El fervor religioso alrededor de la conquista de Inglaterra fue enardecido a todos los niveles
1570, quedó transfigurada en el “monstruo de Belzebú” como la bautizaron algunos diplomáticos españoles. Al tratarse de una empresa de naturaleza espiritual, enérgica manifestación del puño de Dios en la Tierra, además del cuerpo de la milicia había que preparar y predisponer adecuadamente el alma de todo aquel que participara en la misión.
Una vez a bordo, quedaron prohibidos todos los comportamientos poco decorosos desde el lenguaje grosero y blasfemo hasta el trato con mujeres públicas o “particulares”, porque cualquiera de esas conductas ofendía profundamente a Dios. Durante la travesía existía además la obligación de que la tripulación asistiera a los oficios religiosos completos una vez al día. Dicha liturgia se encargaban de celebrarla los 180 eclesiásticos que acompañaban a la expedición castrense. E, igualmente, se había fijado que al amanecer y al anochecer los grumetes entonaran la correspondiente Salve y el Ave María junto al palo mayor de cada nave.
Como señalan Colin Martin y Geoffrey Parker en su indispensable estudio La Gran Armada, hasta “las contraseñas se escogían por su significado religioso, y el estandarte de la Armada lucía las armas reales entre la Virgen María y un Crucifijo, cruzado con las diagonales rojo sangre de la guerra santa. En la parte inferior aparecía bordado el grito de batalla: "Álzate oh, Señor, y haz valer Tu Causa". Y una vez en suelo enemigo, el capellán de Medina Sidonia tenía una carta del general de los frailes dominicos que le autorizaba a rehabilitar los conventos expropiados por los protestantes.
Más allá del propio ejército expedicionario, el fervor religioso alrededor de la conquista de Inglaterra también fue enardecido a todos los niveles sociales. Desde que zarparon los barcos, la familia real al completo estuvo tres horas diarias ante el Santísimo Sacramento orando y pidiendo a Dios por el triunfo de la Gran Armada. Y esa devoción se hizo extensible a la villa de Madrid, donde cada domingo y festivo se celebraban multitudinarias procesiones y se informaban a los vecinos de las indulgencias papales otorgadas a cuantos simplemente rezaran por éxito de la expedición.
Ciertamente, todas estas muestras de piedad pública y privada nunca estaban de más. Corresponden al denso ambiente religioso que se respiraba en la época. No obstante y en el fondo, Felipe II siempre creyó tener a Dios de su parte. Le resultaba inconcebible que una empresa tan noble como acabar con el hereje inglés no fuera del agrado de la divinidad. Y no era una percepción exclusiva del monarca: su entorno más cercano lo creía con idéntica firmeza. Las primeras señales de ese beneplácito se creyeron detectar ya en 1583, cuando al sofocar una rebelión en el archipiélago de Azores, el entonces secretario personal del monarca manifestó que unas “victorias tan cumplidas como ha sido Dios servido dar a Vuestra Magestad en estas islas, suelen animar a los príncipes a otras empresas, y pues Nuestro Señor hizo a Vuestra Magestad tan gran rey, justo que siga ahora esta victoria mandando prevenir lo que sea necesario para que al año que viene se haga la de Inglaterra, pues será tan en servicio de Nuestro Señor”.
Fuera de palacio, también corrían de boca en boca algunas profecías que alentaban la conquista de Gran Bretaña. Un individuo que pudo huir de Inglaterra en marzo de 1588 aseguraba que los católicos allí estaban convencidos de que la ayuda del Cielo caería del lado español y Felipe II pondría el país bajo la obediencia de la Iglesia romana. Mientras que, ya en 1574, el capitán Urizar informó al monarca que los irlandeses creían en un viejo augurio, según el cual desde España acudiría un varón que pondría orden en sus hogares, dispensaría toda clase de bienes, sometería a los enemigos vecinos, impondría la justicia