Historia de Iberia Vieja

Gonzalo de Berceo

- A.F.D.

Gonzalo de Berceo, nuestro primer poeta, el “contador de milagros”, nació a finales del siglo XII, ejerció como clérigo en el monasterio riojano de San Millán de la Cogolla, a cuya gloria empeñó su pluma, y murió hacia 1265. Compuso su obra más conocida, Los milagros de Nuestra Señora, al final de sus días, pero tampoco podemos pasar aquí por alto sus vidas de santos, entre ellas la de Santo Domingo de Silos.

Berceo, al igual que tantos de sus hermanos de hábito, no se sacó nada de la chistera, sino que refundió, adaptó o copió obras preexisten­tes. Durante mucho tiempo, los estudiosos rastrearon en los archivos en busca de la inspiració­n que había guiado al padre del mester de clerecía, hasta que se toparon con una colección de milagros marianos en latín, el llamado Manuscrito Thott 128 de la biblioteca de Copenhague.

De los veinticinc­o milagros de Berceo, veinticuat­ro se encuentran en esa obra, lo que no quiere decir, evidenteme­nte, que fuera un plagiario. Era un copista, en una época en la que este término no se interpreta­ba en un sentido literal. En palabras del profesor César García Álvarez, “Berceo se diferencia del manuscrito porque da al tiempo histórico de los hechos que narra una dignidad literaria, doctrinal y ejemplar que los eterniza”. Por eso es –sigue siendo– un clásico.

La estructura de los 25 milagros –que vienen precedidos por una amena introducci­ón en la que el poeta se presenta: “Yo, maestro Gonçalvo de Verceo nomnado,/ yendo en romería caecí en un prado”– es bastante similar: un devoto de la Virgen, “amigo de la Gloriosa” –su adorada imagen de la Virgen de Yuso–, pasa una serie de apuros, hasta que la Madre de Dios acude en su auxilio y lo salva. No importan los ejemplos: el monje borracho, el náufrago, el labrador avaro o el pobre caritativo... El final es siempre feliz, halagüeño, con una moraleja común a todos: a poco que sirvamos a Nuestra Señora, Ella estará ahí para recompensa­rnos. Todo aderezado con un toque de humor y presentado con simpatía, para deleitar a los peregrinos que se dejaban caer por su monasterio./

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