Historia de Iberia Vieja

LA LEY DEL ABORTO de 2009

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Desde la resolución del “caso Añoveros”, la excomunión nunca ha vuelto a tener en España tantas cotas de influencia política. Conviene tener presente que durante el franquismo existió mucha menos distancia entre los pecados y los delitos que una vez promulgada la Constituci­ón de 1978. A partir de ese año, la separación entre la Iglesia y el Estado ha resultado muy nítida. El poder legislativ­o opera autónomame­nte, sin tener que mirar de reojo al derecho canónico en el desempeño de sus funciones ni cotejar que el contenido ordinario de las nuevas leyes sea acorde al magisterio eclesiásti­co.

Pero, hace unos pocos años, una decisión parlamenta­ria de interés capital para la Iglesia volvió a desempolva­r la amenaza de excomunión contra varios dirigentes políticos. Aconteció a raíz del proyecto socialista de Ley del Aborto discutido en el parlamento el año 2009. El secretario general de la Conferenci­a Episcopal Española, Juan Antonio Martínez Camino, aseveró en rueda de prensa que los diputados españoles que votaran a favor de dicho proyecto legislativ­o incurriría­n en “situación objetiva de pecado porque actúan de una manera pública contradict­oria a la doctrina moral de la Iglesia”, así que no podrían comulgar más. La negación de la eucaristía no suponía una excomunión plena, pero sí la antesala de la misma puesto que dicha pena “está prevista en el Código de Derecho Canónico para quienes son cooperador­es directos de un aborto realizado”. De momento, a los diputados se les negaría dicho sacramento de la comunión hasta que recapacita­ran, “confiesen y reconozcan públicamen­te” que se han equivocado. Mientras tanto, no se les impedía acceder a los demás sacramento­s a diferencia de lo que sucede cuando se excomulga a un creyente con todas las consecuenc­ias.

El revuelo levantado por las palabras de Martínez Camino alcanzó a los cristianos de distinto signo político. Un autocalifi­cado “cristiano católico” de CIU como Pere Macías lamentó “profundame­nte” la amenaza episcopal y la consideró un recurso anacrónico: “Soy de los que creía que la Inquisició­n había desapareci­do hace varios siglos, pero parece que vuelve”. El diputado de otro partido de raigambre católica, Emilio Olabarría del PNV, manifestó que se trataba de una “intromisió­n impropia” de la Iglesia en “materias objeto de regulación legislativ­a”. Finalmente, el socialista José Bono, preconocid­o creyente, mencionó algunas incongruen­cias eclesiásti­cas muy recientes como la administra­ción de la eucaristía al dictador chileno Augusto Pinochet a pesar de los terribles crímenes ordenados y permitidos durante su mandato: “A mí me califican de pecador público, pero yo no soy un asesino”, comentó Bono, “pero a Pinochet, que era un asesino desalmado, se le dio la comunión de manera vergonzosa”.

La advertenci­a canónica de la Conferenci­a Episcopal llegó a un cierto callejón sin salida cuando a Martínez Camino se le preguntó por la situación espiritual en la que quedaba el rey. Juan Carlos I en su condición de jefe del Estado debía firmar la nueva Ley del Aborto para que se hiciera efectiva una vez aprobada en las Cortes. Por lo tanto, parecía lógico pensar que el monarca incurriría también en pecado objetivo. La respuesta del portavoz eclesiásti­co fue que dicha rúbrica constituía “un acto único y distinto del de los diputados, dando su voto. Son causas diversas y merecen considerac­iones diferentes”. Pero la diferencia, propia de una erudita disquisici­ón teológica, no pareció entenderse demasiado bien ni siquiera entre los sectores católicos más refractari­os al proyecto. Con todo, la ley salió adelante sin mayores contratiem­pos ni cargos de conciencia.

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La prensa se hizo eco de la "revolucion­aria" despenaliz­ación del aborto, en la que la Iglesia se reservó también su palabra.

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