Un espía español en Rusia
JOAQUÍN MADOLELL FUE EL PRIMER AGENTE DOBLE EN LA ÉPOCA DE FRANCO EN SER INSTRUIDO POR EL GRU, EL SERVICIO SECRETO MILITAR RUSO, EN EL CORAZÓN DE MOSCÚ. ACEPTÓ LA OFERTA PARA CONVERTIRSE EN ESPÍA RUSO PERO TAMBIÉN FORMÓ PARTE DEL SERVICIO DE INFORMACIÓN D
En el verano de 1963 Joaquín Mado- lell era un instructor muy popular en el aeródromo de Cuatro Vientos. Los militares perdían en los cuarteles el segundo nombre, en este caso el de Jesús, y terminaban arrinconándolo también en su vida privada. Allí acudía los fines de semana y siempre que disponía de un rato libre en su trabajo en el Ministerio del Aire, cuya sede central estaba cerca de la salida de Madrid camino de la carretera de La Coruña.
Joaquín era un deportista nato –fue profesor de Educación Física en la Academia de Infantería de Toledo– y sentía una pasión enloquecedora por el paracaidismo, algo que exigía una valentía probada, especialmente en aquellos años. En Cuatro Vientos todos le respetaban: era un mito para ellos. Había formado parte del primer grupo que había saltado en España, en 1948, en la Base Aérea de Alcantarilla, en Murcia. Un grupo dirigido por Ramón Salas Larrazábal, uno de los más prestigiosos generales del Ejército del Aire en toda su historia. Quince años después de ese primer curso, Madolell se había convertido en instructor en Cuatro Vientos, base a la que acudían muchos militares y civiles aventureros, entre los que había algún familiar del futuro Rey.
RINALDI EN ESCENA
Giorgio Rinaldi era un italiano de cuarenta años, como el subteniente de Aviación. Había sido elegido por el GRU para ser captador de nuevos agentes y montar en el sur de Europa una red clandestina que robara información sensible. Con la tapadera de un negocio de antigüedades, podía moverse con cierta libertad, sin despertar la atención y las sospechas de los ciudadanos rusos en la Europa Occidental y especialmente en países como España, gobernado por una dictadura.
Rinaldi buscaba en España a un militar del Ejército del Aire con acceso a las actividades norteamericanas. Para poder captarlo sin llamar la atención, acudió a los lugares civiles a los que iban los aviadores y uno de ellos era el aeródromo de Cuatro Vientos.
Allí fue donde conoció a uno de los instructores, el subteniente Madolell. Rinaldi era paracaidista, aunque no lo aparentaba pues su cuerpo era lo más alejado al de un deportista. Madolell, por su parte, presentaba un aspecto físico curioso. Era fibroso y muy fuerte, pero de complexión mediana, y rubio con los ojos azules. “Algo tirillas”, decían los que le conocían.
Compartir copas en el bar era lo habitual tras una sesión de paracaidismo. Rinaldi buscó relacionarse con Madolell y no le costó mucho esfuerzo porque el militar era un tipo simpático y amable. El italiano no tardó en reparar en que su nuevo amigo, con el que empezó a quedar por Madrid para tomar copas, era tan extrovertido como reservado.
Los meses corrieron y los dos hombres intimaron. Cada vez que el supuesto anticuario venía a España por asuntos relacionados con sus negocios, se veían y estaban hasta altas horas de la madrugada tomando copas. Desde que se conocieron en el verano de 1963, Rinaldi examinó cuidadosamente al militar hasta que en mayo de 1964 decidió mostrar
sus cartas. Se había producido un hecho que había transformado la situación de dudosa a claramente favorable: el sargento había sido destinado a la base conjunta hispano-estadounidense de Torrejón.
“TENGO UN NEGOCIO QUE HACER CONTIGO”
Una noche, simulando ir pasado de copas, por si salía mal simular que todo era producto de una borrachera, le espetó directamente: “Tengo un negocio que hacer contigo”.
Alguien como Joaquín, tan reservado para los temas de su trabajo en el Ejército del Aire, no pudo imaginar lo que se le venía encima. Seguramente le daría un sorbo a su copa de Licor-43, su bebida preferida, y miraría tranquilamente al italiano a la espera de comprobar si la oferta le podría suponer un dinero extra. No tardaría mucho tiempo en helársele la sangre. Rinaldi le preguntó si sería capaz de sacar de su trabajo información de los estadounidenses. A cambio, él tenía unos amigos dispuestos a pagársela bien.
UNA NOCHE, SIMULANDO IR PASADO DE COPAS, RINALDI LE ESPETÓ DIRECTAMENTE: “TENGO UN NEGOCIO QUE HACER CONTIGO”
El airbag de Madolell saltó al percibir el golpe, pero no permitió que su amigo italiano se enterara. Mostró interés por su propuesta y le animó a explicarla. Rinaldi había conocido en Italia a unas personas que buscaban información sobre las actividades de las tropas norteamericanas en las bases de utilización conjunta. A esa gente no les interesaban los datos sobre las Fuerzas Armadas españolas. Él jamás le pediría que traicionara a su país, pero los americanos eran otra cosa.
Fue una larga noche para el subteniente paracaidista. ¿Estaba su amigo loco? ¿Había bebido más de la cuenta? ¿Los dos habían bebido más de la cuenta? ¿Tenía sentido lo que le había pedido? La moviola de la juerga nocturna le presentó imágenes cada vez más nítidas. Cuando amaneció no le quedó ninguna duda: su amigo Giorgio era un agente del servicio secreto ruso y le había hecho una oferta en firme para trabajar para ellos. Y él había contestado afirmativamente. No era un error. Giorgio no era su amigo, jamás lo había sido. Se había acercado a él exclusivamente para captarle. Era un traidor y no había nadie a quien odiara más que a los traidores.
LE PROPONEN CONVERTIRSE EN DOBLE AGENTE
Joaquín decidió presentarse inmediatamente ante su jefe directo y contarle lo que le había pasado. Era un hombre de mundo que había aprendido a valerse por sí mismo, sin contar con la ayuda de nadie, pero que respetaba fervorosamente la autoridad. Y en ese momento, sabía que estaba metido en un asunto que excedía sus competencias.
Unos días después, el subteniente tenía cita con el teniente coronel Arozarena, jefe de la Contrainteligencia del Alto Estado
Mayor, que le hizo repetir palabra a palabra toda la historia que le había contado previamente a su comandante. En aquellos años el servicio secreto tenía poca experiencia sobre las actividades de potencias enemigas en territorio español, pero la operación sobre el paracaidista era sencillamente de manual: acercamiento, análisis, amistad y captación. Por suerte, el subteniente había respondido a la oferta afirmativamente, transmitiendo la imagen de que por dinero estaba dispuesto a hacer cualquier cosa. Arozarena, uno de los mejores especialistas en espionaje de la época, le propuso que se convirtiera en doble agente: que trabajara para el servicio de información del Alto Estado Mayor y al mismo tiempo para los rusos. Una posibilidad que le ofreció tras haber estudiado minuciosamente la vida del subteniente. Una vida sorprendente que encajaba perfectamente en el perfil que necesitaban (ver recuadro).
NOVIOS VESTIDOS DE LUTO
En efecto, Madolell era absolutamente de fiar, y sus características, favorables para engañar a los rusos. Desconocía las técnicas de espionaje, pero la solvencia con que había afrontado las numerosas situaciones conflictivas de su vida auguraban que podría desenvolverse bien en situaciones hostiles. Sólo tenía que ser él mismo: un tipo pendenciero, sociable, guasón, que siempre decía lo que pensaba, no se arredraba ante nada y, por encima de todo, se sentía español y muy militar.
Cuando Madolell recibió la llamada de Rinaldi unos días después, ya sabía que iba a introducirse todo lo que pudiera en el entramado del espionaje ruso. Y lo haría más aceleradamente de lo que podía pensar: el agente ruso le invitó a Turín, donde vivía con su mujer. Comenzaba una etapa en la que Madolell iba a estar con su familia mucho menos de lo que le gustaría. Entre su trabajo en la Base Aérea de Torrejón y sus reuniones con Rinaldi, los años siguientes iban a ser muy duros.
Rinaldi cerró el trato con Madolell en Italia. Le anunció que su trabajo sería para el GRU y que debería conseguir información sobre las tropas norteamericanas en la base de Torrejón. La que pasara por sus manos o pudiera conseguir, y aquella otra que le pidieran los rusos a través de él. Le sugirió que abriera una cuenta corriente en la que le ingresarían su paga y los gastos. Debería alquilar un piso operativo desde el que llevaría a cabo las transmisiones o envíos de información.
EL ITALIANO LE ANUNCIÓ QUE SU TRABAJO SERÍA PARA EL GRU Y QUE DEBERÍA CONSEGUIR INFORMACIÓN SOBRE LAS TROPAS NORTEAMERICANAS EN LA BASE DE TORREJÓN
Joaquín regresó satisfecho a Madrid e inició un hábito especial: debería transcribir toda la información de su estancia, los nombres de las personas que le hubieran presentado, direcciones, matrículas de coches, conversaciones que hubiera mantenido… Para ello, tendría que hacer un verdadero esfuerzo, pues no era una persona acostumbrada a recordar detalles y memorizar todo lo que veía y escuchaba.
ENTRA EN JUEGO LA CIA
Joaquín llevaba mucho tiempo viviendo solo en la capital, pero con motivo de su conversión en doble agente perdió toda la intimidad, aunque él tardó en descubrirlo. Arozarena no le contó algunos extremos sobre el control que el servicio iba a ejercer sobre él para que no se preocupara, y para que siempre actuara con normalidad, sin estar pendiente de si le seguían o no. Imaginaba que los propios rusos serían los primeros en vigilarle, aunque no le pusieron sobre la pista de que algunos de los supuestamente inofensivos amigos de Rinaldi en la capital seguro que también eran agentes rusos.
Arozarena no tardó en presentarle a los dos militares que se iban a encargar de su caso, sus controladores. Los dos eran oficiales militares, Víctor Portillo y Francisco Ferrer. Ambos establecieron con él una relación muy especial que duraría toda la vida. Pronto le explicaron a Joaquín que dada la envergadura de la operación, cuyo campo de actuación traspasaba las fronteras der España, se habían puesto en contacto con la CIA y el servicio secreto italiano, los dos imprescindibles para poderla llevar a cabo.
La CIA vio tantas posibilidades en el español, que intentó participar directamente en el dispositivo, manteniendo un control directo sobre él desde agentes estacionados en su base en Alemania. El suboficial español se negó en redondo. Tenía mucho cariño a los estadounidenses, pero prefería actuar solo.
Las reuniones entre los dos protagonistas de la “Operación Mari” se sucedieron. Rinaldi fue el encargado de darle el primer cursillo con los conocimientos básicos para que fotografiara documentos en la base aérea. Madolell se convirtió en un alumno aventajado y cumplidor, gracias a que la alianza del Alto
LA CIA VIO TANTAS POSIBILIDADES EN EL ESPAÑOL, QUE INTENTÓ PARTICIPAR DIRECTAMENTE EN EL DISPOSITIVO. EL SUBOFICIAL ESPAÑOL SE NEGÓ EN REDONDO
Estado Mayor con la CIA le permitió entregar documentos auténticos, aunque de escaso valor, e inventar otros, reales desinformaciones imposibles de confirmar.
En abril de 1965, Joaquín había demostrado a los rusos que era un agente leal, que obtenía buena información, sin dar problemas. Su vida austera y las precauciones que adoptaba –recomendadas por sus controladores– de no gastar más de lo que su posición de suboficial hace recomendable, llevó a los mandos del GRU a invitarle a Moscú para conocerle y para que realizara un curso de perfeccionamiento.
CURSO DE ESPÍA EN MOSCÚ
A Joaquín le encantaba la vida de aventura, la sensación de peligro y no lo dudó. Sus controladores españoles no eran tan optimistas. Sabían el riesgo que corría y la soledad que le invadiría durante el tiempo que permaneciera en Moscú. Joaquín deseaba viajar a toda costa porque sabía que la información que trajera de regreso –si todo salía bien– sería de un valor incalculable, pero moralmente se
EL VIAJE A RUSIA FUE ESPECIALMENTE DISCRETO. CUANDO JOAQUÍN ENTRÓ EN MOSCÚ SU DOCUMENTACIÓN DECÍA QUE SE LLAMA RAMÓN GONZÁLEZ
vieron obligados a alertarle de los riesgos y a darle la posibilidad para que se volviera atrás. Es el año 1965, España vivía una dictadura y Joaquín era uno de esos militares echados para adelante decidido a defender a su país pasara lo que pasara.
El viaje a Rusia de los dos protagonistas de la “Operación Mari” fue especialmente discreto. Cuando Joaquín entró en Moscú su documentación decía que se llama Ramón González. El GRU se encargó de que las dos semanas que permaneció en Moscú no dejaran el más mínimo rastro.
También se preocuparon los espías rusos que le recibieron y se encargaron de ser los anfitriones de ocultarle toda la información que pudieron, incluida alguna que parecía ridícula, como el nombre de la calle en la que estaba situada la casa en la que vivía. Joaquín nunca preguntó nada relativo a su estancia, pero en cuanto podía se preocupaba de obtener por sus propios medios esos datos. Luego hacía ejercicios memorísticos para intentar acordarse del mayor número de detalles –las matrículas de los coches que le llevaban de un sitio a otro, por ejemplo– y poder recordarlos a su regreso. No podía escribir nada en Moscú, pues seguro que sin que se diera cuenta registrarían continuamente sus pertenencias.
Los ciudadanos rusos con los que estuvo en Moscú le trataron estupendamente. Era la
primera vez –y fue la última– que viajaba allí y le enseñaron la ciudad. Visitaron su Metro espectacular –a él se lo pareció– y le llevaron a un desfile en la Plaza Roja que solamente duró media hora, pero que para un militar como él resultó un espectáculo sobrecogedor. Tan bien se portaron con él, que se sentía un poco culpable de engañarles. Lo que consiguió muchas veces fue arrancarles sonrisas con sus bromas. Como cuando le contaba que “en España cuando algo no funciona de- cimos que es una cafetera rusa” o cuando no conseguía encender una cerilla les explicaba que “es de fabricación rusa”.
TEORÍA Y PRÁCTICA EN MOSCÚ
Además de diversión, hubo muchas clases teóricas y prácticas para formar a su agente en las técnicas más avanzadas de fotografía, escritura invisible, utilización de buzones para la entrega y recepción de mensajes y el uso de emisoras de radio. Todo fue muy intenso e instructivo. Con lo poco que había salido de España Joaquín, aquel fue un viaje plagado de detalles que nunca olvidaría. Como los continuos mimos de las dos cocineras que tenía a su servicio, que le preparaban continuamente platos rusos y exquisiteces como el caviar, con las que nunca nadie le había agasajado.
También hubo algunos momentos malos, uno especialmente. Un día creyó notar que los del GRU le habían descubierto. No era parte de una paranoia: estaba seguro de que en cualquier momento le detendrían y le matarían, sin que nadie del servicio secreto del Alto Estado Mayor se enterara, y sin que su mujer y sus tres hijos volvieran a saber de él.
Se equivocó. Tantos días simulando ser quien no era le habían llevado a interpretar equivocadamente algunas señales. No le cazaron, ni siquiera dejaron de confiar en él durante un pequeño instante. Cada uno de los días que pasó en Moscú regresó por la noche, sano y salvo, al piso operativo del GRU en la avenida Pekín. ¡Qué bien le sonaba aquel nombre! Y cuánto le costó enterarse de ese pequeño detalle. Si algún día escribía sus memorias las llamaría así: La avenida Pekín. No lo pensó, pero alguien le habría recomendado que las subtitulara Las memorias de un falso espía ruso.
VUELTA A ESPAÑA
El regreso a España le supuso casi más esfuerzo, por esa obligación de volcar todo lo que había vivido y visto en folios en blanco. Sin contar las largas entrevistas en las que Portillo y Ferrer le preguntaron por numerosos detalles a los que no había prestado interés y que parecían ser muy importantes. El espionaje español había metido a uno de sus hombres en el corazón del GRU y había que exprimirlo para que no se dejara ni una gota de conocimiento en el tintero. Información que compartieron con la CIA y el servicio secreto italiano, que se dedicaban a controlar a todos los extranjeros que iban apareciendo en numerosos países dentro de la extensa red de Rinaldi.
En los meses siguientes, el trabajo de Madolell consistió en simular que robaba información en la base, pasarla siguiendo los trámites aprendidos en Moscú y esperar órdenes. La CIA era la encargada de entre-
UN DÍA CREYÓ NOTAR QUE LOS DEL GRU LE HABÍAN DESCUBIERTO. NO ERA PARTE DE UNA PARANOIA: ESTABA SEGURO DE QUE LE DETENDRÍAN Y LE MATARÍAN
gar la documentación al Alto Estado Mayor, Joaquín la recibía para colocarla en buzones previamente convenidos con los rusos y a determinadas horas pactadas encendía la radio por si los dirigentes del GRU en Moscú querían enviarle directamente algún mensaje.
La radio que se compró con el dinero que le ingresaron en su cuenta corriente era una Telefunken enorme, con una antena desproporcionada, que se quedó de recuerdo cuando acabó la operación. Su familia la conserva más como reliquia de una época vivida por su padre que como una antigüedad.
LA CONJURA DE LOS ESPÍAS
Los tres servicios de inteligencia que conducían la operación habían conseguido pruebas que implicaban a ciudadanos italianos, austriacos, griegos, chipriotas y los correspondientes agentes del GRU en esos países, que actuaban bajo la tapadera de miembros de sus embajadas. Detenerles a todos ellos y expulsar a los que gozaran de estatus diplomático conllevaba esperar al momento oportuno para asestarles el gran golpe, sin que nadie lo previera.
En marzo de 1967, más de tres años después de que Madolell hubiera comenzado a trabajar como agente secreto, el Alto Estado Mayor, la CIA y el SID italiano decidieron no postergar más la operación y proceder a desmantelar la red mediterránea del GRU.
Para que las detenciones se pudieran llevar a cabo pillándoles a todos con las manos en la masa, Madolell les entregó una perita en dulce: información secreta de gran calidad sobre la base de Torrejón y sobre la base de Aviano, en Italia, perteneciente a la OTAN. El despliegue de espías de los tres países desde
EL GOLPE FUE DEMOLEDOR PARA LOS RUSOS, QUE NO HABÍAN ALBERGADO LA MÁS MÍNIMA SOSPECHA DE LO QUE SE LES VENÍA ENCIMA
España hasta Roma fue el mayor en el que habían participado, hasta la fecha, los miembros del Alto Estado Mayor.
El golpe fue demoledor para los rusos, que no habían albergado la más mínima sospecha de lo que se les venía encima. Tan despistados estaban sobre el agujero practicado en su red, que no pudieron hacer nada para evitar las detenciones de los colaboradores y las expulsiones de sus agentes.
No tardaron mucho en descubrir la identidad del topo. Era fácil: el único que no había sido detenido, del que no hablaban los diarios italianos, que daban el éxito a su servicio secreto, y los norteamericanos, que destacaban el papel de la CIA, era Joaquín Madolell.
En previsión de las represalias que pudieran llegar, el Alto Estado Mayor dotó de protección al doble agente y le hizo desaparecer. Joaquín alertó a su familia para que no se fiaran de nadie y avisaran si notaban que alguien les seguía. La venganza en estos casos iban dirigidas contra el topo, pero no estaba de más tomar precauciones con la familia.
Joaquín Madolell vivía escondido cuando se celebró el juicio contra Rinaldi y su gente en Italia. Antes de que le condenaran a 15 años de prisión, se despachó a gusto contra Madolell, acusándole de haberle inducido al delito. Luego escribió un libro en el que le
JOAQUÍN ACABÓ SU CARRERA DE COMANDANTE Y NUNCA, NI SIQUIERA JUBILADO, DESVELÓ LOS DETALLES SECRETOS DE LA “OPERACIÓN MARI”
acusaba de “traidor” y de haber sospechado en diversos momentos su doble juego.
Al español siempre le hizo mucho gracia que le calificara de traidor, cuando él era el único que había servido a su propio país. Sobre las sospechas, estaba claro que en los tres años que duró la “Operación Mari” habría cometido errores, pero los más graves fueron de Rinaldi, que cobraba una buena cantidad de dinero si Madolell le facilitaba información, dinero que habría dejado de ingresar si se acababa la operación.
EL FIN DE LA AVENTURA
Madolell siguió con su vida, intentando mantener lo más protegida a su familia. Se la trajo de Alcantarilla a Madrid y con el paso del tiempo, al ascender, alquilaron una casa militar, en la que todavía vive Dolores, su viuda. Este detalle es importante porque el servicio secreto ha contado que le regalaron una casa modesta por sus servicios, lo que no es cierto. Le dejaron que se quedara con el dinero procedente de los rusos que no había utilizado, una cantidad pequeña que evidentemente era un reconocimiento bastante cutre a su labor y a los grandes riesgos que había corrido. Eso sí, le entregaron una medalla. El 28 de marzo de 1968 un decreto concedió al subteniente del Cuerpo de Aviación de Oficinas Militares del Aire, la Cruz de la Orden del Mérito Aeronáutico de Primera Clase con distintivo Blanco, de carácter extraordinario, pensionada con un 20 por 100 del sueldo.
Joaquín continuó su carrera militar en el Cuartel General del Aire, en la sección de Enseñanza. Un día, Portillo, uno de los oficiales que se encargaron de su caso, le propuso escribir el relato de la operación, lo que no le pareció bien y provocó que Madolell se disgustara, aunque no le duró mucho tiempo.
Acabó su carrera de comandante y nunca, ni siquiera jubilado, desveló los detalles secretos de la “Operación Mari”. Decía que no se acordaba, pero más parecía una excusa que falta de memoria. Un día, siendo director del Cesid Javier Calderón, le escribió una carta en la que le solicitaba una copia de su expediente. Habían pasado 40 años y quería leerlo. El director del espionaje le contestó con suma amabilidad, pero se lo negó alegando la Ley de Secretos Oficiales.
Joaquín Madolell falleció el 1 de octubre de 2011 sin haber publicado ese libro de memorias del que ya tenía el título: La avenida de Pekín.