De cine en TURÍN
■ La Mole Antonelliana de Turín alberga uno de los museos de cine más grandiosos del mundo, una fantasía que abrió sus puertas en 2000 con el donaire del escenógrafo François Confino. Si no fuera porque hay que cumplir con el horario, uno podría quedarse a vivir en los cachivaches que cuentan la cronología del séptimo arte, alojarse en los zapatos de Marilyn Monroe o saltar a las imágenes de sus exposiciones temporales, como aquella espectadora de La rosa púrpura de El Cairo.
Hoy, no podemos mirar a los ojos del siglo XX sin enceguecernos un poco –o un mucho– por el cine. Esa aventura que comenzó en una fábrica de Lyon y nos llevó a una Luna enojada nos sigue desafiando, tantos años después, con su magia perpetua, que no es precisamente la de las imágenes generadas por ordenador sino la de los ojos de Meryl Streep en Los puentes de Madison o las manos ensangrentadas del batería de Whiplash.
En el Museo Nacional del Cine de Turín el tiempo pasa como en un sueño. No es lo que vemos, sino los recuerdos que suscitan esas imágenes, esos carteles, la perfección amañada de los rostros de las estrellas.
"¡Jesús, las cosas que hemos visto!", que diría el maese Shallow: la flor junto a los labios de un vagabundo, los palos de golf de Cary Grant, el descenso de una diva del cine mudo por la escalera de su mansión, los samuráis de Kurosawa, el travelling fronterizo de Sed de mal (o el de Truffaut/ Aute con "el pequeño desertor Antoine Doinel"), la raqueta de Jack Lemmon en El apartamento, el motocarro de Plácido o los ojos –otra vez los ojos– de Ana Torrent en El espíritu de la colmena.
¿Qué sería de nosotros sin el cine? Tuertos como la luna de Méliès o ciegos como la violetera, vagaríamos por las calles como criaturas de llanto, niños desarropados en invierno o fotos sin su correspondiente pie. Las salas de cine siguen siendo el espejo más fiel del mundo: en su oscuridad nos vemos tal y como somos; y hoy, que asistimos descorazonados al cierre de tantas, nos vemos huérfanos y ávidos de consuelo.
La tarde que fuimos a la Mole Antonelliana de Turín, Bernardo Bertolucci charlaba en el Aula del Tempio con otras gentes del cine, bajo la atenta mirada del Moloch de Cabiria. A sus 77 años, el director de Novecento sigue siendo uno de los pensadores más jóvenes del séptimo arte, un hechizo más de este Shangri-La de celuloide.