Historia de Iberia Vieja

Españoles en SHANGHÁI

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■ Shanghái es una ciudad sin memoria. Sus calles son impaciente­s y descreen de la nostalgia. Si el día de mañana regresáram­os aquí, los rascacielo­s de hoy nos parecerían aquejados de enanismo y ya no encontrarí­amos ese rincón, ese puente, esa plaza. Todas las ciudades modernas se parecen entre sí: no es que se avergüence­n de su pasado, es que no pueden convivir con él.

Dicen que la distancia es el olvido. La distancia y el tiempo, ese fuego que se traga los lugares y desvanece los sueños. Los hombres –menos mal– nos rebelamos contra la tiranía de las ciudades y, de vez en cuando, recordamos. Basta con el sabor de una magdalena o con las notas de una canción para tirar del hilo y poner caras a los lugares o banderas sobre las huellas de nuestros vagabundeo­s.

UN ARQUITECTO...

En esa ciudad de la China del Este murió en 1931 un arquitecto madrileño, Abelardo Lafuente García-Rojo, artífice de la rehabilita­ción del hotel Majestic, que, en los años veinte del pasado siglo, hospedó a todo aquel que pasaba por Shanghái con los bolsillos llenos, como las estrellas de cine Douglas Fairbanks y Mary Pickford o el mismísimo General Rojo, Chiang Kai-shek, quien se casó allí con Soong Mei-ling. Lafuente llegó a la ciudad desde Filipinas, y no tardó en rociar de sangre española ese jardín del Lejano Oriente: un arco neomorisco por aquí, la sala de baile en el hotel Astor por allá… A la vista de todos, la fachada de la Star Garage Company nos recuerda todavía hoy que españoles por el mundo los ha habido siempre y que nuestro carácter es una mezcla de audacia y templada inconscien­cia.

… Y UN CINEASTA

Los “nuestros” no le tenían miedo a los mares ni a las lenguas. En sus manos, los mapas se empequeñec­ían a la escala de las ilusiones y, mientras Eliot imaginaba una tierra baldía, nuestros compatriot­as probaban nuevas semillas para fertilizar los campos. Abelardo Lafuente fue amigo de Antonio Ramos Espejo, un hijo de Alhama de Granada que en 1903 se asentó en Shanghái y abrió los primeros negocios cinematogr­áficos de China. Empezó proyectand­o sus películas en teterías y acabó abriendo salas como quien despliega un abanico de bambú, desde el Hongkew Cinema, en diciembre de 1908, al Olympic, en 1914, más tarde llamado Embassy y derribado en los años ochenta para levantar un edificio de oficinas.

Cuando volvió a Madrid, Ramos Espejo no perdió el tiempo y abrió el Rialto en la Gran Vía. Y así podríamos seguir, en este inagotable y fantástico juego de la oca de la Historia, si no hubiéramos caído en la casilla de la calavera, que pone fin a nuestra página.

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Alberto de FRUTOS

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