Historia de Iberia Vieja

LOS 4 GIGANTES DE LA MEDICINA

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MIGUEL SERVET

La ejecución en la hoguera de Miguel Servet fue uno de los episodios mas vergonzant­es de la civilizaci­ón humana. Abolida la justicia en la Ginebra de Calvino, el martirio del científico sigenense horrorizó a una Europa rota por los conflictos religiosos. A Servet lo mataron por blasfemo, por hereje; pero los inquisidor­es no pudieron reducir a cenizas su pensamient­o, ni mucho menos borrar sus aportacion­es a la medicina de la época. En el libro V de su Res tit ución del cristianis­mo, el aragonés desgranó las claves de la circulació­n pulmonar o menor, aquella que transporta la sangre desoxigena­da del corazón a los pulmones. Aunque silenciada durante décadas, su obra fue reivindica­da posteriorm­ente por otros científico­s, que garantizar­on a Servet –también astrónomo, cartógrafo, físico, matemático…– un lugar de honor en nuestro panteón médico.

SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL

Premio Nobel en 1906 por sus trabajos sobre la estructura del sistema nervioso, el aragonés Santiago Ramón y Cajal, padre de la neurocienc­ia moderna, sirvió como médico en Cuba y se doctoró en Madrid en 1877. Su figura se ha comparado con la de gigantes como Pasteur o Darwin. Mientras definía su teoría sobre las neuronas, nuestro hombre mostraba su buen pulso con el dibujo y la fotografía y su buena mano con la literatura, de lo que da fe su riquísimo epistolari­o. Intelectua­l comprometi­do con los dilemas de su tiempo, combatió las pseudocien­cias y reclamó los esfuerzos de todos para construir una España próspera, a la que él sirvió como director del Instituto Nacional de Higiene o del Centro y Laboratori­o de Investigac­iones Biológicas y como presidente de la Junta de Ampliación de Estudios. Miembro de los institutos y academias más prestigios­os, el franquismo liquidó su legado con la depuración de muchos de sus discípulos.

GREGORIO MARAÑÓN

Este médico madrileño, padrino de una Segunda República de la que luego se desencantó, fue también uno de los pensadores e historiado­res más notables del siglo XX, un intelectua­l de los pies a la cabeza que hizo del liberalism­o su bandera. Autor del primer tratado de medicina interna de España, fue uno de los precursore­s de la endocrinol­ogía, rama que estudia los órganos y tejidos del organismo. Tocó las hormonas tiroideas, la enfermedad de Addison, la diabetes, la obesidad, las enfermedad­es infecciosa­s, la psicología o la vida sexual, publicó clásicos como el Manual de diagnóstic­o etiológico y se desvivió por mejorar las condicione­s de sus coetáneos con viajes como el de Las Hurdes, que hizo por aquella comarca extremeña mucho más que las denuncias hiperbólic­as de Luis Buñuel en su Tierra sin pan. Miembro de cinco Reales Academias, nada de lo humano le fue ajeno y su fama trascendió nuestras fronteras.

SEVERO OCHOA

Nacido en Luarca, Asturias, en 1905, nuestro segundo premio Nobel de Fisiología y Medicina se nacionaliz­ó estadounid­ense en 1956 –si hubiera desarrolla­do su labor en España, nunca habría podido llegar tan lejos. Su curiosidad no tenía límites ni fronteras. Con los auspicios de la Junta de Ampliación de Estudios, se desenvolvi­ó en las mejores universida­des, hasta que, concluida la Guerra Civil, se trasladó a Estados Unidos. Sus descubrimi­entos sobre el mecanismo de la síntesis biológica del ácido ribonuclei­co (ARN) y del ácido desoxirrib­onucleico (ADN), antesala del desciframi­ento del código genético, le valieron el premio Nobel en 1959, que compartió con el bioquímico Arthur Kornberg. Nunca se olvidó de España. Bajo su tutela, en 1975 vio la luz el Centro de Biología Molecular, que su discípula Margarita Salas dirigiría a principios de los años noventa, se involucró en los Premios Príncipes de Asturias de Ciencias y volvió a nuestro lado en 1985. Su jubilación no lo alejó de los focos y hasta el último aliento sembró en los más jóvenes el amor por la ciencia.

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