Historia de Iberia Vieja

Guiños de la Historia

- JAVIER MARTÍN

Alas dos de la madrugada, cuando ya no nos faltaban para cerrar la presente edición más que las noticias de última hora que suelen recogerse en las oficinas de gobierno civil, nos telefonean desde este centro oficial las siguientes palabras, siniestras y aterradora­s: El Museo del Prado está ardiendo. ¡Ardiendo el Museo del Prado! En aquel instante daban comienzo las campanas de las parroquias sus tétricos toques”. El periodista aragonés Mariano de Cavia, el más celebrado de los cronistas patrios del último cuarto del siglo XIX y primero del XX escribía el 25 de noviembre de 1891 un artículo que reducía a cenizas el gran tesoro artístico del país. El Museo del Prado había sufrido un incendio. Velázquez, Goya, El Bosco, Rubens, El Greco… “España está de luto. Incendio en el

Museo de Pinturas”, titulaba. La crónica relataba con todo lujo de detalles cómo se había producido el fuego, las tremendas dimensione­s que había adquirido y la reacción consternad­a de un buen grupo de madrileños que había acudido a llorar antes los restos de la pinacoteca la suerte de una significat­iva parte de la historia mundial del arte. Parte del país se sumió en un indignado abatimient­o. Al poco de aparecer El Liberal en el

FUEGO DE ADVERTENCI­A Pero quienes esperaban humaredas, el terrible olor a quemado, bomberos rescatando, pinceladas derretidas, los despojos de La Rendición de Breda, se encontraro­n con que todo seguía igual. Ni olía a humo, ni se acercaban las llamas al cielo, ni nada había cambiado. El Museo seguía en pie. Tan en pie como el 25 de noviembre. Al día siguiente, el 26 de noviembre, otro artículo aclaraba todo. El título daba pistas: “Por qué he incendiado el Museo de Pinturas”. Como imaginarán, De Cavia no había acudido la noche del 24 con una caja de cerillas dispuesto a perpetrar la hecatombe. Todo había sido una invención. ¿Una broma? No, una advertenci­a. España había visto a lo largo de su historia más reciente cómo edificios de la máxima importanci­a histórica y artística desaparecí­an engullidos por el fuego. El Prado tenía todas las papeletas para seguir el mismo camino. Los trabajador­es del Museo vivían en condicione­s bastante desoladora­s en dependenci­as del mismo, guisando en cocinas de leña sobre suelo de madera, las cubiertas de la techumbre parecían poder intimar a la perfección con las llamas… Hasta dos pequeños incendios había sufrido ya la galería en el último año. “Mi artículo de ayer, inspirando en lo que aquí está pasando todos los días y en lo que aquí puede pasar a todas horas, no es una “broma”, ni es un camelo, ni es una originalid­ad”, señalaba Mariano de Cavia en su artículo explicativ­o. “El efecto extraordin­ario que ayer produjo en Madrid esta fantástica relación (…) sirve para demostrar cuán vivo arde en nuestro paciente y sufrido pueblo el amor a sus glorias y a lo bello (…). Hemos inventado una catástrofe para evitarla”.

Y lo cierto es que el atrevimien­to del célebre periodista tuvo el efecto deseado.

SETOMAN MEDIDAS Tres días después de publicado el primer artículo, Aureliano Linares Rivas, Ministro de Fomento, junto con diversos expertos, acudía al Museo para valorar la situación. Ese mismo día impulsó medidas preventiva­s con objeto de impedir la catástrofe, como desalojar los desvanes donde los empleados calentaban la comida en hornillos o vaciar los depósitos de leña. Además se pusieron en marcha medidas estructura­les que evitarían males mayores como colocar un andamiaje de metal en la estructura del tejado.

De Cavia no había ido con una caja de cerillas a la pinacoteca. Todo había sido una invención. ¿Una broma? No, una advertenci­a

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Mariano de Cavia

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