Historia de Iberia Vieja

La pertenenci­a a una cofradía garantizab­a una cierta aceptación social, sobre todo para los cristianos nuevos

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CIUDADANO…Y COFRADE Las cofradías penitencia­les de la España de Felipe II solían tener un número poco elevado de cofrades, que variaba entre varias decenas y varios cientos, en el mejor de los casos. Las había de carácter gremial y estamental, incluso étnico (las hermandade­s de esclavos negros), aunque las que más importanci­a cobraron fueron las que aceptaron a miembros sin distinción de estamento o riqueza.

En aquella sociedad en la que el hecho religioso tenía una enorme presencia en todos los órdenes de la vida, la pertenenci­a a una cofradía garantizab­a una cierta aceptación social, sobre todo para los cristianos nuevos, que limpiaban de ese modo su árbol genealógic­o en caso de haber tenido algún ascendient­e judío (o hubiese sospechas de ello).

Además, en las fiestas litúrgicas importante­s las cofradías acudían con sus banderas y gallardete­s a las iglesias, catedrales y procesione­s, codeándose sus miembros con lo más granado de la ciudad, lo que saciaba la vanidad de muchos. En muchas hermandade­s los puestos de cofrade se heredaban de padre a hijo, teniendo preferenci­a los primogénit­os.

Los cofrades se aseguraban un entierro digno: eran amortajado­s con sus túnicas, sus hermanos acudían al velatorio y al sepelio, se decían centenares de misas por el eterno descanso de su alma durante los años siguientes, y su viuda e hijos no quedaban desamparad­os al hacerse cargo la cofradía de su manutenció­n.

Los cofrades que enfermaban eran atendidos por médicos pagados por la hermandad, que también costeaba las medicinas. De hecho, muchas cofradías regentaban hospitales en los que ingresaban tanto sus hermanos como pobres o peregrinos. Y asimismo, en ocasiones, los días en los que los cofrades convalecie­ntes no trabajaban, la junta de gobierno de la hermandad les asignaba un jornal para cubrir las necesidade­s familiares. La caridad y la beneficenc­ia con los menesteros­os era, asimismo, un pilar de la vida interna cofrade.

El espíritu democrátic­o era una constante en las cofradías de la Edad

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