La Petra española
En su último libro, ganador del II premio Enigmas de ensayo, el periodista y escritor Juan Ignacio Cuesta ha osado recorrer los Lugares a evitar cuando cae la noche (Luciérnaga, 2017). De norte a sur y de este a oeste, el autor nos propone un dinámico viaje por bosques, santuarios, necrópolis rupestres, yacimientos… Tiermes (Soria) es uno de esos parajes. Brincar entre sus piedras es hacer una ofrenda a la memoria de nuestros ancestros, que enseñaron los dientes a la todopoderosa Roma en el curso de las guerras celtibéricas. Por cortesía de la editorial, reproducimos aquí el capítulo sobre Tiermes, la Petra hispana.
Soria es provincia llena de rincones excepcionales y muchos de ellos son realmente únicos. Sobre todo aquellos en los que nos encontramos con las huellas de la heroicidad de algunos de los pueblos que nos precedieron. Este sería el caso de los arévacos, una tribu guerrera como pocas, famosa por el episodio de Numancia, pero no menos por el que protagonizaron en una ciudad menos conocida pero más genuina: Termes, a la que también se llama Tarmes.
Aunque existen algunos pocos restos datados en el Neolítico en esta zona, el primer asentamiento estable tuvo lugar durante el Bronce, como atestigua la existencia de una necrópolis de incineración en la zona denominada Carratiermes, situada junto a la vaguada por donde corre el arroyo que hoy se llama Tiermes, hecho que tuvo lugar en un momento inconcreto durante el II milenio a.C. Sin embargo, algunos petroglifos de la zona revelan que hubo gente allí unos mil doscientos años atrás. Esta podría haber sido la razón de que, en la Edad de Hierro, durante las colonizaciones celtibéricas, llegara a la zona un grupo de arévacos, aproximadamente entre los siglos IV a III, construyendo en la zona cercana al paraje de los Vergales un oppidum al que ya pusieron su nombre más conocido: Termes. GUERRAS CELTIBÉRICAS Dicen de aquel pueblo de agricultores que fueron gentes levantiscas y aguerridas que no aceptaron someterse a las tropas del cartaginés Aníbal, cuando este las quiso dominar en el año 200 a.C. Su fiereza era tal que casi llegaron a ser la tribu hegemónica en una amplia región cuya ciudad más emblemática fue Numancia, según Estrabón y Ptolomeo. Años después, en el 181 a.C., estos hombres que adoraban al dios celta Lug, uno de los principales de su panteón, fueron acosados por un pretor que ya conocemos, Tiberio Sempronio Graco que, en principio, acordó con ellos una serie de tratados de paz. Acuerdos que duraron hasta el 153 cuando, debido al crecimiento de sus poblaciones, los
habitantes de la ciudad de Segeda –capital de los belos, entre Belmonte de Gracián y Mara, cerca de Calatayud–, decidieron ampliar las murallas del oppidum, con el consiguiente desacuerdo de Roma. Comenzaron así las “guerras celtibéricas”. Nombrado cónsul Quinto Fulvio Nobilior, vino a Hispania al frente de sus legiones para reducirlos hasta que, después de tomar las principales ciudades de los arévacos, tuvo lugar el famoso episodio del asedio y caída de Numancia en el año 133 por parte de los cónsules Publio Cornelio Escipión Emiliano y Cayo Fulvio Flaco, momento a partir del cual los supervivientes fueron integrándose poco a poco en el mundo romano, siendo al principio sometidos, pero después asimilándolo, e incluso aportando tropas a las legiones.
En cuanto a Termes, de aquellas escaramuzas tenemos testimonios, como el del historiador grecorromano Apiano, que refiriéndose al sitio que nos ocupa afirmó: “Termessos, gran ciudad que había sido siempre hostil a los romanos, se vio obligada a bajar de la altura al llano, siéndole prohibido cercarse de muralla”. UNA PETRA HISPANA Poco queda del viejo oppidum arévaco debajo de las piedras de la ciudad con la que los romanos cubrieron el viejo bastión de aquellos guerreros tan nobles como feroces, si acaso en algunos puntos aún se conservan algunas estructuras como la puerta del Oeste que mira hacia la actual provincia de Guadalajara. En frente, la tierra que ha depositado el viento a lo largo del tiempo, ha ido cubriendo otros restos que fueron quedando abandonados en medio de un paisaje desangelado al que hoy acude muy poca gente.
Dicen de aquel pueblo de agricultores que fueron gentes levantiscas y aguerridas que no aceptaron someterse a las tropas del cartaginés Aníbal
El arqueólogo Blas Taracena acuñó el término de la “Pompeya española”, aunque la impresión que yo recibí fue la de estar en la mítica Petra nabatea
Termes, a la que los eruditos llamaron modernamente Termancia, fue tallada en parte en la roca arenisca virgen, perforando numerosas habitaciones, escaleras, sótanos y, sobre todo, dotando las paredes de miles de mechinales que en su día soportaron las vigas con las que se construyeron numerosas viviendas. Algunas de ellas llegaron a tener hasta siete pisos. Además, por todas partes pueden verse los restos de diversos muros maestros que emergen entre los arbustos y las hierbas, mezclados con restos cerámicos que permiten seguir la evolución de la ciudad a través del tiempo. Por ejemplo, en la parte alta, descubiertos por los arqueólogos, podemos ver restos de las típicas casas y calles romanas, dotadas de conductos de agua corriente y un sistema de cloacas que permitía el saneamiento urbano.
Para referirse a ella, el arqueólogo soriano Blas Taracena Aguirre acuñó un término quizá un poco exagerado, la “Pompeya española”, aunque la impresión que yo recibí al verla por primera vez fue – con diferencias evidentes–, la de estar ante un lugar que me recordó vagamente a la
mítica Petra nabatea, oculta en el desierto jordano y cercana al valle de la Aravá, aunque con menos belleza y refinamiento. Sin embargo, la semejanza que encontré entre ambos enclaves reside en que los dos parecen encerrar misterios difíciles de desentrañar, porque tanto de las piedras de una como de la otra emanan aires legendarios que permiten al visitante soñar con cómo se desarrolló la vida aquí.
IMPACTO EMOCIONAL
Los pintorescos restos de las termas, de la casa de las Hornacinas, de la de Taracena, del anfiteatro, de la puerta del Sol y sobre todo del túnel llamado el Boquerón, que en aquellos tiempos era el tramo final de un acueducto –hoy desaparecido– que traía las aguas que necesitaba la ciudad hasta el llamado Castellum aquae, corazón del perfecto sistema hidráulico de la ciudad, son de una belleza austera y producen admiración. Su simple contemplación provoca al visitante un importante impacto emocional, que le impele a querer penetrar en su interior para poder, en la total oscuridad, solo aliviada por la claridad procedente de algunos respiraderos, realizar una especie de viaje iniciático que le llevará hasta las piscinas desde donde se repartía el agua potable. Y de paso, evocar el pasado de aquellos imaginativos hombres, que dejaron estas colosales pruebas de su fenomenal inteligencia y su enorme sentido práctico.
También en la parte más alta de la ciudad, a la que se accede por una avenida rupestre y cerca de los restos de un santuario dedicado a algún dios romano, vemos lo que queda de lo que posiblemente fue otro más antiguo dedicado a Lug. Aquí se celebraría una serie de ritos relacionados con el ciclo diario del Sol, y posiblemente también algunos que en los equinoccios se dedicaron a alguna deidad relacionada con la noche, la luna y su capacidad fertilizadora, tanto de las plantas como del resto de los seres vivos.
LA CRISTIANIZACIÓN
Años después, acabada la Reconquista, la zona fue cristianizada. Además de algunos grabados que así lo prueban, como una especie de “calvario”, se edifican dos monasterios y una iglesia que hoy es la ermita de Santa María de Tiermes, donde podemos apreciar un conjunto importante de elementos simbólicos románicos, entre los que destaca una hornacina con tres personajes que en algún momento fueron decapitados. También abonarían esta hipótesis la necrópolis rupestre del río Manzanares (ss. IX y XI) y los más de dos centenares de tumbas de distintas épocas que se encuentran a su alrededor (sarcófagos antropomorfos, cistas, etc.).
Hoy, siguiendo la estela de aquellos hombres, algunos entusiastas gustan de acudir a la zona con ocasión de los solsticios y los equinoccios, a emular las danzas que allí se celebraban bajo la luz lunar. De noche, la magia de aquellos pagos es capaz de atrapar a quienes pretenden ser los herederos folclóricos de las creencias y ritos de aquellos hombres valientes. Así, pretender adquirir una parte del valor y la independencia que aquellos dejaron latente, y que hoy pretenden que llegue a sus venas, sobre todo cuando, traspasando la puerta del Sol, llegan a una especie de tosco anfiteatro donde aún resuenan los ecos de los cánticos ancestrales.
Canciones y danzas que aún son capaces de transmitir la magia de un tiempo en el que lo sobrenatural era lo cotidiano. Por eso, si en estos lugares usted siente la necesidad de danzar, no dude de que está recibiendo sutilmente la llamada del pasado y que, si se resiste a hacerlo, perderá su capacidad de sentirse como un arévaco, traspasando las barreras del tiempo, mostrándose ahora como un guerrero de nuestro tiempo. Si por el contrario no siente nada, tampoco se preocupe, vaya y pasee por allí, déjese acariciar por la luz de la diosa de la noche, y espere a que sea ella misma quien le susurre al oído el mejor camino para comprenderla e indagar e iniciarse en sus misterios más profundos.
Si en estos lugares usted siente la necesidad de danzar, no dude de que está recibiendo sutilmente la llamada del pasado