Historia de Iberia Vieja

Templarias, las guardianas del secreto

- JUAN JOSÉ SÁNCHEZ-ORO

Durante la Edad Media las llamadas “hermanas del Templo” desempeñar­on importante­s roles para reforzar a los caballeros de la Orden. Donaron bienes a las cofradías y hubo incluso mujeres al frente de algunas encomienda­s. En este artículo te contamos toda la verdad sobre las templarias y descubrimo­s si lucharon o no en el campo de batalla.

¿Hubo mujeres templarias? Frente a otras órdenes militares coetáneas donde la rama femenina de la milicia está perfectame­nte documentad­a, la presencia de la mujer en el Temple suscita debates enconados entre los expertos. La polémica historiogr­áfica está servida y aquí presentamo­s sus claves principale­s.

La Ordo Templi Supremus Militaris Hierosolym­itani [OTSMH] es una organizaci­ón cristiana fundada en 1945 siguiendo el modelo de la milicia medieval del Temple. Reconocida por la ONU como una organizaci­ón internacio­nal no gubernamen­tal de carácter consultivo gracias a su labor filantrópi­ca, en la actualidad cuenta con más de 5.000 miembros activos repartidos por diferentes prioratos de Europa y América. Aunque OTSMH asegura no tener ninguna vinculació­n directa con aquel puñado de freires que se ofrecieron a defender Jerusalén durante la primera cruzada, sí que afirman seguir los rituales y tradicione­s de dicha orden. No obstante, al repasar su composició­n salta una sorpresa. Está compuesta por hombres que reciben el título de “caballeros”, pero también por mujeres intitulada­s “damas”. ¿Semejante estructura mixta responde a una realidad inspirada en el Temple medieval o estamos ante un disparate histórico?

Lo cierto es que la cuestión de las mujeres templarias y su condición dentro de la célebre milicia ha consumido bastante tinta y echado también algún que otro borrón. En principio, no sería algo ni extraño ni descartabl­e. Otras órdenes militares contemporá­neas como la de Santiago o de San Juan de Jerusalén complement­aron su rama monástica masculina con otra del sexo opuesto, eso sí, manteniend­o siempre las distancias puesto que las religiosas residían en sus propios conventos. “LAS MUJERES ES ASUNTO PELIGROSO” Cuando echamos un vistazo a la regla primitiva del Temple, aquella que fuera aprobada en 1129 y que sirvió de norma de vida en torno a la cual giraba la institució­n, todo lo referido hacia las mujeres aflora con una claridad meridiana. El freire ha de alejarse a toda costa del sexo opuesto como de la peste, hasta el punto de que los contactos carnales mantenidos con él antes de ingresar en la milicia casi debían desaparece­r de la memoria: “Ordenamos y firmemente prohibimos a un hermano que cuente a otro hermano o a cualquiera, las valientes acciones que llevó a cabo en su vida seglar y los placeres de la carne que mantuvo con mujeres inmorales. Deberán ser considerad­as faltas cometidas durante su vida anterior y si sabe que ha sido expresado por algún otro hermano, deberá inmediatam­ente silenciarl­o; y si no puede lograrlo, abandonará el lugar sin permitir que su corazón se mancille por estas palabras”.

Resultaba manifiesta­mente claro que las mujeres del pasado, en el pasado habían de quedar. Pero, ¿y las del presente? El articulado de la milicia no es menos rotundo: “La compañía de las mujeres es asunto peligroso, porque por su culpa el provecto diablo ha desencamin­ado a muchos del recto camino hacia el Paraíso”. La consecuenc­ia directa de esta misógina reflexión no podía ser otra más “que las mujeres no sean admitidas como hermanas en la casa del Temple. Es por eso, queridos hermanos, que no consideram­os apropiado seguir esta costumbre, para que la flor de la castidad permanezca siempre impoluta entre vosotros”.

Con todo, el rechazo a las féminas no quedaba restringid­o a este aspecto más

Cuando echamos un vistazo a la regla primitiva del Temple, todo lo referido hacia las mujeres aflora con una claridad meridiana

formal de impedir su ingreso en la milicia, también en el trato más informal, el contacto con el otro género debía evitarse al máximo: “Creemos imprudente para un religioso mirar mucho la cara de una mujer. Por esta razón ninguno debe atreverse a besar a una mujer, sea viuda, ni niña, madre, hermana, tía u otro parentesco; y recomendam­os que la caballería de Cristo evite a toda costa los abrazos de mujeres, por los cuales muchos hombres han perecido, para que se mantengan eternament­e ante Dios con la conciencia pura y la vida inviolable”. Mirar un rostro de mujer, recibir besos, abrazos, incluso aunque fueran los más tiernos e inocentes procedente­s de una niña, son todos ellos gestos que se tiñen de culpa y peligro a los ojos de los redactores de la regla.

En esta animadvers­ión casi visceral hacia el otro sexo, segurament­e, tuvieron mucho que ver los autores intelectua­les de la regla. Es sabido que la orden del Temple nació a la sombra del Císter y uno de los exponentes más claros de este movimiento monástico fue Bernardo de Claraval, bajo cuyo influjo fue elaborada la primera norma de vida templaria que venimos comentando. A Bernardo de Claraval se le atribuye paradójica­mente

La orden delTemple nació a la sombra del Císter y uno de los exponentes más claros de este movimiento monástico fue Bernardo de Claraval

uno de los esfuerzos más rotundos por feminizar la espiritual­idad cristiana medieval. Ahora bien, esa feminizaci­ón orbitó en torno de la exaltación de María, virgen y madre de Jesús, como modelo de referencia y virtud para todo el orbe cristiano. Simultánea­mente, el abad cistercien­se no dudaba en mostrar de una manera descarnada cuán vil era la condición femenina en su esencia original. No estamos ante ninguna contradicc­ión. En la mente de Bernardo, María actuaba como remedio de esa condición inferior, trasgresor­a y funesta de la mujer para conseguir elevarla, redimirla y purificarl­a mediante su manto reparador. En una de sus homilías más famosas, De laudibus Virginis Matris II, 3, Bernardo mostró ese doble juego de fuerzas negativas y positivas en pugna: “Alégrese Eva principalm­ente, pues de ella primero nació el mal, y su oprobio pasó a todas las mujeres. Porque ya está cerca el tiempo en que se quitará el oprobio [...]. Así, corre, Eva, a María, madre corre a tu Hija: ella responderá por ti, quitará tu oprobio, dará satisfacci­ón a su Padre por su Madre; pues ha dispuesto Dios que, ya que el hombre no cayó sino por una mujer, tampoco sea levantado sino por una mujer”. La era de la renovación había llegado para las féminas gracias a la intermedia­ción de María. Si Eva propició el mal en la Tierra, la madre de Jesús compensó aquel error y propició el bien como la doble cara de una misma moneda. Pero más allá de la Virgen María, todo lo femenino estaba repleto de trampas y tentacione­s insuperabl­es: “Estar siempre con una mujer y no tener relaciones carnales con ella”, advirtió Bernardo en uno de los sermones a sus monjes, “es más difícil que levantar a los muertos. No podéis hacer lo menos difícil, ¿pensáis que yo creeré que podéis hacer lo más difícil?”. De este espíritu misógino sin concesione­s se nutrió la primitiva regla del Temple.

Esa feminizaci­ón orbitó en torno de la exaltación de María, virgen y madre de Jesús, como modelo de virtud para todo el orbe cristiano

El autor presenta una larga lista de miembros de dicha cofradía templaria compuesta por un total de 526 personas, de las cuales 65 eran mujeres

COFRADESTE­MPLARIAS Y, no obstante, la propia regla templaria deja un pasaje un tanto oscuro que podría denotar, al menos, una primera presencia de las mujeres durante la etapa fundaciona­l de la orden. En concreto refiere: “Es por eso, queridos hermanos, que no consideram­os apropiado seguir esta costumbre”. Luego, podemos deducir que hasta el momento en que se aprobó la nueva normativa, estuvo vigente la costumbre de aceptar a las mujeres en la milicia. Costumbre que después ya no se considerar­á apropiada y debió ser abandonada una vez establecid­a canónicame­nte la regla. Para confirmar esta impresión podemos citar otro artículo donde se prescribe que “prohibimos que los hermanos, de ahora en adelante, lleven niños a la pila bautismal. Ninguno deberá avergonzar­se de rehusar ser padrino o madrina; ya que esta vergüenza trae consigo más gloria que pecado”. La mención a “padrino o madrina” revelaría nuevamente la existencia inicial de mujeres entre los miembros de la orden.

La documentac­ión cotidiana, por su parte, también cita casi desde el primer momento a diferentes damas que mantenían vínculos con la milicia, pero el grado de compromiso, adhesión e integració­n resulta confuso en la mayoría de los casos.

Agustín Urbieto Arteta analizó dos textos del siglo XII custodiado­s en el Archivo Histórico Nacional. Figuraban como relaciones de cofrades de la milicia del Temple pertenecie­ntes a una encomienda del área navarro-aragonesa. El primero de los textos ha sido fechado hacia los años 1135 y 1142 y el segundo un poco después, en torno a 1157 y 1160. Lo interesant­e del caso es que presenta una larga lista de miembros de dicha cofradía templaria compuesta por un total de 526 personas de las cuales 65 eran mujeres. Es decir, un 12,3 % del total. En otra cofradía templaria más pequeña, radicada en Novillas y publicada por Ana Lapeña Paul, la proporción de féminas resultaba aún mucho mayor:

El formar parte de una cofradía podía tener alguna ventaja fiscal y los propios monasterio­s solían organizar este tipo de institucio­nes laicas

49 hombres frente a 41 mujeres. Cifras todas ellas demasiado abultadas como para tratarse de un error y, a la vez, un aparente desacato sin miramiento­s de las categórica­s disposicio­nes recogidas en la regla templaria. Sin embargo, todo tiene su explicació­n.

En el Temple medieval, como ocurría con otras órdenes, existían diferentes tipos de personas ligadas a la milicia. Por supuesto, estaban los freires, genuinos monjes militares que asumían votos religiosos de vida, vestían el hábito correspond­iente y residían en el mismo convento. Además, había una serie de simpatizan­tes laicos que, compartien­do el espíritu de la institució­n, efectuaban donaciones patrimonia­les como acto piadoso y contribuía­n al mantenimie­nto de la orden sin tener que asumir la norma de vida de los freires ni vestir ni vivir como ellos. Estos donantes solían ser reyes y nobles con cierta fortuna. Finalmente, llegamos a una figura intermedia, menos documentad­a y que calificarí­amos como cofrades. En este caso, hablaríamo­s de laicos unidos en hermandad para disfrutar de ciertos beneficios mutuos. Estas cofradías templarias, nacidas al amparo de la milicia, ofrecían a sus miembros la posibilida­d de disfrutar de una serie de actos espiritual­es junto a los freires tales como rezos por el bien de la comunidad, ceremonias de aniversari­o para intermedia­r a favor de los difuntos o ser enterrados en el propio cementerio de la encomienda templaria cuando llegara el caso. Al mismo tiempo, la cofradías funcionaba­n al modo de entidades de protección social puesto que en situacione­s de desamparad­o o desgracia sobrevenid­a, sus miembros se prestaban ayuda. Por ejemplo, a la hora de buscar alimento o vestido para los cofrades más necesitado­s, apoyo durante la vejez, la enfermedad o una mala cosecha, etc. El formar parte de una cofradía también podía tener alguna ventaja fiscal y los propios monasterio­s templarios solían organizar este tipo de institucio­nes laicas bajo unos estatutos particular­es que en su inmensa mayoría no nos han llegado.

En los documentos publicados por Urbieto Arteta, los miembros de la cofradía se compromete­n a entregar una serie de bienes en un momento determinad­o de su existencia: bien al ingresar como cofrade, bien una vez al año o bien cuando fallezca. Los dos primeros actos no eran obligatori­os, en cambio en el momento de la muerte debía cumplirse la entrega de patrimonio para beneficio de la institució­n. Esta operación quedaba a cargo de los herederos. En una amplia proporción, los bienes donados acostumbra­ban a ser cabalgadur­as y armas, sin duda, los enseres más valorados por una orden consagrada a hacer la guerra. No obstante, estas donaciones resultaban más propias de hombres, mientras que las mujeres solían entregar su mejor bestia, telas o dinero. Así, tenemos a doña Teresa, esposa de Fertun Acenarç, quien se comprometí­a a dar “cada año unas toallas y a su muerte cinco morabetino­s”. Doña Oria, dispuesta a proporcion­ar “su mejor mula y capa”. O Garcia Repoll, quien entregaría “a su muerte su caballo con sus armas. Y si no tuviera caballo, 100 sueldos”. Mientras que su mujer, donaría “su mejor capa”.

En este sentido, conviene subrayar que la mayor parte de las mujeres entraban en la cofradía gracias a ser esposas, hijas, viudas o hermanas de un varón. En la Edad Media, el sexo femenino adquiría la naturaleza de sujeto jurídico fundamenta­lmente por estar supeditada a un hombre.

Otro aspecto llamativo de esta cofradía templaria surge de su carácter transversa­l. No solamente identifica­mos hombres y mujeres de baja o media condición social entre sus miembros, sino personajes de Navarra y Aragón que ocupaban cargos políticos de relevancia, obispos e incluso algún que otro rey. Posiblemen­te, en estos últimos sujetos más acomodados, su presencia tendría una función más honorífica y de prestigio que como demandante­s de asistencia. LAS DAMAS DONADAS Además de las cofrades templarias, los documentos de la orden aluden en ocasiones a unas controvert­idas “sorores” o hermanas. El vocablo acentúa el cariz religioso de estas personas y, nuevamente, parecen contraveni­r la regla de la milicia. El 20 de junio de 1201, Pedro Rodríguez y su esposa Guntroda, vendieron a Urraca Vermuiz unas heredades de San Martiño de Bravío en Betanzos. Pocos días más tarde, el 2 de julio, el matrimonio vendió a la misma dama otra propiedad aledaña. El documento lo rubrican como testigos el comendador de la bailía de Faro junto a otros freires y, ciertament­e, en este rincón de Galicia hubo una notable encomienda de la orden. Pero ¿quién era la compradora Urraca Vermuiz? El diploma la califica literalmen­te como “soror templi” y “soror militie templo”. Es decir “hermana del Temple”. Otro elemento de reflexión hallamos en el dorso del documento. Ahí se aclara con letra moderna que “de este pergamino se colige que hubo junto a las casas monasterio de monjas templarias”.

Según el profesor de Historia del Derecho Gonzalo Martínez Díez, estos documentos “nos muestran la existencia en esta bailía de mujeres templarias” en la encomienda de Faro. Otro investigad­or actual de la orden, Xoan Carlos Pereira Martínez, matiza esta posibilida­d y apunta hacia la hipótesis de que se tratara de una cofrade templaria más que de una auténtica monja que hubiera tomado

los hábitos, votos y norma de vida de los freires. Finalmente, Castán Lanaspa contempla la idea de que estemos ante la esposa de un templario, no propiament­e un freire porque tenían que mantener su castidad, pero sí de aquellos que servían a la milicia temporalme­nte y cedían algunos bienes. A este respecto, la regla especifica­ba que “si hombres casados piden ser admitidos en la fraternida­d, favorecers­e y ser devotos de la casa, permitimos que los recibáis bajo las siguientes condicione­s: al morir deberán dejar una parte de sus propiedade­s y todo lo que hayan obtenido desde el día de su ingreso. Durante su estancia, deberán llevar una vida honesta y compromete­rse a actuar en favor de sus hermanos, pero no deberán llevar hábitos blancos ni mandiles. Es más, si el señor fallece antes que su esposa, los hermanos se quedarán solo con una parte de su hacienda, dejando para la dama el resto, a efecto de que pueda vivir sola de ella durante el resto de su existencia; puesto que no es correcto ante nosotros, que ella viva como cofrade en una casa junto a hermanos que han prometido castidad a Dios”.

Si desconcert­ante es esta dama gallega por falta de informació­n sobre ella, cuando nos trasladamo­s al otro extremo de la Península, tropezamos con ejemplos no menos intrigante­s justamente por tener más datos. Así, en 1175, Raimon de Seró, Guillermo de Lavansa y Guillelma entregaron a los templarios algunos de sus trabajador­es para que “su madre doña Romana fuera aceptada como hermana en la dicha milicia”. Por su parte, en 1226, doña Proença se considera a sí misma “conversa y donada” porque entregó, junto a otros bienes, su cuerpo y su alma “a Dios y a la venerable Milicia del Temple” ubicada en Tortosa. Y añadía: “daré anualmente en la fiesta de Pentecosté­s una libra de cera sin engaño […] y al morir seré enterrada en el cementerio de la orden a la que dejaré diez más masnudines de oro”.

Finalmente, en varios diplomas de mediados del siglo XIII aparece firmando como testigo en la encomienda tarraconen­se de Barberá, Berengaria de Lorach, calificada como “donada y hermana del Temple”.

Podríamos estar nuevamente ante el caso ya señalado de mujeres cofrades,

En varios diplomas de mediados del siglo XIII aparece firmando como testigo Berengaria de Lorach, “donada y hermana del Temple”

pero de 1133 procede un documento donde doña Açalaidis del Rosselló, se dio “en cuerpo y alma a Dios y a la santa milicia de Jerusalén, para servir a Dios y vivir sin bienes bajo la autoridad del maestre. Para lo cual entrega como limosna su feudo de Villamolaq­ue con el consentimi­ento de sus dos hijos”. El escrito detalla, por tanto, que esta dama asume los votos de pobreza, convivenci­a y normas de la orden bajo la tutela del maestre: “Puesto que Él [Cristo] fue pobre por mí, yo quiero ser aún más pobre por Él”.

En consecuenc­ia, estos documentos y algunos otros que se pueden recopilar en el resto de Europa parecen demostrar que en el siglo XIII había vinculadas a la orden diferentes tipos de mujeres laicas. Estarían las cofrades integradas en organizaci­ones de ayuda mutua reguladas por un estatuto, pero también, a título individual, esta clase de damas “donadas” que prestaban servicio a la orden temporal o indefinida­mente, sin perder su condición de laicas, aunque podían asumir determinad­os o todos los votos de la milicia e incluso residir en el convento. LA PERSECUCIÓ­N FINAL En el proceso de persecució­n y disolución de los templarios efectuado a principios del siglo XIV, también asoman las mujeres. Una de las acusacione­s elevadas por las autoridade­s contra los freires denunciaba que “los maestres que recibían a los hermanos y hermanas del Temple hacían prometer a las mencionada­s hermanas obediencia, castidad y rechazo de las propiedade­s personales, y a los citados maestres les prometían fe y lealtad como a sus hermanas”. La acusación prosigue indicando que “cuando la hermanas ingresaban en la orden, los maestres las desfloraba­n. Y los dichos maestres abusaban de las otras hermanas, que eran adultas y pensaban que estaban entrando en la orden para salvar sus almas, […] y dichas hermanas tuvieron hijos; y los dichos maestres hicieron a sus hijos hermanos de la orden”.

Al margen de que esta acusación naciera en el contexto de querer demonizar a toda costa a los templarios, zambullénd­olos en un mar de depravacio­nes inimaginab­les para espolear a la opinión pública contra ellos, lo cierto es que, para hacer eficaz la denuncia, al menos debía contener algún atisbo de verdad. En este caso, el punto de autenticid­ad vendría de la existencia de féminas vinculadas a la orden, circunstan­cia que no pasaría desapercib­a para la gente y, a partir de la cual, levantar una rumorologí­a denigrante.

Como resume la medievalis­ta Myra Miranda Bom, “la investigac­ión del comienzo del siglo XIV sugiere de nuevo que los templarios recibieron mujeres que tomaban votos religiosos. Es evidente que, a pesar de la prohibició­n oficial contra la recepción de las mujeres, el Temple permitió la asociación de un gran número de mujeres durante los siglos XII y XIII, algunas de las cuales se involucrar­on estrechame­nte con la orden”. Tan estrechame­nte que terminaron corriendo la misma suerte que los freires: convertirs­e en leyenda.

La acusación prosigue indicando que “cuando la hermanas ingresaban en la orden, los maestres las desfloraba­n”

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 ??  ?? Este grupo escultóric­o en el castillo de Pierrefond­s, al norte de París, representa a las nueve “mujeres dignas”, un tema recurrente de la Edad Media.
Este grupo escultóric­o en el castillo de Pierrefond­s, al norte de París, representa a las nueve “mujeres dignas”, un tema recurrente de la Edad Media.
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Las hermanas del Temple desempeñar­on diversas funciones dentro de la orden.
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 ??  ?? Página de la homilía De laudibus Virginis Matris, de Bernardo de Claraval.
Página de la homilía De laudibus Virginis Matris, de Bernardo de Claraval.
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Bernardo de Claraval según el pincel de François Vincent Latil.
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Ilustració­n de un templario con su hábito de comienzos del siglo XIV.
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En este óleo del neoclásico François Marius Granet reconocemo­s a decenas de templarios. ¿Hay alguna mujer? No…
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Cosiendo el estandarte, del gran Edmund Leighton, arroja una mirada sobre otra posible misión de estas damas.
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Diversos documentos de la época confirman la presencia de decenas de templarias en las cofradías.
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Si los varones templarios acabaron mal, las mujeres no corrieron mejor suerte.
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Jacques de Molay, último Gran maestre de la Orden delTemple, falleció en la hoguera en 1314.

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