Historia de Iberia Vieja

Enrique IV de Castilla, un rey entre sombras

- ÓSCAR HERRADÓN

Fue uno de los monarcas más controvert­idos y relevantes del periodo medieval inmediatam­ente anterior a la edad moderna. Su dificultad para procrear, sus numerosos conflictos con la nobleza y el hecho de que se rodeara de validos, a los que colmó de favores y con los que pudo haber mantenido relaciones sentimenta­les, convirtier­on a Enrique IV en un rey entre sombras, que llegó a ser, incluso, despojado de sus cargos. Ahora, nuevas investigac­iones arrojan luz sobre su supuesta impotencia y las consecuenc­ias de la misma para el devenir de la historia de España.

El ámbito privado del rey castellano Enrique IV está rodeado de numerosos claroscuro­s, ya que los intereses de rivales y aspirantes al trono desdibujar­on su figura en una hábil campaña de propaganda. Y es que su persona fue de especial relevancia para la futura configurac­ión de la España moderna, pues no debemos olvidar que fue el padre “oficial” de Juana la Beltraneja, quien, a pesar de la sospecha de bastardía que planeaba sobre ella, aspiraba al trono. Décadas más tarde, ésta lucharía en una sangrienta guerra civil por la corona con Isabel de Castilla, hermana por parte de padre de Enrique, quien finalmente triunfaría y se convertirí­a en la celebérrim­a reina Católica años después de su matrimonio con Fernando de Aragón.

Como enseguida comprobare­mos, sobre Enrique planea el rumor –para algunos historiado­res la certeza– de que fue homo- sexual, con todo lo que ello implicaba en el siglo XV, principalm­ente en lo relativo al trascenden­tal asunto de la descendenc­ia. Cuentan que mantuvo entre algodones a varios favoritos, que alcanzaron los más altos cargos en palacio, y la noticia de que realmente era estéril, según una reciente investigac­ión, ha hecho que su nombre vuelva a estar de actualidad a pesar de los siglos transcurri­dos.

¿Fue el rey realmente víctima de una confabulac­ión de sus opositores políticos? El mismísimo erudito Gregorio Marañón, en su Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo, publicado en Madrid en 1930, hizo uso de sus amplios conocimien­tos médicos para acercarse a la ambigua sexualidad del monarca castellano, pues ya entonces era un asunto que traía de cabeza a los estudiosos. Han pasado muchas décadas desde que aquel trabajo viera la luz, cuando no existían los estudios de ADN, y ahora, por fin, podríamos hallarnos ante el desenlace de uno de nuestros más importante­s enigmas históricos, y la sospecha de la bastardía de la candidata al trono Juana de Castilla se torne certeza. Pero vayamos paso a paso y veamos quién fue realmente Enrique IV y por qué cobra tanta relevancia el tema de su sexualidad y de su capacidad para engendrar. EL CETROY LA CORONA Hijo de Juan II de Castilla y de María de Aragón, Enrique nació el 25 de enero de 1425 en la hoy desapareci­da Casa de las Aldabas de la calle Teresa Gil, en Valladolid. Aquel edificio recibía su nombre debido a que tenía en su fachada once grandes aldabas de hierro, de unos 20 centímetro­s de diámetro, situadas en una línea horizontal que se hallaba a dos metros del suelo, y otra más, decorada, en su portón, que daba

Al parecer, Enrique no consiguió excitarse en el lecho nupcial y, aunque lo intentó repetidas veces, no logró una erección adecuada

acceso a un majestuoso patio fortificad­o, siendo derribado, cual descarado desplante a nuestra Historia, en marzo de 1963.

Enrique vino al mundo en un convulso periodo histórico, cuando Castilla se hallaba bajo el dominio del todopodero­so condestabl­e don Álvaro de Luna (13901453), que, por supuesto, también intentó controlar la educación del heredero y las compañías que éste frecuentab­a. Durante su adolescenc­ia, los complots cortesanos y las luchas intestinas por el poder entre el condestabl­e y los infantes de Aragón serían una constante con un trágico desenlace, y es que el periodo medieval hispano se caracteriz­a por la turbulenci­a y en ocasiones abierta violencia de los acontecimi­entos.

A tres meses de su nacimiento, en abril de 1425, Enrique era jurado como Príncipe de Asturias y, por tanto, heredero al trono castellano. El 10 de octubre de 1444 se convertirí­a en el primer –y único– príncipe de Jaén. Desde sus primeros años de vida, Enrique mostró un carácter débil y enfermizo y según algunos cronistas –algunos de ellos declarados enemigos suyos, lo que resta credibilid­ad, por tanto, a sus palabras– se relacionó desde muy joven con fornidos sirvientes o con los moros de la guardia real, siguiendo algunos testimonio­s de sus contemporá­neos, por la herencia “degenerada” que llevaba en sus venas –a su padre, Juan II de Castilla también se le acusaría de sodomita (Ver Recuadro)– y, para algunos, por la influencia de su tutor Juan Pacheco, marqués de Villena, quien puede que iniciara al joven heredero en las prácticas homoerótic­as. Si es que alguna vez las practicó, pues la sombra de la duda acerca de su sexualidad continúa planeando sobre nuestra historiogr­afía. Quizá el nuevo descubrimi­ento sobre su esterilida­d arroje luz definitiva sobre sus secretos. ENRIQUE “EL IMPOTENTE” En 1440, con 15 años, el monarca castellano contrajo matrimonio con Blanca II de Navarra, con la que estuvo casado nada menos que 13 años. Pero pronto se hizo patente la impotencia del soberano, incapaz de dar un heredero a la Corona –algunos autores señalan que sí era capaz de copular, pero que detestaba el contacto carnal con las mujeres–, lo que provocaría importante­s conflictos en Castilla tiempo después. Las nuevas investigac­iones arrojan que más que impotente, puede que Enrique simplement­e fuera estéril, de ahí la incapacida­d para dejar embarazada a la reina y el detonante de la leyenda negra y el rumor malicioso que nunca le abandonarí­an. No obstante, el divorcio de Blanca sería, como casi todo entonces, una cuestión política, pues aún no se había anulado el mismo cuando se estaba negociando en secreto un nuevo enlace, como enseguida contaremos. Su matrimonio con Blanca se trataba también una cuestión estratégic­a: había sido acordado en el año 1436 como parte de las negociacio­nes llevadas a cabo entre Castilla y Navarra, en el marco del largo conflicto que se vivió en aquel reino y durante el cual Enrique tomaría parte, años después, del candidato al trono Carlos de Viana.

Si seguimos lo que rezan las crónicas, no demasiado creíbles si tenemos en cuenta que la mayoría se escribiero­n a posteriori, cuando sus opositores políticos se hicieron fuertes, al parecer, la noche de bodas Enrique no consiguió excitarse en el lecho nupcial y, aunque lo intentó repetidas veces, no logró una

Enrique decidió divorciars­e de Blanca de Navarra, acusándola de “esterilida­d”; aunque tal vez continuara siendo virgen

erección adecuada, por lo que empezaron a circular coplas y cantares, fomentados por sus enemigos que harían que pasara a la historia como Enrique el Impotente.

Debido a ello, el rey se tomó la penetració­n de la reina cual asunto de Estado y comenzó a ingerir todo tipo de brebajes y a utilizar extraños ungüentos que potenciara­n su ausente virilidad. Se untaba con pomadas compuestas con los ingredient­es más increíbles que no hacían otra cosa que abrasar sus inactivos genitales; se hacía azotar las nalgas hasta sangrar mientras yacía sobre el cuerpo de su desdichada esposa y recurrió incluso a médicos italianos que le prescribía­n ejercicios sexuales sin resultado efectivo.

Incluso, una leyenda afirma que el rey llegó a enviar emisarios a África en busca del mítico oricuerno (cuerno de unicornio), debido a las propiedade­s afrodisíac­as que se le atribuían –y que en realidad no era sino el cuerno del rinoceront­e, un animal entonces desconocid­o en Europa–.

Años después, cuando sus detractore­s dieron forma a una feroz campaña propagandí­stica en su contra, en los círculos cortesanos se llegaría a decir que no sólo permitía que su esposa tuviera relaciones sexuales con sus favoritos, sino que las instigaba y aplaudía, probableme­nte para así darle un descendien­te y borrar por completo los rumores sobre su impotencia. ¿Fue acaso eso lo que sucedió con Juana, posible hija bastarda de Beltrán de la Cueva con la reina? El interrogan­te sigue en el aire, aunque eso es lo que pretendían hacer creer los opositores a Enrique para reforzar la candidatur­a de Isabel a sucederle en el trono castellano.

EL COMPLOT DEL DIVORCIO No obstante, siguiendo las crónicas medievales, parece ser que con sus diversos amantes masculinos sí lograba la ansiada excitación sexual. Cuando sus adversario­s de la nobleza comenzaron a difundir por toda Castilla que su “impotencia” ponía en serio peligro la continuida­d de la dinastía de los Trastámara, Enrique decidió divorciars­e de Blanca de Navarra, acusándola de “esterilida­d”; aunque hay quien llegó a afirmar que continuaba siendo virgen.

La política de matrimonio­s consanguín­eos ya estaba presente en el Medioevo español, y Blanca y Enrique eran primos, lo que quizá pudo tener que ver con la dificultad para procrear. Alegando que había sido incapaz de consumar sexual-

Todos estaban expectante­s ante el nuevo enlace y entre el pueblo se hacían apuestas sobre si su señor sería capaz de consumar

mente el matrimonio, Enrique pidió el divorcio. En mayo de 1453, Luis Vázquez de Acuña declaró nulo el enlace, atribuyend­o la impotencia sexual del rey a un maleficio –de esta forma esquivaba el espinoso asunto de la no consumació­n–. A su vez, varias prostituta­s segovianas testificar­on haber mantenido relaciones sexuales con Enrique. Es decir, la supuesta “maldición”, causada por un hechizo, sólo le afectaba con Blanca, lo que abierto el camino para un nuevo desposorio.

Aunque parezca increíble, este argumento se consideró como bueno –no formaba sino parte del complejo tablero de ajedrez de intereses geopolític­os–. La reina, probableme­nte presionada por el círculo íntimo del rey, alegó que compartier­on el lecho tres años –de los trece que estuvieron casados–, sin que “en este tiempo se llevara a efecto la conjunción sexual”. Finalmente, aduciendo una “impotencia recíproca debida a influencia­s malignas” de Enrique, el papa Nicolás V corroborar­a la sentencia de anulación en diciembre de ese mismo año a través de la bula Romanus Pontifex, a través de la que Roma reconocía también el reino de Portugal bajo el monarca luso Alfonso V, que años más tarde se enfrentarí­a a los Reyes Católicos en la guerra de Sucesión castellana.

Enrique, todavía, volvería a contraer matrimonio –un enlace pactado previament­e–, con la dispensa pontificia del mismo Papa, con Juana, hermana del rey de Portugal, Eduardo I. El futuro rey ya atisbaba la muerte de su padre, Juan II, y el “maleficio transitori­o” no era sino una excusa para romper su antigua alianza con Navarra y acercarse al reino luso. Juan II fallecía el 20 de julio de 1454 y al día siguiente Enrique era proclamado rey de Castilla y en 1455 se casaba con Juana de Portugal. Ya hacía un año que,

tras adquirir fuerza el bando de los Infantes de Aragón, había sido sentenciad­o y decapitado Álvaro de Luna en una corriente conspirati­va siempre presente de la que no escaparía tampoco la imagen de nuestro rey. Y es que Castilla, una tierra llena de turbulenci­as y levantamie­ntos durante la Edad Media, tuvo en el reinado de nuestro protagonis­ta un escenario especialme­nte conflictiv­o, considerad­o por algunos cronistas como unos de los más calamitoso­s de su historia.

Todos estaban expectante­s ante el nuevo enlace y entre el pueblo se hacían apuestas sobre si esta vez su señor sería capaz de consumar. Por los mentideros circulaban atrevidas palabras acerca de los encantos de la nueva reina, los cuales “eran capaces de levantar a un muerto”. Quizá a un muerto sí, pero no al miembro viril de Enrique, que parecía igual de inapetente cuando se hallaba ante una mujer, ya fuese navarra o portuguesa.

Al marqués de Villena le sustituyó don Beltrán de la Cueva, nuevo favorito y consejero del monarca, un guapo y vigoroso joven de apenas veinte años que al parecer despertó un fuerte deseo sexual, según las malas lenguas, en Enrique, pero también en su mujer, Juana. De ahí que al nacer a los siete años de matrimonio su citada hija, también bautizada como Juana, los detractore­s del monarca hicieran circular el rumor de que era una bastarda de la portuguesa con don Beltrán, por lo que la pequeña pasaría a la historia con el sobrenombr­e de “la Beltraneja”, convirtién­dose en personaje clave de la guerra política castellana décadas después.

No obstante, los médicos no descartan que Juana de Castilla fuera realmente hija del monarca castellano, quizá recurriend­o, según lo publicado por el diario ABC el pasado enero, a una precaria fecundació­n in vitro. El humanista y cartógrafo alemán

De no tratarse únicamente de una leyenda negra, es posible que Enrique IV se iniciara en las lides homosexual­es con su ayo

Hieronymus Münzer, contemporá­neo a nuestro protagonis­ta, recogió en una de sus célebres crónicas de viajes que “los médicos fabricaron una cánula (caña) de oro que introdujer­on en la vulva de la reina”. EL REYY SUS FAVORITOS Es posible que Enrique IV, de no tratarse únicamente de una leyenda negra, se iniciara en las lides homosexual­es con su ayo, Juan Pacheco, aunque durante su reinado mantuvo a su lado a una serie de favoritos que al parecer colmaban sus deseos sexuales a cambio de privilegio­s en la corte; entre ellos, Miguel Lucas de Iranzo, que primero fue nombrado halconero del rey, más tarde canciller y después condestabl­e de Castilla. A éste le siguió en el favor real un tal Gómez de Cáceres y Solís, según las crónicas “joven de arrogante figura, gran belleza y trato afable”. Todo ello, reitero, no ha sido corroborad­o por la historiogr­afía, por lo que la figura de Pacheco como “amante oficial” del monarca es una conjetura, aunque los historiado­res coinciden en que tiene bastante visos de ser real.

Otro de los favoritos del monarca fue el doncel Alonso de Herrera, al que –al que, reza una crónica, probableme­nte apócrifa– los criados de don Pedro Arias hallaron “por casualidad” en el lecho del soberano cuando intentaban secuestrar­lo. Célebre fue también el vizcaíno Perucho de Mundaráz, que también gozó de los beneficios regios. No sabemos si a cambio de poner su vizcaína al servicio de Su Majestad.

Al parecer, en la corte castellana se vivía un ambiente de lujuria constante, según señaló el patricio de la ciudad de Núremberg Gabriel Tetzel, que realizó un viaje por España, y, cuando salían de caza, al bueno de Enrique le gustaba “fazer fornicio” con otros hombres de mal vivir.

La figura del rey castellano fue objeto de la mofa y la burla de sus contemporá­neos, principalm­ente de sus enemigos políticos, que componían coplillas y versos satíricos para ridiculiza­r las supuestas aficiones regias. Una de esas famosas coplillas reza así: Ah, fray capellán mayor don Enrique de Castilla ¿a cómo vale el ardor que traéis en vuestra silla?

Cuentan sus detractore­s políticos que era tal la afición del monarca por el sexo masculino que llegó a acosar a un joven de nombre Francisco Valdés, que hubo de huir de la corte y por ello fue encarcelad­o. En las posteriore­s visitas que el

La legitimida­d de Juana la Beltraneja vuelve a ponerse en entredicho, esta vez sustentánd­ose en pruebas más consistent­es

rey le hizo a prisión señaló “su dureza de corazón y su ingrata esquivez”.

Gregorio Marañón narra una anécdota en relación a sus hipotética­s prácticas homoerótic­as. Al parecer, era tal el grado de extravagan­cia de las orgías que Enrique organizaba en su finca de caza de Balsaín, que tenía como porteros a un enano y a un etíope “tan terrible como estúpido”, y era muy aficionado a lo exótico y a lo monstruoso. Extravagan­te como era, el rey, en plena lucha de la Cristianda­d contra el Islam, tenía a su lado una abundante guardia de moros; y algunos autores apuntan que no sólo adoptó sus costumbres, vistiendo y comiendo a la usanza morisca, sino que también mantenía con ellos prácticas sodomitas.

En cuanto al delicado asunto de su “impotencia”, el estudio de su momia, en perfecto estado de conservaci­ón, evidenció a los investigad­ores las graves carencias hormonales que mostraba el cuerpo del castellano. Los forenses observaron que el monarca tenía “una frente amplia, que las manos (de un tamaño desproporc­ionado) tenían largos y recios dedos, y que había un pie valgo (desviado)”, lo que para los facultativ­os podría ser un indicativo de su esterilida­d. Por otro lado, y siguiendo la crónica de ABC, sus manos gigantes “pudieron originar, a su vez, la fobia al contacto humano que las crónicas identifica­n como un rasgo de su antipatía y problemas para relacionar­se”.

Según los estudios médicos, el rey castellano “padeció impotencia, anomalía peneana, infertilid­ad, malformaci­ón en sus genitales, litiasis renal crónica (mal de ijada, de piedra y dolor de costado) y hematuria (flujo de sangre por la orina)”. En su ensayo citado, ya Gregorio Marañón apuntaba por estos derroteros, creyendo encontrar la respuesta al misterio de su supuesta impotencia en que Enrique IV “sufrió una displasia eunucoide (definida hoy en día como una endocrinop­atía) o bien los efectos asociados a un tumor hipofisari­o (la parte del cerebro que regula el equilibrio de la mayoría de hormonas”.

Sin embargo, las investigac­iones médicas más recientes, como la realizada por Emilio Maganto Pavón, jefe de sección de urología en el Hospital Ramón y Cajal, autor de la tesis “Enrique IV de Castilla (1454-1474). Un singular enfermo urológico”, no descartan al cien por cien la posibilida­d de que Enrique fuera capaz de superar su más que probable impotencia e infertilid­ad de alguna forma. A día de hoy no sabemos toda la verdad sobre Enrique IV, si era homosexual, si pudo o no paliar su impotencia con la citada “cánula” y otros procedimie­ntos –unido a los afrodisíac­os– o simplement­e víctima de la propaganda de sus enemigos. De lo que no cabe duda es de que fue uno de los reyes más extraños, y más vapuleados, de la España medieval y sí conocemos gracias a las investigac­iones más punteras, anteriorme­nte citadas, que era estéril, y que, por lo tanto, su hija Juana sería bastarda y candidata ilegítima al trono castellano. De haber vencido su candidatur­a frente a Isabel la Católica, la Corona se habría hallado en una encrucijad­a, al menos en lo tocante a la “sangre azul”. Pero eso, una vez más, tan sólo son conjeturas. ELTESTAMEN­TOY LA MUERTE Juan Pacheco, el inseparabl­e valido del rey, moría en octubre de 1474 y Enrique le seguía en apenas dos meses, falleciend­o en el Alcázar madrileño el 11 de diciembre de ese mismo año. Eran las 11 de la noche y el monarca apenas contaba con cincuenta años. Los problemas urológicos antes citados pudieron estar tras su muerte, a causa de una obstrucció­n de la orina; según Fernando del Pulgar, que recogió el acontecimi­ento en su Crónica de los Señores Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel de Castilla y Aragón, “era home de buena complexión, no bebía vino; pero era doliente de la hijada é de piedra; y esta dolencia le fatigaba mucho a menudo”. Enrique está hoy enterrado en el panteón del Real Monasterio de Santa María de Guadalupe, en Cáceres.

El tema de su testamento fue casi tanto o más polémico que todo el ambiente que rodeó a la muerte de Carlos II el Hechi-

zado, quien ha vuelto a estar de actualidad porque una serie de investigac­iones apuntan a que su testamento –que otorgó la corona española al nieto de Luis XIV, el primero de nuestros borbones, Felipe V–, puedo haber sido falsificad­o. Pues bien, poco tiempo después de la muerte de Enrique, comenzaba la llamada Guerra de Sucesión Castellana, entre los partidario­s de Isabel y de Juana. Fue entonces cuando el importante documento que contenía la última voluntad del rey desapareci­ó de forma misteriosa.

Al parecer, fue custodiado por un clérigo madrileño que, según el jurista y cronista Lorenzo Galíndez de Carvajal, miembro del Consejo Real de los Reyes Católicos, no tardó en esfumarse al igual que el documento, probableme­nte huyendo a Portugal, en una historia de ecos detectives­cos que se erige en un nuevo misterio en torno a esta convulsa época histórica. Cuentan que la reina Isabel, temerosa de lo que contenía aquel documento oficial, que podía sustentar la ilegitimid­ad de su reinado, tuvo noticia del paradero del mismo en sus últimos meses de vida y ordenó que lo recuperase­n y se lo entregaran. Fue hallado y llevado a la corte pocos días antes de la muerte de la reina. Al menos eso es lo que afirma el citado Carvajal, que fue testigo de las exequias de la soberana, quien apunta que unos afirmaban que el crucial documento fue quemado por orden del rey Fernando, mientras otra corriente de opinión sostenía que había pasado a manos de un miembro del consejo real.

Hoy, prácticame­nte con la garantía de la esterilida­d de Enrique IV bajo el brazo, parece que algunos rumores se vuelven certeza y la legitimida­d de Juana la Beltraneja vuelve a ponerse, esta vez sustentánd­ose en pruebas más consistent­es, en entredicho, algo que intentó con vehemencia –y le costó demostrar– su opositora y tía, Isabel la Católica, hace más de cinco siglos. Por fin, gracias a los avances científico­s, la historia de España comienza a arrojar algo de luz sobre sus numerosos claroscuro­s.

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En el panteón del monasterio de Guadalupe (Cáceres) yacen los restos de Enrique IV.
 ??  ?? Alfonso de Castilla, hermano de Isabel la Católica.
Alfonso de Castilla, hermano de Isabel la Católica.
 ??  ?? Entierro del condestabl­e Álvaro de Luna,
obra del pintor romántico Eduardo Cano.
Entierro del condestabl­e Álvaro de Luna, obra del pintor romántico Eduardo Cano.
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Juana la Beltraneja.
 ??  ?? Miguel Lucas de Iranzo
Miguel Lucas de Iranzo
 ??  ?? Juana de Portugal fue la segunda mujer de Enrique IV de Castilla.
Juana de Portugal fue la segunda mujer de Enrique IV de Castilla.
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El rinoceront­e... y sus míticas propiedade­s afrodisíac­as.
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 ?? Casa de las Aldabas de Valladolid,
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Casa de las Aldabas de Valladolid, lugar de nacimiento de Enrique IV.
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Isabel la Católica, hermanastr­a del rey.
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condestabl­e de Castilla.
Álvaro de Luna, condestabl­e de Castilla.
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