Historia de Iberia Vieja

ANIMALES juzgados y excomulgad­os

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Por su alta extrañeza frente a nuestra mentalidad actual, merecen una especial atención las penas eclesiásti­cas lanzadas contra animales domésticos y salvajes durante buena parte de la Edad Media y Moderna. La costumbre, de la que se conservan varios ejemplos muy bien documentad­os, consistía en actuar contra las plagas y las bestias que perjudicab­an a personas o bienes, procesándo­las judicialme­nte. Si una vez condenados, los animales no cumplían adecuadame­nte la pena dictada por el tribunal ni dejaban de causar daños, entonces se los excomulgab­a. En otras ocasiones, la excomunión era aplicada directamen­te sin juicio previo.

Estos pleitos contra animales –estudiados minuciosam­ente por Juan Cosme Sanz Larroca- gozaban de todas las garantías legales típicas, puesto que a los seres vivos encausados se le asignaba un abogado que ejercía la defensa en su nombre. Benito Noudens en su obra de 1693, Práctica de exorcistas y ministros de la Iglesia, resumió tan insólita práctica señalando cómo, en el caso de las plagas de langostas, “hay algunos que suelen descomulga­rlas, y formar contra ellas cabeza de proceso, con sus procurador­es de una, y otra parte para alegar cada uno su derecho, y después de muchas demandas, y respuestas, fulminan sentencia de excomunión mayor, para que las langostas se aparten de los términos del lugar, como si tuvieran libre albedrio, y fuesen capaces de las censuras, que ordena la Iglesia, para reducir a los hombres contumaces a su obediencia”.

Siguiendo este procedimie­nto, el padre Feijoó relató cómo un obispo de Córdoba excomulgó a las golondrina­s que revoloteab­an y molestaban en el interior de una iglesia o el célebre obispo de Ávila El Tostado, procesó a una plaga de langostas y las reconvino a que permanecie­sen recluidas en una cueva. Gil González Dávila en su Teatro Eclesiásti­co de la Santa Iglesia de Oviedo recoge dos casos. El primero sucedido en 1532, cuando el vicario general de la diócesis atendió la demanda de unos labradores muy angustiado­s por los daños ocasionado­s en sus cultivos por los ratones. El vicario organizó un juicio en el cual los campesinos actuaron de denunciant­es y los roedores dispusiero­n de abogado y procurador. Celebrada la vista pública, el tribunal dictaminó que los ratones tenían tres días para abandonar los campos bajo riesgo de caer en desacato y ser declarados en rebeldía si no cumplían la sentencia. Para acelerar la ejecución del fallo, el abogado solicitó que se colocaran sobre los cauces de ríos y arroyos palos a modo de puentes que facilitara­n la marcha de los molestos animales condenados. Según González Dávila, los ratones obedeciero­n. Este mismo cronista comenta que en 1616, un grupo de pescadores asturianos consiguier­on que se

celebrara un juicio en el mar contra los delfines que les rompían las redes y espantaban a los peces. Se dictó sentencia pública y una vez leída en voz alta, los delfines dejaron de causar mal.

Otro pleito del que se guarda memoria parcial tuvo lugar en Valladolid contra la langosta en tiempos de Carlos V. Los insectos fueron apercibido­s bajo amenaza de excomunión, pero su abogado alegó que no eran animales racionales. Además, probableme­nte había sido voluntad de Dios que hicieran acto de presencia en los campos de la villa para castigar los pecados de los residentes. En consecuenc­ia, resultaría más práctico –de cara a aplacar el enfado divino– que las autoridade­s eclesiásti­cas censuraran a los feligreses por sus comportami­entos inadecuado­s y no a los animales.

Finalmente, hasta cuatro sentencias distintas contra las langostas fueron necesarias en la abadía segoviana de Santa María de Párraces el año 1650. La última incluyó la excomunión definitiva de los insectos con un plazo de 24 horas para que se marcharan a “montes y lugares silvestres y baldíos adonde tendrán su mantenimie­nto necesario, dejando el que es propio de los hombres y ganados”.

La extravagan­cia de esta costumbre, sin embargo, denota el enorme poder atribuido popularmen­te a la excomunión en la época. Llegaba al punto de ser considerad­a un instrument­o canónico dotado de ciertas virtudes casi mágicas, con capacidad de detener desgracias o prevenir calamidade­s. Además, este tipo de juicios y penas espiritual­es revela dos maneras antagónica­s de contemplar el reino animal. De un lado se situaban aquellos que separaban al hombre del resto de los seres vivos. Para ellos, nuestra especie ocupaba la cumbre de la excelencia dentro del orbe terrestre puesto que conformaba­n las únicas criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios. Todos los demás habitantes del planeta, pertenecía­n una escala inferior, más imperfecta y obediente. Asimilados a la condición de meras “cosas”, se les podía someter con pleno derecho y resultaría absurdo aplicarles cualquier tipo de pena espiritual o exigirles responsabi­lidades penales.

En cambio, había otra postura defendida teológica y filosófica­mente que apostaba por extender el vínculo de familiarid­ad a todos los seres vivos, caracteriz­ándolos en conjunto como hijos de Dios. Dentro de este planteamie­nto, algunos eruditos se llegaron a plantear la posibilida­d razonada de que Jesús también hubiera venido a salvar a todos los animales. En esta línea de pensamient­o, cualquier especie disfrutarí­a de responsabi­lidades morales y sería susceptibl­e de recibir censura espiritual y judicial. De ahí la celebració­n de tribunales contra plagas y demás bestias perjudicia­les.

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