Impregnadas de sangre, así como pequeñas salpicaduras, un papel de fumar ensangrentado y varios pelos
de Calvo Sotelo, publicado en 1956–, con testigos armados, que evidentemente no deseaban que tal investigación se realizara, hube de adoptar, para estudiar las huellas e indicios in situ y recoger los datos que interesaban, una actitud que más revelara la rutina de un trámite judicial que no la significación e importancia técnica de hallazgos en un lugar en el que tan cuidadosamente se había intentado hacer desaparecer cuantas huellas pudieran delatar el crimen y a los criminales”.
Pese a todo, se procedió a un minucioso examen del vehículo empleando cuantos medios ópticos consideraron necesarios, entre ellos un microscopio binocular y diversos filtros cromáticos.
Para su decepción, comprobaron que el coche había sido lavado minuciosamente, lo cual dificultaba mucho su investigación, ya que el agua disolvía las manchas de sangre, sobre todo si eran recientes, y arrastraba otras huellas o indicios, como partículas de barro y pelos, que podían resultar decisivos para la misión pericial.
Aun así, los doctores pudieron comprobar, tras su denodado esfuerzo y paciencia, la existencia de las huellas del crimen. Antes de nada, examinaron la parte exterior de la carrocería. Entre el estribo derecho y el chasis, hallaron varias partículas de tierra impregnadas de una sustancia de un tono rojo oscuro, la cual identificaron luego como restos de sangre desecada recientemente y arrastrada hasta allí, con toda probabilidad, por el agua con que alguien había lavado la camioneta para hacer desaparecer cualquier vestigio del crimen. Pero ninguna otra huella pudieron detectar en el exterior del vehículo, por más que la buscaron con ahínco.
Procedieron entonces a inspeccionar el interior del coche. En el departamento