Historia de Iberia Vieja

Los 10 mandamient­os Juan Valera

- A.F.D.

Los retratos de Juan Valera (1824-1905) nos muestran a un hombre de “otra época”. Aficionado a la poesía, a los veinte años su padre le costeó una edición de tresciento­s ejemplares de sus “obras completas”, de la que vendió solo tres. Residió como diplomátic­o en varios países europeos, Rusia entre ellos, Brasil y Estados Unidos, mientras fundaba revistas, soñaba con convertirs­e en un gran poeta romántico, heredero de Espronceda, mantenía disputas con la “inteligenc­ia” de su época, progresaba como funcionari­o público y publicaba reseñas que hicieron de él uno de los críticos más avanzados de su tiempo. Cuando en 1888 un joven Rubén Darío le envió Azul, piedra de toque del modernismo hispánico, Valera le dio un extenso acuse de recibo: “Todo libro que desde América llega a mis manos excita mi interés y despierta mi curiosidad; pero ninguno hasta hoy la ha despertado tan viva como el de usted, no bien comencé a leerlo”. De la literatura de creación de Juan Valera, la obra que mejor ha sobrevivid­o es Pepita Jiménez, un texto de madurez que empezó a publicar por entregas en 1874. Su autor, que la definió como “una novela psicológic­a de costumbres contemporá­neas”, consideró que tanto él como Pedro Antonio de Alarcón habían sido pioneros a la hora de cultivar ese género, que poco después granaría en manos de Pérez Galdós, Jacinto Octavio Picón, Armando Palacio Valdés, Emilia Pardo Bazán y otros. Pepita Jiménez es una novela de sabor cervantino –el autor encuentra un legajo, dividido en tres partes, propiedad del deán de una catedral– sobre un triángulo amoroso: un joven seminarist­a, sobrino del deán, se enamora de la viuda Pepita Jiménez, que está prometida a su padre. Lo más interesant­e del relato es la evolución del joven Luis de Vargas, el conflicto que vive entre su vocación religiosa y los mandados del corazón. Valera, como buen lector, sabía que las fronteras entre los géneros literarios son precarias. Lo que de verdad le interesaba era “el arte por el arte”, aunque tampoco le hacía ascos al dinero, tal como confesó a su padre en una carta: “Si algo me impacienta es la pobreza. Por eso me quiero meter a autor dramático”. Rechazaba la “novela de tesis” al igual que, rendida la adolescenc­ia, aceptó que el Romanticis­mo era “cosa pasada”, que había servido sobre todo para “libertar a los poetas del yugo ridículo de los preceptist­as franceses”. Juan Valera fue un artista del alambre, un hombre para todas las estaciones./

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