Conocida también como Prisión general de gitanos, se fijó como objetivo la detención de los sujetos de esta etnia
represión cuando por Real Cédula del 30 de octubre se extendió la pena de muerte, hasta entonces aplicada a aquellos gitanos que formando parte de cuadrillas fueran sorprendidos con armas de fuego, a todos los que fueran identificados fuera de su vecindario, aunque estuvieran desarmados. El texto de la ley no dejaba ningún lugar a dudas al señalar que en ese caso sería “… lícito hacer sobre ellos armas y quitarlos la vida”. A principios del verano de 1749 se decidió poner en práctica un siniestro plan que se llevaba gestando desde hacía tiempo para erradicar a los gitanos de España. Impulsado por Gaspar José Vázquez Tablada, obispo de Oviedo y Presidente del Consejo de Castilla, y por el Secretario de Estado Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada, contó con el apoyo de Fernando VI, que dio luz de verde a La gran redada, conocida también como Prisión general de gitanos, operación que se había fijado como objetivo la detención de todos los sujetos de esta etnia.
La operación, diseñada por la Secretaría de Guerra como si se tratase de una acción militar, se mantuvo en el más absoluto secreto. A tal efecto se prepararon minuciosas instrucciones para cada ciudad que debían ser entregadas al corregidor por un oficial del ejército con órdenes expresas de que fueran abiertas ante él en la fecha fijada. Este último aspecto era de vital importancia para conseguir que se actuase coordinadamente y por sorpresa en todo el país. Las Capitanías Generales fueron las encargadas de seleccionar a las tropas que debían realizar los arrestos.
Para salvaguardar el secreto evitando posibles filtraciones, ediles, militares y soldados no conocían la naturaleza del contenido de las cartas lacradas. En su momento, estaba previsto celebrar reuniones en las distintas ciudades para coordinar las acciones del Ejército y los alguaciles, fuerzas de orden público que en caso necesario debían rodear barrios y cortar calles para evitar posibles huidas. En las instrucciones remitidas se describían las actividades y modo de vida de los que debían ser detenidos durante la redada, aunque no se mencionaba la palabra “gitano”, de uso prohibido por pragmáticas anteriores. Quedaban excluidos aquellos sujetos con oficio conocido y las familias con arraigo en el vecindario. Tampoco debía actuarse contra las mujeres gitanas casadas con hombres que no fueran de esa etnia, circunstancia eximente que en caso contrario no era aplicable.
Como medida extrema se autorizó el uso de la fuerza, incluso la aplicación sumarísima de la pena de horca para los fugados. En caso de que los huidos buscasen refugio en terreno sagrado, el marqués de la Ensenada se sirvió del cardenal Valenti Gonzaga, nuncio del