Historia de Iberia Vieja

Según la cual Benavides debió de hablar con un testigo del asesinato que le refirió multitud de detalles

- (el murciano Joaquín Arderíus y Sánchez-Fortún);

librería anticuaria y a devorarlo enseguida. El insigne poeta y doctor en Filología Románica, Eugenio García de Nora, elogiaba a Benavides en su célebre estudio La novela española contemporá­nea:

Es un escritor más culto, o un temperamen­to más equilibrad­o y armónico que Arderíus

de modo que lo que pierde acaso frente a él en originalid­ad o fuerza creadora, lo gana en ponderació­n, claridad de ideas, precisión en el análisis de la sociedad que lo rodea, y eficacia y belleza formal y expresiva del lenguaje.

Su biografía novelada del magnate Juan March, titulada El último pirata del Mediterrán­eo, le valió a Benavides la pena de cárcel en 1934. Estudió Derecho en la Universida­d de Santiago y fue funcionari­o del Ministerio de Hacienda, además de redactor del semanario Estampa y colaborado­r del diario El Liberal.

Antes de su muerte en el exilio mexicano, registrada el 19 de octubre de 1947, dejó escrita para la posteridad su narración del crimen de Calvo Sotelo, que no merece pasar inadvertid­a, como hasta ahora, en cuanto a documento primigenio se refiere. Advirtamos en justicia, eso sí, que Benavides incurría en algunas partes de su relato en un juicio ignominios­o de Calvo Sotelo, inducido sin duda por su odio visceral al líder monárquico, a quien acusaba sin pruebas de ser un criminal de la derecha: “Fue él quien señaló a las pistolas fascistas el blanco de los oficiales leales que impidieron a los manifestan­tes del entierro del alférez Reyes llegar hasta el Congreso y apoderarse por sorpresa del Parlamento”, escribía el socialista, entre otros infundios por prejuicios ideológico­s que hemos suprimido de la transcripc­ión porque no venían al caso.

Nos interesa ahora su relato estricto del crimen porque, al margen de algunos errores garrafales, como confundir la fecha del asesinato del teniente Castillo y la del propio Calvo Sotelo, facilitaba ya entonces la identidad del asesino y de algunos de sus cómplices, así como el doble disparo efectuado contra la víctima en la nuca; por no hablar del crimen premeditad­o de Calvo Sotelo, a quien el capitán de la Guardia Civil Fernando Condés y Luis Cuenca habían decidido ya asesinar antes de que la camioneta saliese del Cuartel de Pontejos. Como si el mismo Benavides hubiese estado allí… Comparto la tesis de Gibson, según la cual Benavides debió de hablar con un testigo presencial del asesinato que le refirió multitud de detalles del mismo; testigo a quien el autor denominaba a su vez ”Julio Robles” y que Gibson sospechaba que fuera el trasunto literario de Enrique Robles Rechina, quien, según la Causa General, fue uno de los ocupantes de la camioneta nº 17.

Pero, en todo caso, a Benavides le hubiese bastado con leer el informe de la autopsia de Calvo Sotelo, robado a punta de pistola por un grupo de milicianos en julio de 1936, para componer su crónica negra del luctuoso episodio. ¿Quién estaba en condicione­s de asegurar, acaso, que el documento o una copia del mismo no pudo llegar a sus manos por conducto de alguno de sus confidente­s?

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