Historia de Iberia Vieja

El séptimo arte En tiempos de luz menguante

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Berlín Este, 1989. Wilhelm Powileit, un antiguo alto cargo del Partido Comunista alemán, cumple 90 años. Espera recibir a su familia –hijos, nietos, un bisnieto–, sus amigos y camaradas. El matrimonio Powileit, no demasiado unido a estas alturas, prepara la casa, presidida por la gran mesa que llenarán de comida para sus invitados. Lo malo es que quien sabe armar bien la mesa es Sascha, el nieto que es el ojito derecho del anciano.

Solo lo saben sus padres, pero Sascha ha escapado a la Alemania Occidental en la víspera del acontecimi­ento. No saben cómo decírselo al anciano ni a la familia; y menos a las autoridade­s que van a imponer a Wilhelm una ostentosa condecorac­ión; recibe también regalos y flores, y a veces se le va la cabeza un poco; pero a cada rato, invariable­mente, pregunta por su nieto. Y al final decide armar él mismo, ayudado por un amigo, la enorme mesa del convite.

ATMÓSFERA DOMÉSTICA

Geschonnec­k pone especial énfasis en el retrato de sus personajes: de los protagonis­tas a los más episódicos, todos tienen entidad en el relato desde el principio. El guion parte de la figura del desengañad­o Sascha para, con un hábil giro, llevarnos a través de su padre hasta Wilhelm, sentado en su gran sillón que parece un trono, y dominando la casa que ya no abandonare­mos hasta el epílogo de la historia. Y la atmósfera doméstica se va haciendo cada vez más agobiante, más mortecina, más premonitor­ia. Los amigos y colegas del Partido Comunista mantienen el tipo y las buenas palabras, pero no pueden disimular el desánimo y también el miedo.

Están en lo cierto. En pocas semanas, algunos meses, el mundo va a cambiar, sus aliados van a explotar y su mismo país va a desaparece­r. Entre noviembre de 1989 y finales de 1991, cayó el muro que separaba

las dos Alemanias, y la Unión de Repúblicas Socialista­s Soviéticas dejó de existir para fragmentar­se en un buen número de naciones, más o menos libres e independie­ntes de la madre Rusia. Y en la pantalla flota la premonició­n de ese inminente destino, que empieza por la propia celebració­n: la familia deja ver sus fracturas, la imponente mesa se viene al suelo y la casa es un caos. Cuando todos se marchan solo queda en pie la figura del anciano, con su condecorac­ión brillando en la solapa y toda la soledad del mundo en la mirada. Él sabe de la verdad escondida bajo tantas palabras huecas, él ya atisba el polvo del muro derrumbánd­ose al mismo tiempo que se le agotan las últimas fuerzas.

La narración funciona como un reloj –quizá como el que deja oír su ominoso tic-tac en toda la casa, como un latido próximo a agotarse–, en su ritmo pausado y en su intención de extensa, inclemente metáfora, y todos sus integrante­s cumplen su cometido perfectame­nte; pero hay que destacar el formidable trabajo de Bruno Ganz, un actor descomunal, imprescind­ible –presente infalible en la pantalla desde 1960–, eterno. Su composició­n del protagonis­ta de la historia la dota de realismo, profundida­d y dramatismo. En tiempos de luz menguante es suya.

LA NARRACIÓN FUNCIONA COMO UN RELOJ Y LA COMPOSICIÓ­N DE BRUNO GANZ DOTA A LA PELÍCULA DE REALISMO, PROFUNDIDA­D Y DRAMATISMO

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Con Josemanuel Escribano
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EN TIEMPOS DE LUZ MENGUANTE Director: Matti Geschonnec­k. Prducción: Oliver Berben, Dieter Salzmann. Guion: Wolfgang Kohlhaase. Intérprete­s: Bruno Ganz, Sylvester Groth, Hildegard Schmahl.

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