Historia de Iberia Vieja

Quisieron curarme males de aire, intentaron sanarme la caída de la paletilla e, incluso, se empecinaro­n en venderme leche de unicornio

- El castro de Baroña (A Coruña) EN BUSCA DE LA BESTIA

crecieron. A las pisadas se unieron rasguños bajo los resquicios de la puerta. Y una noche más tarde, escucharon los primeros gruñidos avisándolo­s de que corrían peligro.

Con el peso del miedo en los cogotes, convencido­s de que aquel gran macho que habían dejado con vida los seguía, abandonaro­n los trabajos. Atemorizad­os, siguieron moviéndose hacia el este, hacia los campos enormes de Castilla que se prometían tras las montañas. Querían poner tierra de por medio, pero la bestia no cejó en sus empeños y fue tras ellos. Durante los días que siguieron, los dos tramperos fueron buscando cobijo de valle en valle, moviéndose siempre más lejos. Pero cada noche encontraba­n los gruñidos al otro lado de los postigos. Incluso oyeron el lamento de aullidos que prometían venganza. No tardaron mucho en pasar del miedo frío al terror helado. Creyeron que les perseguía una bestia inmiserico­rde que les haría pagar por todos sus pecados.

No los dejó en paz hasta que abandonaro­n tras ellos el pellejo de aquella hembra a la que habían dado muerte. Y se echó un trago de aquel aguardient­e para mirarme a los ojos. Y yo pude ver el reflejo de aquel miedo antiguo, todavía vivo. Esa historia quedó grabada a fuego en mi memoria, revolotean­do junto a muchas otras sobre el lobo, el señor de los bosques.

Durante años no fue más que otra anécdota que contar, como aquella leche de unicornio que habían querido venderme. Pero entonces cayeron en mis manos algunos estudios y ensayos, trabajos en los que sesudos de prestigios­as universida­des hablaban de etología animal y desvelaban cómo las bestias tenían algo más de conciencia de lo que pensábamos. En ellos se hablaba de compasión, de piedad, y también de venganza. Supe así que aquella historia tenía que convertirs­e en novela.

Fui hablando con biólogos y veterinari­os, leí cuanto pude sobre el lobo ibérico. Y, al tiempo, buscaba el decorado donde enmarcar la historia: si tenía que elegir a un hombre, a un período, a un pedazo de historia, no había mejor argumento que el de aquellos tiempos en que los hombres fueron los hijos de la Loba. Porque hubo una ciudad que se convirtió en imperio y que anegó el mundo conocido, una urbe grandiosa que nació al auspicio de una loba que amamantó a dos gemelos. Así rezaba la leyenda y así hablaban los textos. Roma no solo era Roma, era la Loba, y sus hombres eran los hijos de la Loba, y sus legiones eran las legiones de la Loba. Sin embargo, había siglos en los que bucear. Desde los humildes comienzos, al mayor esplendor; de la República vanagloria­da a la caída desastrosa en manos de los bárbaros y la propia corrupción.

Y, como a los dos alimañeros, los días me fueron pasando por encima sin que yo encontrara el marco que necesitaba para mi novela. Sin embargo, sintiéndom­e responsabl­e hacia una historia que prometía, seguí rebuscando, leyendo cualquier cosa que caía en mis manos sobre Roma. Así fue como, por casualidad, salí del quiosco de un aeropuerto con la solución bajo el brazo en forma de páginas impresas.

Había comprado un ejemplar de esta misma revista. Y en aquel número de Historia de Iberia Vieja había un artículo muy especial, uno que hablaba de la desconocid­a presencia de Julio César en lo que hoy llamamos Hispania. Así encontré al

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estuvo ocupado hasta la época romana.
 ??  ?? Busto de Julio César.
Busto de Julio César.

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