver la crisis, pero el paso de las horas fue mermando esa confianza. En la noche del sábado 18 de julio, Casares Quiroga presentó su dimisión a Azaña, quien encargó a Martínez Barrio la formación de un gobierno de concentración. El político trató de ganarse a varios generales, entre ellos a Mola, que rechazó someterse a su obediencia. Tras su fracaso, Martínez Barrio dimitió también y fue sustituido por José Giral. LA FRACTURA DE ESPAÑA Entre el 18 y el 21 de julio, el mapa de España se fue preparando para el peor escenario posible: la guerra. El pronunciamiento había triunfado en Marruecos, las islas Canarias, Mallorca, Galicia, Castilla La Vieja, León, Navarra, Álava, Oviedo y en las principales ciudades andaluzas, así Sevilla con el terrorífico Queipo de Llano; pero fracasó en las plazas más importantes, con Madrid a la cabeza, y también Cataluña, Valencia, Bilbao, Extremadura, Castilla la Nueva o Murcia.
Tras los cuatro días que estremecieron a España, los sublevados apenas si controlaban un tercio del territorio y, aunque disponían de los fértiles campos castellanos para alimentar a la tropa, las zonas industriales habían quedado del lado republicano.
Al Estado, sin embargo, le faltó cohesión para hacer frente a los retos de la guerra, lo que condujo a que diversos organismos revolucionarios empezaran a campar a sus anchas, debilitando su autoridad.
La defensa de Madrid fue el mayor éxito del Ejército Popular. El mismo Mola había previsto el fracaso en la capital, ya que todo dependía de la llegada de fuerzas del norte y el este, que habían quedado fracturadas en diversos frentes. En uno de sus documentos, el general reconocía que en Madrid carecían de las asistencias necesarias y que la acción sobre este punto sería tanto más difícil cuanto mayor fuera la distancia de partida.
A partir de abril de 1937, Franco hizo suyo el dicho de “siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo”, y sometió a Madrid a un largo asedio cuyo término –a finales de marzo de 1939– marcaría el fin de la guerra y la llegada no de la paz, como nos ilustraba el padre de Las bicicletas son para el verano, sino de la victoria...