El argumento y la estupenda interpretación de Tobey Maguire se pliegan a la trayectoria vital y deportiva de un personaje único
de Robert James Fisher, hijo de una enfermera y de un padre desconocido para él. Unos años que pasó en Brooklyn, con un interés progresivo por el ajedrez pero sin despuntar como jugador. Es en su primera adolescencia cuando comienza a demostrar su extraordinaria capacidad, a la par que asoman sus miedos, sus fobias y las iniciales muestras de un carácter extraño y caprichoso. El relato se va ralentizando, mientras contemplamos los primeros pasos del joven Fischer – Gran Maestro a los 15 años– y se dibuja en el horizonte la sombra del enemigo: los ajedrecistas rusos, que dominaron el panorama mundial sin interrupción desde los años 40. La política soviética de apoyo al deporte, y concretamente al ajedrez, produjo una pléyade de campeones –Botvinnik, Smyslov, Petrossian, Korchnoi, Tahl y el propio Spassky– que solo Fischer fue capaz de interrumpir y que se prolongó después con Anatoly Karpov y Garry Kasparov. Esa potencia demoledora, en plena “guerra fría”, suponía para la progresión del jugador americano una amenaza cierta, a la que se añadían las crecientes manías, lindando la paranoia, que exhibía a cada paso.
Sin embargo, la indiscutible clase de Fischer, apoyado por su extraño equipo formado por Paul Marshall –un agente de oscura conducta– y el cura Bill Lombardy, brilla en la pantalla derrotando a todos sus rivales y consiguiendo el desafío contra Spassky por el campeonato