La condena de la excomunión
LA MÁS PODEROSA CONDENA DE LA HISTORIA
LA EXCOMUNIÓN ES UNA BALA. SE TRATA DE UNA PENA DE LA IGLESIA QUE TIENE POR OBJETIVO HACER RECAPACITAR AL PENADO PARA QUE SE ARREPIENTA DE SUS MALAS ACCIONES. A LO LARGO DE LA HISTORIA HA SIDO UN ARMA A TENER EN CUENTA EN CADA CONFLICTO, PERO SOBRE TODO HA SIGNIFICADO QUE LA IGLESIA SE PONÍA DE UNO U OTRO LADO. EN UN CONTEXTO MODERNO COMO EL ACTUAL DONDE EXISTE LA SEPARACIÓN ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO, ASÍ COMO LIBERTAD RELIGIOSA Y DE PENSAMIENTO, EL IMPACTO QUE PUDIERA TENER ENTRE LA CIUDADANÍA ESPAÑOLA ES MUY REDUCIDO, PERO LA DIMENSIÓN QUE HA TENIDO A LO LARGO DEL TIEMPO HA SIDO FUNDAMENTAL.
La Iglesia, desde sus orígenes, ha promovido un orden religioso basado en la unanimidad, concordia y universalidad. Cualquier discrepancia que pudiera poner en riesgo dicha armonía no era bien recibida y, para salvaguardar la integridad del conjunto de fieles, se adecuaron diferentes penas. La más radical de todas ellas ha sido siempre la excomunión, aunque como tal no aparece explícitamente recogida en la Biblia.
Algunos pasajes del Nuevo Testamento recomiendan apartarse o apartar a quienes no atienden ni asumen los dictados del evangelio. Después, con el desarrollo conciliar, esas exhortaciones se concretaron en disposiciones jurídicas específicas. Por ejemplo, ya el concilio de Elvira, celebrado a finales del siglo III, ordenó abstener de la comunión a quienes mostrasen determinadas conductas inmorales. Posteriormente, sobre todo en la lucha contra las herejías, la excomunión acabó perfilándose como el arma definitiva para retirar a las malas hierbas del cuerpo sano de la Iglesia.
Durante la Edad Media y buena parte de la Moderna, la realidad social y la realidad religiosa estuvieron tan íntimamente imbricadas que configuraban en la práctica un único mundo. Los delitos penales se miraban en el espejo de los pecados, siendo muy a menudo la misma cosa. Por lo tanto, excomulgar a alguien no solamente suponía un grave castigo espiritual, sino la destrucción civil del excomulgado. Al expulsar a
alguien de la Iglesia, simultáneamente, se le estaba expulsando de la sociedad. Con ser grave ese “destierro” en términos individuales, enseguida advertimos que, cuando tal procedimiento se aplicaba sobre personajes poderosos, se introducía en el turbio juego de la alta política con resonancias de gran calado e impredecibles consecuencias.
Ya en el reino visigodo de Toledo esta forma de sanción eclesiástica entró con fuerza en las luchas partidistas en torno a la monarquía. Recaredo había jurado la fe de Nicea y rechazado el arrianismo, así que su gobierno resultaba indudablemente confesional y los obispos constituyeron una esfera muy influyente de poder. Los culpables de delitos que hoy calificaríamos de políticos, engrosaban en la época la lista de penitentes y debían sufrir un proceso expiatorio espiritual mediante ayunos, limosnas, rezos y vigilias para recuperar el favor del rey. Por encima de todo estaba la preservación del orden y la excomunión podía dirigirse indiscriminadamente contra los sediciosos nobles y clérigos que trataran de tambalearlo. También contra el rey si este no gobernaba con justicia o no perseguía a los enemigos de la Iglesia.
EXCOMULGADOS… ¡TODOS!
EXCOMULGAR A ALGUIEN NO SOLAMENTE SUPONÍA UN GRAVE CASTIGO ESPIRITUAL, SINO LA DESTRUCCIÓN CIVIL DEL EXCOMULGADO
La estrecha colaboración entre eclesiásticos y monarcas visigodos hizo posible que la excomunión se convirtiera casi en una prerrogativa más de la autoridad regia. De esta forma, Recaredo consiguió en el III Concilio de Toledo que se dictara excomunión contra todo aquel que no aceptara la sucesión hereditaria al trono, fuera infiel al rey o se manifestara contrario al catolicismo.
Conforme avanzó el medievo y se introdujo la Reforma Gregoriana, el orden eclesiástico intentó delimitar mejor su territorio. El uso instrumental de la excomunión por parte de la monarquía desapareció. La Iglesia procuró monopolizarlo y no compartirlo porque, a la postre, se convirtió en su mejor baza para tratar de reconducir una situación apurada cuando no le quedaban otras armas en su mano. Por ejemplo, el legado papal Arnaldo Amaury amenazó con excomulgar a Pedro II de Aragón en 1213 cuando se enteró de que había acudido a ayudar a sus parientes pro cátaros al otro lado de los Pirineos. Igualmente, Alfonso IX de León llegó a ser excomulgado en dos ocasiones tras celebrar dos matrimonios incestuosos consecutivos con las infantas Teresa de Portugal y Berenguela de Castilla. La presión pontificia terminó surtiendo efecto y el monarca se plegó a las exigencias de Inocencio III el año 1204.
Desde un punto de vista más local, los prelados y abades castellanos aprovecharon el poder que les daba la excomunión para
aplicarla casi a diestro y siniestro en sus pugnas económicas y territoriales con los concejos y señores autóctonos. Los jueces eclesiásticos se entrometían en las querellas con civiles y los afectados empezaron a protestar y elevar quejas al rey durante la celebración de cortes generales. Lejos de la mesura con la que hoy la Iglesia insiste en aplicar esta sanción extrema, en aquellos siglos, resultaba habitual excomulgar a quien no cumplía las obligaciones fiscales con el clero y le debía diezmos y primicias.
Durante la Edad Moderna, la Iglesia empleó significativamente la excomunión en el marco inquisitorial de la corrección de conciencias y costumbres. El célebre Índice de Libros Prohibidos enumeraba todos los textos perseguidos y cuya lectura estaba vedada bajo pena de ser excomulgado. En 1561, el papa Pío V emitió una bula condenando los espectáculos taurinos, igualmente, bajo pena de excomunión y con especial mención de los clérigos que solían participar en las corridas. Otras bulas posteriores relajaron esta medida en nuestro país puesto que la Santa Sede necesitó a menudo del apoyo español en su lucha contra el infiel.
QUE TODO EL MUNDO LO SEPA
Las listas de excomulgados solían situarse en un lugar bien visible para que todos los vecinos estuvieran al corriente de quiénes eran los penados y actuaran con ellos como correspondía. El Concilio de Toledo de 1536 dejaba bien a las claras el sentido de este escarnio cuando advirtió que, del mismo modo que “la oveja enferma infecta las otras si no es apartada de su conversación, así los excomulgados traen daño a los fieles cristianos si de su conversación no son apartados”. En prevención de lo cual, se ordenó a todas las parroquias de este arzobispado que colocaran “una tabla en lugar público donde todos la puedan ver y leer” con “todos los nombres de los parroquianos que en la tal parroquia estuvieran denunciados por excomulgados y la causa de la tal excomunión, ahora sea por deuda o por otra cualquier causa”. De este modo toda la comunidad sabía si su vecino era bígamo, adúltero, impotente, etc. Las autoridades eclesiásticas esperaban que esta exposición hiciera recapacitar a los penados y “con mayor diligencia busquen el remedio de su absolución”.
DURANTE LA EDAD MODERNA, LA IGLESIA EMPLEÓ LA EXCOMUNIÓN EN EL MARCO INQUISITORIAL DE LA CORRECCIÓN DE CONCIENCIAS Y COSTUMBRES
La excomunión trató de prestar un último gran servicio al Estado durante la independencia de América. Los prelados del otro lado del océano dictaron numerosas censuras eclesiásticas contra los insurgentes y, en algunos casos como en Nueva España, los destinatarios de las mismas fueron sacerdotes americanos que se habían unido al levantamiento. El obispo de Puebla, Manuel Ignacio González del Campillo redactó su bando de excomunión en los siguientes y elocuentes términos: “Probada la ineficacia del aceite para curar la enfermedad de los clérigos insurgentes, es necesario usar ya del cáustico, y tratarlos con el rigor de los cánones; […] fulminemos, aunque con inexplicable dolor de nuestro corazón, los anatemas de la Iglesia contra unos ministros, que se han hecho indignos de tan respetable nombre por sus detestables crímenes y obstinación”.
FRANCO AL BORDE DE LA EXCOMUNIÓN
A partir del siglo XIX con la llegada del constitucionalismo, la separación de poderes y la libertad religiosa, la pena de excomunión fue perdiendo progresivamente fuerza política. En el punto de mira de esta censura espiritual se colocaron entonces los nuevos movimientos sociales, políticos y filosóficos que discurrían al margen de la Iglesia o en abierta oposición a ella. Comunistas, socialistas, anarquistas, liberales, masones, espiritistas, teósofos, librepensadores, etc. sufrirán condena eclesiástica habitual aunque no les reportará a sus miembros ninguna consecuencia significativa ni trastorno personal. No en vano, la mayoría se declaraban abiertamente agnósticos, ateos, anticlericales o, sencillamente, indiferentes a lo que la Iglesia pudiera opinar de ellos.
A pesar de todo, la excomunión conservó una importancia valiosa para la Iglesia ya que permitía señalar públicamente a determinadas colectivos y estigmatizarlos como peligrosos ante la propia feligresía. Quienes coqueteaban con esas ideologías y grupos corrían el riesgo ser expulsados de la comunidad de creyentes o perder sus oficios eclesiásticos si los tenían. En tiempos especialmente turbulentos como la II República, donde miembros del clero abrazaron ideas socialistas o comunistas, se multiplicaron las penas espirituales contra ellos. Sirva de ejemplo el caso de Luis López-Dóriga Meseguer, deán de Granada, sobrino de arzobispo y miembro del Partido Radical Socialista. Este sacerdote fue firme defensor de la se-
LOS INSECTOS FUERON APERCIBIDOS BAJO AMENAZA DE EXCOMUNIÓN, PERO SU ABOGADO ALEGÓ QUE NO ERAN ANIMALES RACIONALES
paración entre la Iglesia y el Estado, votó en Cortes a favor de la Ley del Divorcio y terminó siendo excomulgado en 1933.
Luego ya en el ocaso del franquismo, la sombra de la excomunión gozó de un inesperado fogonazo. El incidente no termina de estar claro y existe cierta confusión al respecto. Para algunos, la excomunión llego a ser puesta por escrito en 1974 aunque no publicitada. Para otros, tan solo pasó por la cabeza del cardenal Tarancón, entonces presidente de la Conferencia Episcopal. Y es que el receptor final de la misma iba a ser nada menos que Francisco Franco, caudillo de España y adalid del nacionalcatolicismo. Hasta entonces, las relaciones entre la Iglesia y el dictador habían disfrutado de una salud excelente bajo el signo de una simbiosis político-religiosa de la que ambas partes recabaron enormes beneficios durante décadas. Sin embargo, a esas alturas crepusculares del régimen, soplaban vientos de cambio en la jerarquía eclesiástica española. No eran mayoritarios, pero sí dominantes. La vieja guardia del clero patrio, aquella que bendijo la guerra civil y la concibió como cruzada, había ido desapareciendo. Su lugar fue ocupado, poco a poco, por sangre nueva:
obispos y sacerdotes más afines al espíritu renovador del Concilio Vaticano II y a unas bases obreras cristianas con enorme peso en las parroquias de las grandes ciudades.
En aquellos momentos, la Conferencia Episcopal, creada en 1966, contaba con miembros muy relevantes como el obispo de Madrid-Alcalá Enrique Vicente y Tarancón, el de Barcelona Narcís Jubany y el de Bilbao Antonio Añoveros. Tres mandatarios eclesiásticos que habían apostado indisimuladamente por la democratización del país y el reconocimiento de las diferentes sensibilidades políticas vasca y catalana. Hasta tal punto venían dando pasos públicos en dicho sentido que la Dirección General de Seguridad del régimen, en un informe de
diciembre de 1971, los calificó como “jerarquías desafectas”.
Pero la tensión entre el ejecutivo y la Iglesia alcanzó un grado crítico cuando el año 1974 el obispo Añoveros difundió por todas las parroquias de su diócesis una pastoral en la que reivindicaba el uso común del esukera y se reconocía abiertamente la existencia del denominado “problema vasco”: “El pueblo vasco, lo mismo que los demás pueblos del Estado español, tiene el derecho de conservar su propia identidad, cultivando y desarrollando su patrimonio espiritual sin perjuicio de un saludable intercambio con los pueblos circunvecinos, dentro de una organización sociopolítica que reconozca su justa libertad”, señalaba sin tapujos el documento.
“INFIEL AQUEL QUE NO DEFIENDA LO MISMO QUE YO”
Para el gobierno, presidido por Arias Navarro, aquella homilía resultaba absolutamente incendiaria puesto que “atentaba contra la unidad del Estado”, así que, al instante, se ordenó el confinamiento en su domicilio de monseñor y se envió al aeropuerto de Sondika un avión para trasladarlo al exilio. El revuelo diplomático fue máximo. Añoveros se negó a dejar su diócesis hasta recibir una orden directa del pontífice y amenazó con excomulgar a todo aquel que quisiera emplear la fuerza para hacerle salir. Por otro lado, miles de personas se congregaron a las puertas del domicilio expresando así su solidaridad con el prelado. Paralelamente en
LAS LISTAS DE EXCOMULGADOS SOLÍAN SITUARSE EN UN LUGAR BIEN VISIBLE PARA QUE TODOS LOS VECINOS ESTUVIERAN AL CORRIENTE DE QUIÉNES ERAN LOS PENADOS Y ACTUARAN CON ELLOS COMO CORRESPONDÍA
Madrid dominaba el ruido en los despachos. A lo largo de los cuarenta años de dictadura nunca se había conocido una crisis de tal envergadura con la Iglesia. La Nunciatura del Vaticano en España estaba a la expectativa y el cardenal Tarancón movió ficha. Convocó al Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal, y parece que redactó una nota inspirada en el Concordato con la Santa Sede y el canon 2334 que permitía aplicar pena de excomunión contra quienes “directa o indirectamente impidiesen la jurisdicción eclesiástica de un obispo”. En el caso de que Añoveros fuera expulsado de España, dicha nota se daría a conocer. En previsión de lo peor, el Ministerio de Asuntos Exteriores también se planteó una ruptura de las relaciones con el Vaticano.
Tarancón solicitó una audiencia con el gobierno que le fue denegada y según algu- nos llegó a tener en el bolsillo el escrito de excomunión contra los máximos mandatarios del ejecutivo español, incluido el jefe del Estado. Al margen de estas incertidumbres, lo que parece seguro es que la máxima pena eclesiástica, cuando menos, se planteó en la reunión episcopal y sirvió como maniobra táctica del cardenal para colocar el conflicto en un límite tan insoportable que obligó a relajar el desencuentro y buscar un entendimiento por ambas partes.
De este modo, quedó demostrado cómo este tipo de penas eclesiásticas, utilizadas a modo de arma arrojadiza para reconducir voluntades, parecen no tener ya ninguna cabida en la palestra política española del siglo XXI. Han perdido toda la eficacia de la que gozaron en épocas pasadas y la Iglesia sigue su camino explorando otros medios para hacer triunfar su doctrina en la sociedad moderna.