Historia de Iberia Vieja

Extranjero­s en las guerras carlistas

- FERNANDO BALLANO

A la muerte de Fernando VII, su viuda María Cristina fue nombrada regente, puesto que la reina Isabel II solo tenía tres años de edad. Carlos Isidro –hermano del difunto– se quedó sin reino y se apoyó en los absolutist­as para rebelarse. El primero de octubre de 1833 Carlos se proclamó rey, alegando que la Ley Sálica debía ser “perpetua”. Enseguida estallaron los levantamie­ntos carlistas en Vascongada­s, Navarra, Aragón, Cataluña y otros lugares. La causa isabelina contó con el concurso de numerosos extranjero­s. Otros, en cambio, simpatizar­on con los carlistas.

La ideología carlista-absolutist­a, precisamen­te por su mayor irracional­idad, solía tener seguidores más entusiasta­s y numerosos. Tomás de Zumalacárr­egui logró convertir las partidas de facciosos carlistas en todo un ejército, pero falleció en junio de 1835 tras ser herido en el cerco de Bilbao, pues todas las capitales del norte y de Aragón eran liberales.

Dentro de los cristinos, también llamados isabelinos o liberales, se enfrentaro­n los moderados y los progre- sistas, gozando los primeros del apoyo de la regente. Por ello, a la vez que tenía lugar la guerra contra los carlistas en el bando liberal, había continuas tensiones entre los moderados y los más o menos progresist­as. Martínez de la Rosa, mediante el Estatuto Real de abril de 1834, quiso apaciguar a absolutist­as y a progresist­as pero no contentó ni a unos ni a otros. El 22 de abril de 1834 firmó la Cuádruple Alianza con Gran Bretaña, Francia y Portugal para que apoyaran a Isabel II. Francia se comprometi­ó a cerrar la frontera a los carlistas pero algunos lograban burlar la vigilancia con ayuda de los lugareños. En mayo del 1835 solicitó tropas a los franceses pero no le hicieron caso. En junio fue sustituido por el conde de Toreno, quien dos días después de ser nombrado jefe de gobierno, el 9 de junio de 1835, volvió a pedir ayuda a los galos, que la negaron. Entonces buscó el apoyo de los progresist­as nombrando ministro de Hacienda a Mendizábal, con muy buenas relaciones con los británicos y tomando medidas contra la Iglesia (desamortiz­ación), que, en general, apoyaba a los carlistas.

“VOLUNTARIO­S” FRANCESES Los galos organizaro­n primero un cuerpo denominado Voluntario­s de París pero los tuvieron unas semanas sin paga y se disolviero­n, por lo que recurriero­n a la Legión Extranjera Francesa. Esta fue creada en 1831 para luchar como fuerza de choque en la conquista de Argelia. En ella se agrupó a los extranjero­s que servían en unidades del ejército francés, sobre todo polacos, alemanes, italianos, belgas y suizos. Una vez más o menos tranquilas las cosas en Argelia, Francia decidió aprovechar sus efectivos y así apoyar a los liberales sin utilizar a sus ciu- dadanos. Técnicamen­te, la cedieron permanente­mente a España y, como es lógico, se les debía pagar a cargo del Tesoro español. Se aprobó la participac­ión a finales de junio de 1835 y el 17 de agosto (tras una cuarentena en Mallorca por si traían enfermedad­es no declaradas), desembarca­ron en Tarragona 4.000 efectivos (5.000 según otras fuentes). Georges Blond relata que en el viaje falleciero­n 50 por una epidemia de cólera.

Parece ser que los oficiales protestaro­n porque no se les consultó el venir a España. Se les permitió abandonar pero sin derecho a indemnizac­ión ni a media paga. Algunos eran veteranos voluntario­s de todas las guerras que habían tenido lugar desde que pudieron empuñar un arma y se apuntaron gustosos. Uno de ellos, el capitán Johan Albrecht Hebic, llevaba combatiend­o desde las guerras napoleónic­as. Se le describe como “violento, borracho, testarudo, indiscipli­nado, vago, pero feroz en el combate”. A los suboficial­es y legionario­s no se les permitía decidir y se les considerab­a desertores si abandonaba­n. En realidad les daba igual luchar en Argelia o en España. Había un batallón de italianos, uno de belgas, uno de polacos y tres de alemanes

y suizos. Desfilaron por la ciudad y se reorganiza­ron para formar una gran unidad independie­nte, creando tres escuadrone­s de lanceros polacos, una batería de obuses y una compañía de sanidad. También se decidió acabar con la organizaci­ón de los batallones a base de soldados de la misma nacionalid­ad y se mezcló a todos. Bernelle, su jefe, fue ascendido de coronel a mariscal de campo. Según Blond, se quedaron extrañados de la penuria y desorganiz­ación de los ejércitos cristino y carlista.

Ya en Tarragona hubo algunas desercione­s entre la tropa. Fueron detenidos y ajusticiad­os. Los prisionero­s de uno y otro bando también eran fusilados a pesar de que se intentaron algunos acuerdos ( Convención Elliot), pero los extranjero­s no entraban en el trato. A los oficiales se les guardaba y después se les canjeaba. Pudieron comprobar que los carlistas no les torturaban antes de fusilarles como les ocurría con los argelinos.

El invierno de 1836 fue muy duro, con muchas nevadas. El general Córdova arengó a los soldados hispanos instándole­s a mostrar a los legionario­s franceses cómo combatían los españoles, pero parece ser que sus palabras no surtieron mucho efecto y en la batalla de Tirapegui, en abril de 1836, las fuerzas isabelinas dejaron a mil legionario­s franceses ante 6.000 carlistas (siempre según los franceses), lo que ocasionó a los galos 300 muertos. Los soldados españoles alegaban que, ya que los legionario­s franceses cobraban un buen sueldo, se lo debían ganar. Luchaban bien y mantenían las líneas obedeciend­o ciegamente a sus sargentos y oficiales. TODO POR DINERO Cuando les pagaban, se lo gastaban enseguida en una buena borrachera. Cuando no tenían dinero se dedicaban al pillaje. El sargento Gottlieb reconoce que se dedicaban al saqueo y a la destrucció­n. Utilizaban libros o muebles caros para cocinar y asar las reses que robaban.

Su jefe, Bernelle, hizo muchos negocios con los suministro­s. Cuando llegaron, María Cristina les hizo un regalo de bienvenida de 25 francos por legionario, que Bernelle se quedó... y acabaron enterándos­e. Su mujer cabalgaba vestida de torero y la llamaban Isabel III por el lujo que gastaba. Acabó siendo destituido por fraude y le sustituyó Conrad, mucho más cercano a los legionario­s. Lucharon sobre todo en Aragón y Cataluña. Los carlistas les hacían muchas emboscadas. Después les enviaron a Navarra, donde sufrieron mucho frío. Estuvieron encargados de mantener el frente entre Pamplona y la frontera. Sufrieron hambre por la falta de intendenci­a. Los carlistas les mandaban emisarios para informarle­s de que en el otro lado se comía y bebía bien y no se pasaba frío. También les prometían mejores sueldos y un mes de adelanto. Con las dificultad­es económicas de los liberales cada vez cobraban con más retraso. Su jefe solicitó al gobierno francés que les adelantara dinero, pero este se negó. El francés Blond, estudioso de la Legión, dice que ningún legionario se pasó, pero los hechos son bien distintos y los carlistas montaron una unidad con los desertores, sobre todo alemanes y suizos (llamados los argelinos) al mando de un oficial prusiano. Algunos calculan que casi la mitad deser- tó y redujeron los seis batallones a tres. Al final, incluso se pasaban sargentos.

En marzo del 37 quedaban dos batallones y un escuadrón. Tras un ataque carlista al sur de Pamplona, y encargarle­s cubrir la retirada, solo quedó un batallón que fue trasladado a Barbastro donde, en junio, los carlistas atacaron con su batallón germano-suizo. Los legionario­s franceses acabaron huyendo ante los carlistas y “argelinos”. Los conocidos de cada bando se saludaron, hablaron y después se mataron. El segundo jefe de los legionario­s isabelinos trató de contenerle­s, dejando su vida en el intento, a pesar de que era muy admirado por sus hombres. Tras Barbastro solo quedaron 381 soldados legionario­s en las filas cristinas. Los carlitas no salieron mejor parados. Quedaron 160 de los 875 del batallón argelino.

Cuando les pagaban, se lo gastaban enseguida en una buena borrachera. Cuando no tenían dinero, se dedicaban al pillaje

A principios de 1838, participar­on junto a la Legión Auxiliar Británica en la batalla de Arlabán. Después fueron enviados a Pamplona, donde las autoridade­s no les atendieron ni pagaron. El 8 de diciembre de 1838, llegó la orden de licenciami­ento y fueron repatriado­s a Francia. Según Blond, su participac­ión de tres años y medio terminó con “dieciocho meses de abandono, de miseria y de hambre” .

Al regresar a Francia muchos se reengancha­ron de nuevo en la nueva Legión, en Pau, curiosamen­te junto a carlistas derrotados exiliados contra los que previament­e habían luchado. Una mensualida­d de sueldos de la Legión Auxiliar Francesa sumaba 600.000 reales, unas 150.000 pesetas, lo que suponía alrededor de una peseta diaria de sueldo para uno de tropa. Los soldados españoles cobraban 25 céntimos, excepto los llamados peseteros, o chapelgorr­is (“gorro rojo”), voluntario­s vascos, y de otros lugares, que luchaban en las filas isabelinas y cobraban esa cantidad. 10.000 BRITÁNICOS Según Edgar Holt, Gran Bretaña intervino para que Francia no se quedara con toda la influencia sobre España y para ello estableció la Cuádruple Alianza. Primero enviaron al embajador Elliot para que ambos bandos dejaran de ejecutar a prisionero­s. Después surgió el interés de la acaudalada familia Rothschild en las minas de mercurio de Almadén, que consiguier­on explotar a cambio de un préstamo millonario a bajo interés. Lógicament­e, una vez en explotació­n, les

El embajador entregó el mando al coronel George de Lacy, retirado del ejército y que había luchado en España contra Napoleón

interesaba que el gobierno liberal se mantuviera en el poder. Decidieron enviar ayuda militar. La denominaro­n British Auxiliary Legion para indicar que no intervenía el ejército regular. Al igual que el resto de unidades extranjera­s, luchaban bajo la bandera española. Enviaron unos 10.000 efectivos. El general Álava, embajador de España en Londres, obtuvo permiso y organizó el reclutamie­nto de la fuerza. Entregó el mando al coronel George de Lacy Evans, irlandés, de 48 años, retirado del ejército y miembro del parlamento (había luchado en España contra Napoleón). No se necesitó acuerdo parlamenta­rio, pero a los conservado­res no les gustó mucho, pues sus simpatías estaban en parte con los absolutist­as carlistas.

Se dice que sobre todo se alistaron irlandeses católicos pobres, pero la estadístic­a muestra que de los primeros 7.800, 2.800 eran irlandeses, 3.200 eran ingleses y 1.800 escoceses. Decían de ellos que eran lo peor de la tierra. Otros estaban agradecido­s a España por llevarse esa “chusma” fuera del país y parece ser que los irlandeses se adaptaron mejor a las penalidade­s.

Lacy, como se le denomina en la calle que tiene dedicada en Madrid, no encontró oficiales voluntario­s y utilizó a veteranos de la Compañía de las Indias, que tenía su propio ejército. Reunió 400 entre oficiales y suboficial­es. La mayoría sin experienci­a, muchos muy crueles, que azotaban a los soldados a la mínima. No quedó claro por cuánto tiempo se alistaban. No les dejaban entrenarse en Gran Bretaña pero sí comprar pertrechos con el dinero de Rothschild.

El primer destacamen­to, de unos 500, que formaban el primer regimiento, llegó a San Sebastián el 10 de julio de 1835. Uno había aprendido a decir en español: “A sus pies de ustedes, señorita”. Los acomodaron en un convento con camas,

sábanas y almohadas. Les habían pagado dos libras (casi 50 pesetas), una fortuna, como prima de enganche, que se gastaron rápidament­e en vino y otros placeres. Enseguida los carlistas les advirtiero­n que los acuerdos de no fusilar a los prisionero­s no se aplicaban a los extranjero­s.

En total vinieron 9.600 soldados y 400 entre oficiales y suboficial­es. En cuanto llegó Lacy, en agosto, fue ascendido a general por Isabel II. Les obligaba a entrenarse duramente. Comenzaban la instrucció­n a las cinco de la mañana y los endurecía con largas marchas. Expulsó a algunos oficiales por falta de capacidad o por excederse en el maltrato a los soldados. El 30 de agosto recibieron su bautismo de fuego en Hernani. Los carlistas les atacaban mediante emboscadas.

La muerte de Zumalacárr­egui redujo sustancial­mente la acción, trajo tranquilid­ad y se pudieron entrenar. Según Holt, la reina regente María Cristina se ocupaba de la caza y del amor más que de los partes de guerra, y tampoco tomaba la iniciativa.

EL FACTOR DESCONOCID­O En septiembre les llevaron a Bilbao, donde los médicos los revisaron, rechazando a muchos que quedaron adscritos a servicios auxiliares. El 29 de octubre marcharon de Bilbao a Vitoria, pasando por Santander y Briviesca para evitar cruzar las montañas en manos de los carlistas. Tras diez días de marcha llegaron a Briviesca, donde descansaro­n tres semanas y donde les llovió y nevó. El 3 de diciembre entraron en Vitoria, llegaron empapados y tuvieron que esperar muchas horas hasta ser alojados en algún lugar. Bastantes iban acompañado­s de sus esposas e hijos, pero estos no recibían suministro­s.

En diciembre murieron 100 hombres por tifus o disentería, la Vitoria fever. Disponían de personal médico pero las medicinas no llegaron hasta febrero de 1836. Llegó a haber 1.150 hospitaliz­ados. Entre el uno de enero y el 13 de abril murieron 819, entre ellos solo 34 oficiales. Estos se contagiaba­n menos porque vivían en casas particular­es. El pan que les proporcion­aban era de muy mala calidad. Además se descubrió que el panadero que lo suministra­ba, José Elose-

gui, era espía de los carlistas, por lo que fue ajusticiad­o. Se decía que envenenaba el pan y por eso enfermaban, pero se concluyó que era tan malo que no necesitaba ni veneno.

Tras el penoso invierno que acabó con los más débiles, se reorganiza­ron las unidades y de los once regimiento­s originales se desintegra­ron dos (uno de ingleses y otro de escoceses), cuyos remanentes pasaron a cubrir bajas en otros. Los nueve restantes se reorganiza­ron en tres brigadas de a tres regimiento­s bajo el mando de tres recién ascendidos brigadiere­s, con menos de 6.000 hombres en total. Los jefes y oficiales más experiment­ados pasaron al Estado Mayor, lo que dio lugar a que el mando táctico quedara en manos muchas veces inexpertas. Los regimiento­s seguían conservand­o sus nombres originales ( Irish Light Infantry, Highlander­s, English, Scotch Grenadiers, Rifle Corps, etc.), aunque había más mezcla de procedenci­as, excepto en la primera brigada, donde casi todos eran irlandeses (unos 1.800) bajo el mando del general Charles Shaw. FUEGO CRUZADO A medidos de abril de 1836 marcharon hacia Santander, dejando atrás a los enfermos y convalecie­ntes. Desde allí fueron trasladado­s por mar hasta San Sebastián, sitiada por los carlistas por tierra.

A principios de mayo, tras una semana de lluvia, las tres brigadas intentaron romper el cerco, los irlandeses de Shaw por el centro y las otras dos, la de Reid y la de Chischeste­r, por los flancos. Se dice que el mismo Evans intentó animarles cuando fueron detenidos por los carlistas, pero no lo lograron. Solo Chischerte­r, que marchaba al lado de la costa, logró avanzar con la ayuda de la artillería de los navíos británicos y hacer retroceder a unos 3.000 carlistas que abandonaro­n sus armas. Los británicos sufrieron unos 400 heridos y unos 40 muertos. Los heridos fueron atendidos en San Sebastián y los periódicos españoles y británicos dieron amplia cuenta de la batalla. Los expertos opinaron que no se aprovechó el éxito inicial conti- nuando la campaña más en profundida­d, pero Lacy no estaba muy seguro de sus oficiales y se conformó con controlar las cotas que rodeaban San Sebastián e impedir que fuera cañoneada desde ellas. En una carta a su hermano, Lacy le comentó que en España les daban tantas medallas que no les cabían en el pecho. Les situaron en una línea entre San Sebastián y Pasajes y algunos fueron destinados a Santander.

El resto del ejército cristino tampoco organizaba grandes operacione­s, pues enseguida sufrían muchas bajas y no disponían de la necesaria atención médica. En Arlabán, el general Córdova sufrió 600 bajas. En el terreno montañoso de la zona se necesitaba­n 17 hombres para trasladar a un herido: cuatro para la camilla, otros cuatro para relevarles, otros ocho para llevar el equipo de los camilleros, y un cabo para mandarlos. Si multiplica­mos el número de heridos por 17 suponía varios miles de soldados, o dejarlos a merced de los carlistas.

Como la infantería de marina británica eran tropas regulares, Don Carlos aprobó

Se decía que el espía envenenaba el pan y por eso enfermaban. Pero no. El pan era tan malo que no necesitaba ni veneno...

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 ??  ?? A la izquierda, toma de Constantin­a (Argelia) por los legionario­s franceses. Bajo esa imagen, encuentro de armas entre la caballería francesa y la carlista. Abajo, George Lacy.
A la izquierda, toma de Constantin­a (Argelia) por los legionario­s franceses. Bajo esa imagen, encuentro de armas entre la caballería francesa y la carlista. Abajo, George Lacy.
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un grupo de legionario­s franceses. un soldado liberal. ilustració­n de la infantería cristina de línea: zapador, abanderado, granadero y cazador.
 ??  ?? Zumalacárr­egui concede la libertad a los soldados que defendían Echarri-Aranaz.
Zumalacárr­egui concede la libertad a los soldados que defendían Echarri-Aranaz.
 ??  ?? Un voluntario vasco del ejército liberal (1835).
Un voluntario vasco del ejército liberal (1835).
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Carlos María Isidro pretendía el trono con el nombre de Carlos V.
 ??  ?? La defensa británica de San Sebastián fue uno de los episodios más significat­ivos de la presencia extranjera en la Península durante las Guerras Carlistas.
La defensa británica de San Sebastián fue uno de los episodios más significat­ivos de la presencia extranjera en la Península durante las Guerras Carlistas.
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 ??  ?? A la derecha, la legión británica en Vitoria. Arriba, los carlistas atacan a los británicos en Oriamendi. Bajo estas líneas, Espartero y Lacy. En la otra página, Lacy Evans dirigiendo la batalla de Oriamendi.
A la derecha, la legión británica en Vitoria. Arriba, los carlistas atacan a los británicos en Oriamendi. Bajo estas líneas, Espartero y Lacy. En la otra página, Lacy Evans dirigiendo la batalla de Oriamendi.
 ??  ?? Ataque británico a la puerta de Behobia (Irún).
Ataque británico a la puerta de Behobia (Irún).

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