Azaña y Cataluña
Las ideas de los políticos que perfilaron la Segunda República se podrían calificar de muchas maneras, no de inamovibles. Al compás de las tensiones que acabarían convergiendo en la Guerra Civil, la respuesta a los distintos problemas fue necesariamente v
El Pacto de San Sebastián que moldeó la República, y del que Azaña fue uno de sus promotores, no se cortó a la hora de hablar de Cataluña. Era un problema y exigía una solución, que pasaba porque los catalanes regularan su relación con el Estado a través de un estatuto presentado las Cortes Constituyentes. La Dictadura de Primo de Rivera había desmantelado la Mancomunidad y perseguido a los partidos nacionalistas, uno de los cuales, Acción Catalana, estaba representado en San Sebastián de la mano de su dirigente, el democristiano Manuel Carrasco Formiguera (fusilado en 1938).
Azaña, que no escondía su admiración por el civismo del pueblo catalán, se mostraba partidario de la autonomía pero aspiraba a una “unión entre iguales” que no quemara las naves con España. Aceptaba, eso sí, que si esa era la voluntad de la mayoría Cataluña remara “sola en su navío”.
Cuando el 14 de abril se impuso la República, Francesc Macià, jefe de filas de la victoriosa Esquerra Republicana, no se anduvo con chiquitas y proclamó el Estado y la República catalana para desencanto de un Gobierno provisional presidido todavía por Alcalá-Zamora y en el que Azaña ejercía de Ministro de Guerra. Madrid mandó a tres bomberos (Marcelino Domingo, Nicolau D’Olwer y Fernando de los Ríos, los dos primeros catalanes) para sofocar el fuego que había avivado el coronel. La cooperación de un sensato Companys, amigo personal de Domingo, y el convencimiento de que había que respetar los plazos, alejaron a Macià del abismo.
Para un estadista convencido de la unidad de España, la revolución de Asturias y el discurso del 6 de octubre solo podían causarle dolor
EL ESTATUTO DE NÚRIA
La Generalidad redactó un proyecto de resabios federalistas que las Cortes debatieron a lo largo de 1932, tras la revisión pertinente para ajustarlo a las leyes constitucionales. Para entonces Azaña era ya Presidente del Consejo de Ministros, toda vez que Alcalá Zamora había dimitido por la deriva (anti) rreligiosa del Gobierno.
El político complutense se jugó el cuello en la cuestión catalana, pero hay que reconocer que actuó con inteligencia. Frente a la mano dura de Primo de Rivera, defendió para Cataluña un nuevo orden administrativo y lingüístico –¡pero salvaguardando la lengua española!–, convencido de que la fuerza sería del todo inútil para integrar a los catalanes. A la vez, rechazaba cualquier semejanza con las nacionalidades oprimidas de Europa y abjuraba de las tesis federalistas. Creía en una España unida y animosa gracias a la savia de las regiones del mapa. Daba mucho pero esperaba recibir mucho también. Quizá por eso, cuando el Estatuto de Núria –fue en esa población pirenaica donde se redactó– se presentó en Barcelona, Azaña fue recibido en loor de multitudes, pese a que las Cortes habían desdibujado buena parte de las pretensiones iniciales nacionalistas.
EL RITMO DE COMPANYS
No era fácil ajustar los ritmos. No lo fue el 14 de abril ni lo sería más tarde. El nacionalismo catalán sentía que no avanzaba y al Gobierno central le sobraban razones en aquellos años para censurar su deslealtad.
Si había un político catalán con el que Azaña no sintonizaba, ese era Lluís Companys, sucesor de Macià al frente de Esquerra y del Gobierno de la Generalidad. Y eso que habían trabajado codo con codo en la República y que Álvaro de Albornoz, jefe del Gobierno republicano en el exilio, los calificara de “inolvidables amigos”.
Companys fue un desganado ministro de Marina cuando Lerroux todavía no se había hecho con las riendas del Gobierno central. Quedaba solo un año para que el rabassaire compareciera en el balcón de la Generalidad y proclamara el Estado Catalán dentro de la República federal española, en lo que se pretendía un tiro de gracia a la República tras la entrada en el Gobierno lerrouxista de tres ministros de la CEDA, que no en balde había sido el partido más votado en las elecciones de 1933 y que, hasta ese momento, se había limitado a condicionar las políticas del “Emperador del Paralelo”.
¿Cómo se tomó Azaña la rebelión de Companys? Para un estadista convencido de la unidad de España, la revolución de Asturias y el discurso del 6 de octubre solo podían causarle un hondo dolor, aunque, a la sazón, no formara parte del Gobierno y criticara abiertamente los excesos de la represión. El propio
El Front d’Esquerres de Catalunya se inspiraba en el Frente Popular y perseguía el mismo objetivo: desalojar a la derecha del poder
Azaña fue detenido por las autoridades militares, puesto que, cuando se proclamó la República, él se encontraba en la ciudad condal para despedir a su amigo, y ex ministro de Hacienda, Jaime Carner, que había fallecido unos días antes.
DEMAGOGOS Y AUTORITARIOS
En Mi rebelión en Barcelona, uno de sus textos menos leídos y más interesantes, el autor de La velada en Benicarló reconstruye aquellos días y zanja las sospechas de sus afinidades con el nacionalismo más extremo: “Algunas de las formas más o menos declaradas del nacionalismo, posibilista o separatista, coinciden con diversas gradaciones del antidemocratismo. También en Cataluña hay gentes inclinadas al despotismo autoritario y demagógico, y a concebir la acción política, como en su día el gobierno, según los estilos puestos en boga por los países que han derrocado la democracia”. Siempre dispuesto a ensalzar los valores de Cataluña, no podía compartir el salto adelante de Companys, que muy pronto se revelaría como un importante retroceso.
El tono no podía ser el mismo en la oposición que en el gobierno. Durante el bienio que las izquierdas bautizaron como negro, Azaña se consagró a forjar la alianza de las izquierdas republicana y socialista en torno a su figura, con el fin de plantar batalla a los conservadores en las elecciones de 1936. A nuestro abogado nunca le hizo gracia el nombre de Frente Popular, pero la historiografía lo ha asentado así y así se queda.
¿Hubo o no hubo boda de conveniencia con la Esquerra descabezada por el Tribunal de Garantías Constitucionales en 1935? Ciertamente, el Front d’Esquerres de Catalunya se inspiraba en el Frente Popular y perseguía el mismo objetivo: desalojar a la derecha del poder, en una España cada vez más polarizada y hostil (se habla de los asesinatos de Casado y Calvo Sotelo en julio de 1936, pero podríamos añadir los atentados contra Largo Caballero o Eduardo Ortega y Gasset o el crimen del diputado ovetense Alfredo Martínez, hoy una calle, una nota a pie de página, poco más). El programa del Front d’Esquerres era idiosincrásico, claro: la amnistía de los presos de octubre y el restablecimiento de la Autonomía, o sea, volver al statu quo anterior.
Así fue. Todo cayó como un castillo de naipes. La campaña de Companys, en el penal de El Puerto de Santa María (Cádiz), fue nula, pero aun así logró conquistar su “plaza” por la
circunscripción de Barcelona y unos días después fue amnistiado por el Gobierno de Azaña y regresó a Barcelona para recuperar el control de la Generalidad.
ESTALLA LA GUERRA
Y, finalmente, la guerra, que puede indisponer a los amigos y encizaña todavía más a los enemigos. El golpe del 18 de julio pudo haber fracasado si el Gobierno legítimo hubiera reaccionado con la unidad y la coordinación que propugnaba Azaña. No fue así. El “adverso destino” del general Goded, que, tras su fracaso en Barcelona, fue fusilado en el castillo de Montjuïc, se debió, en parte, al coraje de los anarquistas que asaltaron el hotel Colón y que, casi desde el primer instante, hicieron su propia guerra y no tardaron en controlar las principales infraestructuras, sin que la Generalidad se opusiera a sus dictados.
En los Diarios completos de Azaña, publicados por Crítica en 2004, los lamentos del político por la falta de miras y la mezquindad del Gobierno catalán son constantes. En una muy citada conversación que mantuvo en Valencia con el entonces consejero de cultura de la Generalidad y anterior alcalde de Barcelona y ministro de Trabajo Carles Pi i Sunyer, Azaña le reprocha los movimientos de Companys, que permitió el asalto a diversos organismos estatales y toleró “la insensata expedición a Baleares para construir la gran Cataluña de Prat de la Riba”. Para el presidente de la República, el alzamiento fue aprovechado por el nacionalismo catalán para pescar en aguas revueltas, en un ejercicio no ya de “desobediencia”, sino de “franca rebelión e insubordinación”. A Negrín le atribuía estas palabras: “Si esas gentes van a descuartizar a España prefiero a Franco. Con Franco ya nos entenderíamos nosotros, o nuestros hijos o quien fuere. Pero esos hombres son inaguantables. Acabarían por dar la razón a Franco”.
Azaña murió el 3 de noviembre de 1940 en su exilio francés, un par de semanas después de que Companys fuera fusilado en Montjuïc por su “adhesión a la rebelión militar”. De su condescendencia inicial hacia el problema catalán había pasado a la confusión, a un azoramiento escarmentado. Quizá porque esperaba más de Cataluña y, en su hora más oscura, sintió que era muy poco lo que Cataluña le daba.
Para el presidente de la República, el alzamiento fue aprovechado por el nacionalismo catalán para pescar en aguas revueltas