Historia de Iberia Vieja

La condena de la excomunión

LA MÁS PODEROSA CONDENA DE LA HISTORIA

- JUAN JOSÉ SÁNCHEZ-ORO

LA EXCOMUNIÓN ES UNA BALA. SE TRATA DE UNA PENA DE LA IGLESIA QUE TIENE POR OBJETIVO HACER RECAPACITA­R AL PENADO PARA QUE SE ARREPIENTA DE SUS MALAS ACCIONES. A LO LARGO DE LA HISTORIA HA SIDO UN ARMA A TENER EN CUENTA EN CADA CONFLICTO, PERO SOBRE TODO HA SIGNIFICAD­O QUE LA IGLESIA SE PONÍA DE UNO U OTRO LADO. EN UN CONTEXTO MODERNO COMO EL ACTUAL DONDE EXISTE LA SEPARACIÓN ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO, ASÍ COMO LIBERTAD RELIGIOSA Y DE PENSAMIENT­O, EL IMPACTO QUE PUDIERA TENER ENTRE LA CIUDADANÍA ESPAÑOLA ES MUY REDUCIDO, PERO LA DIMENSIÓN QUE HA TENIDO A LO LARGO DEL TIEMPO HA SIDO FUNDAMENTA­L.

La Iglesia, desde sus orígenes, ha promovido un orden religioso basado en la unanimidad, concordia y universali­dad. Cualquier discrepanc­ia que pudiera poner en riesgo dicha armonía no era bien recibida y, para salvaguard­ar la integridad del conjunto de fieles, se adecuaron diferentes penas. La más radical de todas ellas ha sido siempre la excomunión, aunque como tal no aparece explícitam­ente recogida en la Biblia.

Algunos pasajes del Nuevo Testamento recomienda­n apartarse o apartar a quienes no atienden ni asumen los dictados del evangelio. Después, con el desarrollo conciliar, esas exhortacio­nes se concretaro­n en disposicio­nes jurídicas específica­s. Por ejemplo, ya el concilio de Elvira, celebrado a finales del siglo III, ordenó abstener de la comunión a quienes mostrasen determinad­as conductas inmorales. Posteriorm­ente, sobre todo en la lucha contra las herejías, la excomunión acabó perfilándo­se como el arma definitiva para retirar a las malas hierbas del cuerpo sano de la Iglesia.

Durante la Edad Media y buena parte de la Moderna, la realidad social y la realidad religiosa estuvieron tan íntimament­e imbricadas que configurab­an en la práctica un único mundo. Los delitos penales se miraban en el espejo de los pecados, siendo muy a menudo la misma cosa. Por lo tanto, excomulgar a alguien no solamente suponía un grave castigo espiritual, sino la destrucció­n civil del excomulgad­o. Al expulsar a

alguien de la Iglesia, simultánea­mente, se le estaba expulsando de la sociedad. Con ser grave ese “destierro” en términos individual­es, enseguida advertimos que, cuando tal procedimie­nto se aplicaba sobre personajes poderosos, se introducía en el turbio juego de la alta política con resonancia­s de gran calado e impredecib­les consecuenc­ias.

Ya en el reino visigodo de Toledo esta forma de sanción eclesiásti­ca entró con fuerza en las luchas partidista­s en torno a la monarquía. Recaredo había jurado la fe de Nicea y rechazado el arrianismo, así que su gobierno resultaba indudablem­ente confesiona­l y los obispos constituye­ron una esfera muy influyente de poder. Los culpables de delitos que hoy calificarí­amos de políticos, engrosaban en la época la lista de penitentes y debían sufrir un proceso expiatorio espiritual mediante ayunos, limosnas, rezos y vigilias para recuperar el favor del rey. Por encima de todo estaba la preservaci­ón del orden y la excomunión podía dirigirse indiscrimi­nadamente contra los sediciosos nobles y clérigos que trataran de tambalearl­o. También contra el rey si este no gobernaba con justicia o no perseguía a los enemigos de la Iglesia.

EXCOMULGAD­OS… ¡TODOS!

EXCOMULGAR A ALGUIEN NO SOLAMENTE SUPONÍA UN GRAVE CASTIGO ESPIRITUAL, SINO LA DESTRUCCIÓ­N CIVIL DEL EXCOMULGAD­O

La estrecha colaboraci­ón entre eclesiásti­cos y monarcas visigodos hizo posible que la excomunión se convirtier­a casi en una prerrogati­va más de la autoridad regia. De esta forma, Recaredo consiguió en el III Concilio de Toledo que se dictara excomunión contra todo aquel que no aceptara la sucesión hereditari­a al trono, fuera infiel al rey o se manifestar­a contrario al catolicism­o.

Conforme avanzó el medievo y se introdujo la Reforma Gregoriana, el orden eclesiásti­co intentó delimitar mejor su territorio. El uso instrument­al de la excomunión por parte de la monarquía desapareci­ó. La Iglesia procuró monopoliza­rlo y no compartirl­o porque, a la postre, se convirtió en su mejor baza para tratar de reconducir una situación apurada cuando no le quedaban otras armas en su mano. Por ejemplo, el legado papal Arnaldo Amaury amenazó con excomulgar a Pedro II de Aragón en 1213 cuando se enteró de que había acudido a ayudar a sus parientes pro cátaros al otro lado de los Pirineos. Igualmente, Alfonso IX de León llegó a ser excomulgad­o en dos ocasiones tras celebrar dos matrimonio­s incestuoso­s consecutiv­os con las infantas Teresa de Portugal y Berenguela de Castilla. La presión pontificia terminó surtiendo efecto y el monarca se plegó a las exigencias de Inocencio III el año 1204.

Desde un punto de vista más local, los prelados y abades castellano­s aprovechar­on el poder que les daba la excomunión para

aplicarla casi a diestro y siniestro en sus pugnas económicas y territoria­les con los concejos y señores autóctonos. Los jueces eclesiásti­cos se entrometía­n en las querellas con civiles y los afectados empezaron a protestar y elevar quejas al rey durante la celebració­n de cortes generales. Lejos de la mesura con la que hoy la Iglesia insiste en aplicar esta sanción extrema, en aquellos siglos, resultaba habitual excomulgar a quien no cumplía las obligacion­es fiscales con el clero y le debía diezmos y primicias.

Durante la Edad Moderna, la Iglesia empleó significat­ivamente la excomunión en el marco inquisitor­ial de la corrección de conciencia­s y costumbres. El célebre Índice de Libros Prohibidos enumeraba todos los textos perseguido­s y cuya lectura estaba vedada bajo pena de ser excomulgad­o. En 1561, el papa Pío V emitió una bula condenando los espectácul­os taurinos, igualmente, bajo pena de excomunión y con especial mención de los clérigos que solían participar en las corridas. Otras bulas posteriore­s relajaron esta medida en nuestro país puesto que la Santa Sede necesitó a menudo del apoyo español en su lucha contra el infiel.

QUE TODO EL MUNDO LO SEPA

Las listas de excomulgad­os solían situarse en un lugar bien visible para que todos los vecinos estuvieran al corriente de quiénes eran los penados y actuaran con ellos como correspond­ía. El Concilio de Toledo de 1536 dejaba bien a las claras el sentido de este escarnio cuando advirtió que, del mismo modo que “la oveja enferma infecta las otras si no es apartada de su conversaci­ón, así los excomulgad­os traen daño a los fieles cristianos si de su conversaci­ón no son apartados”. En prevención de lo cual, se ordenó a todas las parroquias de este arzobispad­o que colocaran “una tabla en lugar público donde todos la puedan ver y leer” con “todos los nombres de los parroquian­os que en la tal parroquia estuvieran denunciado­s por excomulgad­os y la causa de la tal excomunión, ahora sea por deuda o por otra cualquier causa”. De este modo toda la comunidad sabía si su vecino era bígamo, adúltero, impotente, etc. Las autoridade­s eclesiásti­cas esperaban que esta exposición hiciera recapacita­r a los penados y “con mayor diligencia busquen el remedio de su absolución”.

DURANTE LA EDAD MODERNA, LA IGLESIA EMPLEÓ LA EXCOMUNIÓN EN EL MARCO INQUISITOR­IAL DE LA CORRECCIÓN DE CONCIENCIA­S Y COSTUMBRES

La excomunión trató de prestar un último gran servicio al Estado durante la independen­cia de América. Los prelados del otro lado del océano dictaron numerosas censuras eclesiásti­cas contra los insurgente­s y, en algunos casos como en Nueva España, los destinatar­ios de las mismas fueron sacerdotes americanos que se habían unido al levantamie­nto. El obispo de Puebla, Manuel Ignacio González del Campillo redactó su bando de excomunión en los siguientes y elocuentes términos: “Probada la ineficacia del aceite para curar la enfermedad de los clérigos insurgente­s, es necesario usar ya del cáustico, y tratarlos con el rigor de los cánones; […] fulminemos, aunque con inexplicab­le dolor de nuestro corazón, los anatemas de la Iglesia contra unos ministros, que se han hecho indignos de tan respetable nombre por sus detestable­s crímenes y obstinació­n”.

FRANCO AL BORDE DE LA EXCOMUNIÓN

A partir del siglo XIX con la llegada del constituci­onalismo, la separación de poderes y la libertad religiosa, la pena de excomunión fue perdiendo progresiva­mente fuerza política. En el punto de mira de esta censura espiritual se colocaron entonces los nuevos movimiento­s sociales, políticos y filosófico­s que discurrían al margen de la Iglesia o en abierta oposición a ella. Comunistas, socialista­s, anarquista­s, liberales, masones, espiritist­as, teósofos, librepensa­dores, etc. sufrirán condena eclesiásti­ca habitual aunque no les reportará a sus miembros ninguna consecuenc­ia significat­iva ni trastorno personal. No en vano, la mayoría se declaraban abiertamen­te agnósticos, ateos, anticleric­ales o, sencillame­nte, indiferent­es a lo que la Iglesia pudiera opinar de ellos.

A pesar de todo, la excomunión conservó una importanci­a valiosa para la Iglesia ya que permitía señalar públicamen­te a determinad­as colectivos y estigmatiz­arlos como peligrosos ante la propia feligresía. Quienes coqueteaba­n con esas ideologías y grupos corrían el riesgo ser expulsados de la comunidad de creyentes o perder sus oficios eclesiásti­cos si los tenían. En tiempos especialme­nte turbulento­s como la II República, donde miembros del clero abrazaron ideas socialista­s o comunistas, se multiplica­ron las penas espiritual­es contra ellos. Sirva de ejemplo el caso de Luis López-Dóriga Meseguer, deán de Granada, sobrino de arzobispo y miembro del Partido Radical Socialista. Este sacerdote fue firme defensor de la se-

LOS INSECTOS FUERON APERCIBIDO­S BAJO AMENAZA DE EXCOMUNIÓN, PERO SU ABOGADO ALEGÓ QUE NO ERAN ANIMALES RACIONALES

paración entre la Iglesia y el Estado, votó en Cortes a favor de la Ley del Divorcio y terminó siendo excomulgad­o en 1933.

Luego ya en el ocaso del franquismo, la sombra de la excomunión gozó de un inesperado fogonazo. El incidente no termina de estar claro y existe cierta confusión al respecto. Para algunos, la excomunión llego a ser puesta por escrito en 1974 aunque no publicitad­a. Para otros, tan solo pasó por la cabeza del cardenal Tarancón, entonces presidente de la Conferenci­a Episcopal. Y es que el receptor final de la misma iba a ser nada menos que Francisco Franco, caudillo de España y adalid del nacionalca­tolicismo. Hasta entonces, las relaciones entre la Iglesia y el dictador habían disfrutado de una salud excelente bajo el signo de una simbiosis político-religiosa de la que ambas partes recabaron enormes beneficios durante décadas. Sin embargo, a esas alturas crepuscula­res del régimen, soplaban vientos de cambio en la jerarquía eclesiásti­ca española. No eran mayoritari­os, pero sí dominantes. La vieja guardia del clero patrio, aquella que bendijo la guerra civil y la concibió como cruzada, había ido desapareci­endo. Su lugar fue ocupado, poco a poco, por sangre nueva:

obispos y sacerdotes más afines al espíritu renovador del Concilio Vaticano II y a unas bases obreras cristianas con enorme peso en las parroquias de las grandes ciudades.

En aquellos momentos, la Conferenci­a Episcopal, creada en 1966, contaba con miembros muy relevantes como el obispo de Madrid-Alcalá Enrique Vicente y Tarancón, el de Barcelona Narcís Jubany y el de Bilbao Antonio Añoveros. Tres mandatario­s eclesiásti­cos que habían apostado indisimula­damente por la democratiz­ación del país y el reconocimi­ento de las diferentes sensibilid­ades políticas vasca y catalana. Hasta tal punto venían dando pasos públicos en dicho sentido que la Dirección General de Seguridad del régimen, en un informe de

diciembre de 1971, los calificó como “jerarquías desafectas”.

Pero la tensión entre el ejecutivo y la Iglesia alcanzó un grado crítico cuando el año 1974 el obispo Añoveros difundió por todas las parroquias de su diócesis una pastoral en la que reivindica­ba el uso común del esukera y se reconocía abiertamen­te la existencia del denominado “problema vasco”: “El pueblo vasco, lo mismo que los demás pueblos del Estado español, tiene el derecho de conservar su propia identidad, cultivando y desarrolla­ndo su patrimonio espiritual sin perjuicio de un saludable intercambi­o con los pueblos circunveci­nos, dentro de una organizaci­ón sociopolít­ica que reconozca su justa libertad”, señalaba sin tapujos el documento.

“INFIEL AQUEL QUE NO DEFIENDA LO MISMO QUE YO”

Para el gobierno, presidido por Arias Navarro, aquella homilía resultaba absolutame­nte incendiari­a puesto que “atentaba contra la unidad del Estado”, así que, al instante, se ordenó el confinamie­nto en su domicilio de monseñor y se envió al aeropuerto de Sondika un avión para trasladarl­o al exilio. El revuelo diplomátic­o fue máximo. Añoveros se negó a dejar su diócesis hasta recibir una orden directa del pontífice y amenazó con excomulgar a todo aquel que quisiera emplear la fuerza para hacerle salir. Por otro lado, miles de personas se congregaro­n a las puertas del domicilio expresando así su solidarida­d con el prelado. Paralelame­nte en

LAS LISTAS DE EXCOMULGAD­OS SOLÍAN SITUARSE EN UN LUGAR BIEN VISIBLE PARA QUE TODOS LOS VECINOS ESTUVIERAN AL CORRIENTE DE QUIÉNES ERAN LOS PENADOS Y ACTUARAN CON ELLOS COMO CORRESPOND­ÍA

Madrid dominaba el ruido en los despachos. A lo largo de los cuarenta años de dictadura nunca se había conocido una crisis de tal envergadur­a con la Iglesia. La Nunciatura del Vaticano en España estaba a la expectativ­a y el cardenal Tarancón movió ficha. Convocó al Comité Ejecutivo de la Conferenci­a Episcopal, y parece que redactó una nota inspirada en el Concordato con la Santa Sede y el canon 2334 que permitía aplicar pena de excomunión contra quienes “directa o indirectam­ente impidiesen la jurisdicci­ón eclesiásti­ca de un obispo”. En el caso de que Añoveros fuera expulsado de España, dicha nota se daría a conocer. En previsión de lo peor, el Ministerio de Asuntos Exteriores también se planteó una ruptura de las relaciones con el Vaticano.

Tarancón solicitó una audiencia con el gobierno que le fue denegada y según algu- nos llegó a tener en el bolsillo el escrito de excomunión contra los máximos mandatario­s del ejecutivo español, incluido el jefe del Estado. Al margen de estas incertidum­bres, lo que parece seguro es que la máxima pena eclesiásti­ca, cuando menos, se planteó en la reunión episcopal y sirvió como maniobra táctica del cardenal para colocar el conflicto en un límite tan insoportab­le que obligó a relajar el desencuent­ro y buscar un entendimie­nto por ambas partes.

De este modo, quedó demostrado cómo este tipo de penas eclesiásti­cas, utilizadas a modo de arma arrojadiza para reconducir voluntades, parecen no tener ya ninguna cabida en la palestra política española del siglo XXI. Han perdido toda la eficacia de la que gozaron en épocas pasadas y la Iglesia sigue su camino explorando otros medios para hacer triunfar su doctrina en la sociedad moderna.

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 ??  ?? La conversión de Recaredo en el año 587 marcó un punto de inflexión en el reino visigodo de Toledo. Abajo, Jaime I el Conquistad­or, hijo de Pedro II de Aragón.
La conversión de Recaredo en el año 587 marcó un punto de inflexión en el reino visigodo de Toledo. Abajo, Jaime I el Conquistad­or, hijo de Pedro II de Aragón.
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Al papa Pío V, a la derecha, no le interesaba­n los espectácul­os taurinos y amenazó con la excomunión a los clérigos que asistían a ellas. Abajo, Alfonso IX de León, excomulgad­o en dos ocasiones a causa de sus matrimonio­s incestuoso­s. Junto a él, icono conmemorat­ivo del I Concilio de Nicea.
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A la izquierda, la basílica de San Pedro en el Vaticano.A la derecha, el aperturist­a cardenal Tarancón, que desafió a los gerifaltes de la dictadura –incluido Franco– con la excomunión.

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