Cuando los españoles teníamos miedo al tren
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LA INAUGURACIÓN DE LA PRIMERA LÍNEA FÉRREA EN LA PENÍNSULA NO FUE TODO FIESTA Y FUEGOS ARTIFICIALES. DURANTE LA CONSTRUCCIÓN, EL BOICOT FUE CONTINUO. DECÍAN QUE LOS RAÍLES SE LUBRICABAN CON GRASA DE BEBÉS, QUE EL TREN INCENDIARÍA LOS CAMPOS, QUE VIAJAR EN EL FERROCARRIL ERA PELIGROSO PARA LA SALUD…
Hubo un tiempo en el que la gente miraba con malos ojos el tren. Aquel miedo estaba alimentado por el prejuicio y el temor a lo desconocido. Para entender el enorme impacto que la llegada del ferrocarril tuvo en nuestra sociedad, es necesario entender cómo era aquella época en la que el transporte de viajeros se realizaba en carros tirados por animales de carga. Había carruajes de todas clases, eso sí, cabriolets, faetones, góndolas, coches de paseo, carrozas, calesas, calesinas, tartanas, etc. Los intrépidos viajeros que recorrían nuestro país, lo hacían aprovechando los pocos caminos que permitían el rodaje de este tipo de vehículos, pues eran muchos los trayectos sin acondicionar. Pero en 1848 ocurrió algo que marcaría el inicio de una profunda revolución en el mundo del transporte y, por ende, en todos los demás ámbitos de nuestra vida: se inauguró la línea férrea de Barcelona-Mataró, un tramo de poco menos de 30 kilómetros de largo.
EL TREN SE ENGRASABA CON GRASA HUMANA
La construcción de la línea Barcelona-Mataró disparó las alarmas. El tren, ese adelanto considerado por muchos antinatural, que tantas esporas levantaba, estaba próximo a convertirse en una realidad, pero no iba a ser un camino de rosas, ni antes ni después. La gente decía que secuestraban y mataban a los niños para engrasar a aquel monstruo de hierro. Aquello de desgrasar a los inocentes no era nuevo en el folclore español, en cuyo panteón tenía el Sacamantecas un puesto asegurado. Se trataba de un hombre malvado, una figura con la que los mayores solían asustar a los niños. El origen del Sacamantecas se remonta a la Edad Media y sus características son muy similares a las del Hombre del Saco. Existía la creencia de que la grasa de los infantes y las mujeres tenía asombrosas propiedades curativas. De hecho, en el Museo Alemán de Farmacia de Heidelberg, Alemania, tienen unos tarros farmacéuticos de cerámica, fechados entre los siglos XVII y XVIII, con inquietantes inscripciones: GRASA HUMANA. A nivel popular, en España, el Sacamantecas era, por un lado, el proveedor de una cura milagrosa para el tratamiento de la tuberculosis; y por otro lado, proveedor del lubricante que el ferrocarril y otros ingenios mecánicos precisaban para funcionar correctamente.
Pero, ¿de dónde venía aquella idea de que los engranajes de la máquina ferroviaria se lubricaban con grasa humana? En aquella época de incipiente desarrollo industrial, la gente pensaba que había que engrasar muy bien las ruedas de los molinos, los carros y las máquinas a vapor
para que todo fuera sobre ruedas, y que el mejor lubricante era la grasa humana, porque al ser más tierna y menos densa, hacía que el rendimiento fuera óptimo. Y claro está, para conseguir aquella gra-
LA MEJOR RED ferroviaria de la UE
España es hoy el primer país de la Unión Europea con la mejor red ferroviaria, y el cuarto del mundo, sólo por detrás de Japón, Suiza y Hong Kong, según la clasificación del Instituto de Estudios Económicos. Los alocados 32 kilómetros por hora a los que viajaban nuestros abuelos, parecen cosa de risa en comparación con los 300 kilómetros por hora que alcanza el AVE. En Japón, el Magnetic Levitation (MAGLEV para los amigos) puede levitar a 603 kilómetros, y en California los hay que ya tienen la vista puesta en el tren supersónico Hyperloop, con el ánimo de desplazar a los pasajeros en un tubo a 1223 kilómetros por hora, más rápido que en un avión de aerolínea. sa, estaban aquellos señores la mar de siniestros que siempre estaban de paso y que iban recorriendo los pueblos y ciudades, y a los que uno podía distinguir claramente porque siempre llevaban un saco en el hombro, que era donde metían a los niños que secuestraban para matarlos y desollarlos luego. ¿Con qué fin? Con vender posteriormente su grasa a los que se la pagaban a buen precio, unos para usarla como remedio milagroso contra la tuberculosis, y otros para lubricar los engranajes del ferrocarril. Era lo que la gente creía. La leyenda fue en aumento al producirse una triste coincidencia: la puesta en marcha de tren en Barcelona coincidió precisamente con la desaparición de varios niños en la ciudad. Si desaparecieron más de lo normal, o si se fijaron en tales desapariciones debido al clima de inquietud que la llegada del ferrocarril había sembrado, no lo sabemos. La cuestión es que los capitalinos vieron o quisieron ver en aquella fatal casualidad una prueba irrefutable de que el ferrocarril era una infraestructura del demonio, y de que los ingenieros, impulsores y señores de las sombras que lo impulsaban estaban detrás de la desaparición de sus hijos. Tanto fue así, que un grupo de mujeres de la Barceloneta –barrio de pescadores humilde y extramuros donde los hubiera– donde se hallaba la estación de la Barcelona, se
EN 1848 SE INAUGURÓ LA LÍNEA FÉRREA DE BARCELONA-MATARÓ, UN TRAMO DE POCO MENOS DE 30 KILÓMETROS DE LARGO
presentaron en Mataró con la intención de acabar con ese amasijo de hierros llamado ferrocarril. El motín no tuvo éxito, pero el asunto fue tan serio que la Compañía de los Caminos de Hierro de Barcelona a Mataró se vio obligada a publicar un comunicado en el Diario de Barcelona desmintiendo el rumor. Resultaba casi ridículo tener que declarar públicamente que no usaban grasa de niño para lubricar los ejes de sus máquinas, pero de alguna manera tenían que luchar contra la ignorancia, superstición y paranoia de la gente.
Antoni Biada, descendiente de Miquel Biada, el hombre que trajo el ferrocarril a España, recordaba en una entrevista que Víctor Amela le hizo en su sección “La Contra” de La Vanguardia las penas y fatigas que tuvo que pasar su antepasado para luchar contra los ataques al ferrocarril. “Construir ese tramo de ferrocarril le quemó la fortuna, la salud y la vida, ¡pero lo logró!”, confesaba al periodista Víctor Amela. Y no fue en sentido figurado: “De noche, durante las obras en las vías, ¡se paseaba armado, para ahuyentar a saboteadores! Toda esta lucha y desvelos fueron minando su salud, contrajo una pulmonía”. Y es que los enemigos del tren aprovechaban la nocturnidad para destruir por la noche todo lo que los operarios e ingenieros habían adelantado por el día. Las guardias nocturnas que se veía obligado hacer, mermaron irreversiblemente su salud. Hasta los operarios tenían sus recelos. Miquel Biada no llegó a ver su sueño cumplido. Murió poco antes de la inauguración de la línea Barcelona-Mataró. Aquellas guardias nocturnas, le habían pasado factura.
GRAVES PELIGROS PARA LA SALUD
La oposición al tren no fue cosa de una panda de iletrados. Entre sus detractores, se encontraban personas muy instruidas, intelectuales, y médicos de prestigio. Eso de desplazarse en media hora de Mataró a Barcelona, cuando en carro se tardaban seis horas (contando con una hora de descanso para los caballos) no podía ser bueno. ¡Comer en Barcelona y cenar en Mataró!, se maravillaba la gente. Creían que el humo de la locomotora devastaría los cultivos de maíz a su paso, intoxicándolo todo; que las chispas de las ruedas incendiarían los campos; que
LA OPOSICIÓN AL TREN NO FUE COSA DE UNA PANDA DE ILETRADOS. ENTRE SUS DETRACTORES, HABÍA PERSONAS INSTRUIDAS, INTELECTUALES Y MÉDICOS DE PRESTIGIO
morirían los pájaros. Un grupo de médicos llevaba ya unos cuántos años denunciando públicamente los terribles daños para la salud que el viaje en tren podía entrañar, por lo que los ánimos ya estaban más que caldeados para cuando el tren llegó a la península. En 1835, la Academia de Medicina de Lyon había dicho barbaridades como esta: "El paso excesivamente rápido de un clima a otro producirá un efecto mortal sobre las vías respiratorias. El movimiento de trepidación suscitará enfermedades nerviosas, mientras que la rápida sucesión de imágenes provocará inflamaciones de retina. El polvo y el humo ocasionarán bronquitis. Además, el temor a los peligros mantendrá a los viajeros del ferrocarril en una ansiedad perpetua que será el origen de enfermedades cerebrales. Para una mujer embarazada , el viaje puede comportarle un aborto prematuro”. Médicos de renombre como Freud, Oppenheim y Charco estaban convencidos de que viajar en tren era malo para la salud mental, sumiendo a los viajeros en un estado de ansiedad y fobia al tren, debido, según ellos, a la vertiginosa velocidad que alcanzaba, la vibración y el riesgo de accidente. Algunos médicos de la época alertaban sobre el hecho de que la gente podría morir asfixiada si viajaba ¡a más de 32 kilómetros por hora!, advirtiendo que el organismo humano podía sufrir daños físicos por la aceleración y deceleración ocasionada por el tren.
Mientras tanto, aquí, en España, la expansión del ferrocarril era ya imparable. Tras la primera línea peninsular del tramo Barcelona-Mataró, vino la línea Madrid-Aranjuez en 1851, y en cuestión de apenas unos años, las vías del tren se había extendido prácticamente por todo el mapa geográfico español. En 1956 ya se habían creado las grandes compañías ferroviarias, y el tren se había implantado de lleno, pero la polémica seguía sin extinguirse, y el eco internacional del sector científico seguía alimentando el prejuicio. En 1862, The Lancet, la revista médica más importante y prestigiosa de todos los tiem-
pos, publicó una serie de artículos bajo el título de Los peligros de viajar en tren para la salud pública (The Influence of Railway Travelling on Public Health) afirmando que el viaje en tren causaba daños físicos y mentales en los pasajeros. Con los años, la gente se fue dando cuenta de que todo aquello eran patrañas. El tren resultó ser un medio de transporte rápido, fiable y seguro. No perjudicó los campos, ni asoló las cosechas de maíz. Al contrario, estimuló la producción y el comercio, y supuso un gran impulso para la economía. Tampoco resultó ser perjudicial para la salud, ni produjo agotamiento físico y mental entre los viajeros. Al contrario, supuso un gran alivio en comparación con los interminables viajes en carreta por caminos mal acondicionados y poco protegidos contra el bandidaje.
EL TREN: ESE MONSTRUO
Los monstruos siempre han existido. En la literatura decimonónica se lo comparaba a menudo con un animal, un monstruo de hierro, una bestia ruidosa que serpenteaba diabólicamente por los raíles con sus bufidos, tosiendo asmáticamente, escupiendo fuego, haciendo que la tierra temblara a su paso, como una manada de bisontes salvajes… Era un tecnología que, en lo que al mundo del transporte se refería, suponía un cambio abismal, una estampa casi de ciencia ficción. Un monstruo de la creación científica. Daba miedo, sí. La gran escritora Mary Shelley supo aprovechar ese miedo que los avances científicos despiertan en nosotros en su obra Frankenstein. En el siglo XIX reanimar un cadáver era poco más o menos que una atrocidad, algo monstruoso, un atentado contra las leyes de la naturaleza, un acto terrorífico de consecuencias fatales. El tren, como hemos visto, era, en la opinión de muchos, una maquinaria antinatural, lubricada con grasa de bebés, que atentaba contra el medio ambiente y suponía un gran riesgo para la salud de los viajeros. Asomarnos a la ventanilla del pasado y rodar por los episodios históricos de otros tiempos es, en ocasiones, un ejercicio que nos hace mirarnos en un espejo y reflexionar sobre el presente. Hoy el monstruo es la biotecnología: el alimento transgénico, la experimentación con células madre, ciertas técnicas de reproducción asistida. Antes eran los enemigos del tren los que acudían por las noches a destruir las obras que se habían hecho durante el día. Hoy son los enemigos de los transgénicos los que atacan los cultivos GMO. Es nuestro moderno Frankenstein.
En pleno siglo XXI, no sólo hemos logrado trasplantar órganos, sino que hay personas paseando por la calle con un corazón artificial. Si Mary Shelley levantara la cabeza… Pero los avances científicos siguen produciéndonos pavor, y a veces rechazo, por muy implantados que estén en nuestra sociedad. Solemos pensar que los alimentos, cuanto más naturales, más sanos. No faltan los que prefieren beber leche cruda, recién ordeñada sin pasteurizar, ni hervir, algo que no hacían ni nuestras abuelas, plenamente conscientes de los riesgos que conllevaba no acabar con todas esas bacterias que pueden causar enfermedades, cuando no la muerte. Entonces la gente lloraba porque no había vacunas, como lloran hoy en día en los países subdesarrollados los padres de los 1,5 millones de niños que mueren cada año por falta precisamente de eso, de vacunas, según la organización Médicos Sin Fronteras. Mientras tanto, aquí, en el primer mundo, los hay que se niegan a vacunar sus hijos, azuzados por esa nueva ola de rechazo al progreso que de cuando en cuando sigue bañando las mentes de muchos.
LOS AVANCES CIENTÍFICOS SIGUEN PRODUCIÉNDONOS PAVOR, Y A VECES RECHAZO, POR MUY IMPLANTADOS QUE ESTÉN EN NUESTRA SOCIEDAD