Lola, el amor de Azaña
EL 27 DE NOVIEMBRE de 1929, la iglesia de San Jerónimo el Real, en Madrid, acoge la boda de un hombre a punto de cumplir los 50 años y una joven de apenas 25: Manuel Azaña y Dolores Rivas Cherif. Él, un hombre tímido en las relaciones sentimentales, enamoradizo. Ella, hija de una familia de la burguesía acomodada, culta. Después de la boda, un té en el cercano hotel Ritz para celebrar el evento. La luna de miel, cómo no, a París.
Ya hacía unos años que Azaña conocía a Lola. No en vano, era la hermana pequeña de quien pudiera considerarse su mejor amigo, Cipriano Rivas, el mismo con el que vivió durante meses en la capital francesa, con quien fundó La Pluma, su confidente en toda clase de asuntos. Sin embargo, la diferencia de edad, el miedo a la reacción de su amigo, y su propio rubor implicaron que se demorase en declararse a Lola. Lo hizo en un baile de disfraces que se celebró en la casa de los Caro Baroja. Ella iba disfrazada de damisela del Segundo Imperio; él, de cardenal. No fue sencillo que la familia Rivas Cherif aceptara el enlace. Pero acabó haciéndolo, y desde entonces se acompañaron en prácticamente todos los momentos claves de la intensa vida política de la República. También en los diferentes movimientos durante la Guerra Civil. También en el exilio. Azaña murió en Francia, en Montauban, en noviembre de 1940. Lola se exiliaría entonces, como tantos otros republicanos españoles, a México, donde llegó en junio de 1941. Allí permaneció hasta su muerte, en 1993. Nunca volvió a España.