En los arsenales
por la persecución contra los gitanos desbordó las capacidades de los arsenales. En el de Cartagena no había sitio para albergar a los seiscientos hombres que fueron enviados, encerrándolos en decrépitas galeras destinadas al desguace que sirvieron como prisión flotante. En Cádiz, el gobernador del arsenal de La Carraca tuvo que habilitar las naves donde se almacenaba la estopa con la que se cubrían las juntas del maderamen del casco de los barcos, lugares que no reunían las más mínimas condiciones de salubridad para albergar a los más de mil gitanos puestos bajo su custodia. Tampoco podía garantizar su manutención y temiendo un motín el gobernador escribió al marqués de la Ensenada para pedirle encarecidamente que no le enviase más prisioneros. Sin embargo, sus ruegos no fueron atendidos y siguieron llegando nuevas cuerdas de presos.
Mientras tanto, la situación en los arsenales se deterioraba por momentos. Los hombres, recluidos contra su voluntad, protestaron ante aquella injusticia con plantes que irritaban a los encargados de su custodia. En un principio se había pretendido que los gitanos sirvieran como mano de obra barata para cumplir los ambiciosos planes del marqués de la Ensenada, deseoso de construir una gran flota que devolviese a España el prestigio en los mares, pero pronto se hizo evidente que su contribución forzosa, lejos de resultar una ventaja, constituía un lastre.
Ante una situación que amenazaba con escaparse de las manos, la respuesta del marqués de la Ensenada fue presionar para que se emplease mano dura contra los irreductibles, empleando grilletes y castigos físicos, incluso tensando la cuerda de la horca si era preciso, pero las amenazas no consiguieron doblegar a unos hombres que ansiaban recuperar su libertad.