España y Cuba
Una historia de amor y guerra
El Tratado de París, celebrado entre España y Estados Unidos el 10 de diciembre de 1898, puso fin a la guerra de Cuba. En su primer artículo, España renunciaba a “todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba”, que sería “ocupada por los Estados Unidos”. Fue la culminación de un “annus horribilis” para nuestro país, que se había iniciado el 15 de febrero con la voladura del acorazado USS Maine en el puerto de La Habana.
Pero, ¿qué pasó después? Sí, España perdió Cuba y la herida del Desastre tardó mucho en cicatrizar. Cundieron el desánimo y la indignación, nació un imperio y cayó otro. Sic transit gloria mundi. Pero la relación de España con su ex colonia no se canceló así como así. Desde el mismo momento en que la isla se acogió a la tutela militar de Estados Unidos, y más tarde con la instauración de la República en 1902, España siguió de cerca el devenir de los acontecimientos en el Caribe a través de varios representantes diplomáticos: José Felipe Sagrario y Joaquín María Torroja hasta 1904, y Ramón Gaytán de Ayala y Brunet y Pablo Soler Guardiola entre 1904 y 1911.
LOS PRIMEROS DIPLOMÁTICOS El primero de ellos, José Felipe Sagrario, había ingresado en la carrera diplomática en 1868 y, entre sus destinos anteriores, destacaba Washington, donde había desempeñado sus funciones como secretario de primera clase y encargado de negocios. Fue él quien diseñó la nueva red de oficinas consulares en la isla, nada menos que 14 a finales de 1899, y quien sentó las bases del nuevo orden antes de fallecer de fiebre amarilla, tan solo un año después de asumir el cargo.
Por su parte, Joaquín María Torroja, que cargaba a sus espaldas con más de dos décadas de trayectoria diplomática (con destinos como Boston, Rabat o Liverpool), amplió la misión de su predecesor y veló por los intereses de los súbditos españoles que reclamaban la repatriación –entre ellos algunos presos en cárceles cubanas– o que sufrían los ataques revanchistas de los naturales de la isla.
“En los años inmediatos después de la guerra se sucedieron algunos hechos y desavenencias entre cubanos y españoles, cuya fuerza o importancia está dentro de los límites que podemos considerar como ‘normales’ tras el fin de una contienda”, señalan Alejandro García Álvarez y Consuelo Naranjo Orovio en Cubanos y españoles después del 98: De la confrontación a la convivencia pacífica ( Revista de Indias, 1998). Tras el fin de las hostilidades mili-
tares, llegarían, en efecto, las discordias por el control de la industria del tabaco y, en ese clima enrarecido, varios comerciantes españoles fueron asesinados.
Torroja asistió también al proceso constituyente de la república, que nacería el 20 de mayo de 1902 con la presidencia de Tomás Estrada Palma, un viejo independentista que, en su relación con España, se mostró partidario de hacer borrón y cuenta nueva. Lo pasado, pasado.
LA ENMIENDA PLATT Lo cierto es que el sueño de la libertad cubana tampoco fue posible con sus nuevos “socios” americanos. La Asamblea constituyente desarrolló sus tareas atada muy en corto por Estados Unidos, que forzó la inclusión de una cláusula –la Enmienda Platt–, que se resumía en la amenaza de ocupación militar en caso de que se les ocurriera desviarse del recto camino.
La independencia no era, pues, más que una ilusión; y aún hoy los tentáculos de la enmienda Platt se advierten en la isla. En virtud del artículo 7 –“(...) el Gobierno de Cuba venderá o arrendará a los Estados Unidos las tierras necesarias para carboneras o estaciones navales en ciertos puntos determinados que se convendrán con el Presidente de los Estados Unidos”– existe hoy, por ejemplo, la base de Guantánamo.
A principios del siglo XX, la situación en España era tan calamitosa como (casi) siempre y muchos compatriotas emigraron a Cuba, seducidos en ocasiones por falsas promesas. Había menores que, arrancados con engaños de las manos de sus padres, eran embarcados hacia Cuba para trabajar en las empresas tabaqueras o azucareras
de la isla, un problema que el consulado denunció en repetidas ocasiones. Entre tanto, la vieja metrópoli movía los hilos para conservar la solidez de los lazos comerciales con Cuba, que, a la sazón, constituía el tercer mercado de la balanza comercial española tras Francia e Inglaterra.
“Durante varios lustros –precisa la historiadora Hilda Otero– los independentistas cubanos acusaron a España de entregar la isla a los americanos. Sin embargo, la actitud inicial de crítica fue cambiando paulatinamente. La dura convivencia con los anglosajones, a comienzos de siglo, puso sistemáticamente en peligro la estabilidad de la joven república, mientras el fuerte contingente migratorio español, que se hacía notar en las ciudades y pueblos de la isla, recordaba a los nostálgicos la pasada convivencia en los tiempos coloniales, en la que españoles y cubanos constituían una misma familia. La hostilidad inicial hacia España se olvidó muy pronto, en los estratos populares y a nivel institucional”.
En 1904, ante las crecientes injerencias de Estados Unidos, el Gobierno nombró a un nuevo secretario para la legación, Gaytán de Ayala, quien se mantendría en el cargo los siguientes cinco años. Hombre de buenos contactos y relaciones, “nuestro hombre en La Habana” se propuso integrar a la colonia de españoles en la nueva maquinaria de la república y afianzar la amistad entre ambos países. Pero, a la hora de la verdad, Estados Unidos seguía teniendo la sartén por el mango y, cuando una revuelta liberal hizo tambalear el gobierno de Estrada Palma, este solicitó la intervención militar de sus vecinos, la segunda desde 1898, que se prolongaría durante dos años y cuatro meses, ya con un nuevo presidente de la República, el Tiburón José Miguel Gómez.
DE LA DEUDA DE GUERRA... Tras la “invasión”, las relaciones de Gaytán de Ayala con el gobierno de Cuba dejaron de ser tan fluidas, puesto que muchas cuestiones solo podían tramitarse con el secretario de Guerra americano (y futuro presidente del país) William H. Taft. El fracaso del secretario español a la hora de negociar la deuda de guerra de Cuba –657 millones de pesetas oro– precedió a su sustitución por Pablo Soler Guardiola.
Este, avalado por su prestigio como primer secretario de embajada en las plazas de Londres, Roma y París, se presentó en la isla con el mismo mandado de la deuda, que había quedado sin resolver en
Estados Unidos seguía teniendo la sartén por el mango y volvió a intervenir en la isla en 1906
el Tratado de París. El Gobierno español quiso plantearlo “sin más dilaciones”, pero tampoco hubo caso entonces. El objetivo –una quimera– se canjeó, en fin, por la firma de un tratado comercial que los cubanos negociaron con sumo talento y ambición, y que condujo a los españoles a un callejón sin salida. El mismo Soler se lamentaba de un trabajo que le no daba “más que disgustos”, porque “para tratar con esta gente” era precisa “una paciencia de ángel”.
En resumen, que el diplomático mejor pagado en el extranjero abandonó La Habana con gusto, reemplazado por Julián María Arroyo y Bonet, en un momento en que el Gobierno ya no esperaba demasiado de Cuba –la reclamación de la deuda era una batalla perdida– y los problemas acuciaban en el interior. Tal como afirman Juan B. Amores e Hilda Otero en su imprescindible Las primeras relaciones diplomáticas entre España y Cuba después de 1898 ( Ibero-americana Pragensia, 2001), “probablemente, la dirección de la diplomacia española equivocó desde el principio el enfoque de sus primeras relaciones oficiales con la nueva república, en el sentido de que era en Washington, antes que en La Habana, donde deberían haber dirigido los mejores esfuerzos para obtener algún éxito en sus pretensiones”.
… A LA GUERRA CIVIL Y damos un salto en el tiempo para viajar hasta el final de la Guerra Civil española. Como es lógico, los países hispanoamericanos, y en particular Cuba, siguieron con especial interés el desarrollo de la contienda en la antigua metrópoli. Aunque no tomó partido por ninguna de las facciones, la inminencia del triunfo de los sublevados inclinaría la balanza hacia ese lado, con el fin de salvaguardar la industria tabaquera, que haría aguas si el comercio con España se iba a pique.
El acercamiento fue, no obstante, bastante tímido, ya que durante los años cuarenta se alternaron en el poder de Cuba partidos de corte nacionalista y socialista, en las antípodas ideológicas del régimen de Franco. De hecho, en 1940 fue ratificada en la isla una nueva constitución, que cabría calificar como una de las más progresistas de la época, y que estaba inspirada... en la republicana de 1931.
Así, las buenas relaciones flaquearon durante el primer mandato de Batista, quien no obstante viraría después hacia las simpatías con su homólogo español. El líder cubano ordenó el cierre de varios consulados españoles tras la entrada de su país en la Segunda Guerra Mundial al lado de los aliados, si bien su gesto no se quedaría más que en eso –en un gesto– y, al igual que la mayoría de la comunidad internacional, sortearía la condena abierta del régimen franquista.
Los países hispanoamericanos siguieron con interés el desarrollo de la Guerra Civil