BESAR con la mirada
LA CRÍTICA SE HA MOSTRADO UNÁNIME CON LA ÚLTIMA CINTA DEL DIRECTOR POLACO PAWEL PAWLIKOWSKI, UNA OBRA MAESTRA SOBRE LOS ALTIBAJOS DE UN AMOR EN LA CONVULSA EUROPA DE LA GUERRA FRÍA. SUS INTÉRPRETES, SU MÚSICA Y SU SUGESTIVA FOTOGRAFÍA EN BLANCO Y NEGRO ELEVAN A COLD WAR A LA CATEGORÍA DE ARTE.
Cold war –premio al mejor director en el pasado Cannes– participa del mismo concepto visual que Ida, la anterior película del polaco Pawel Pawlikowski: fotografía en blanco y negro, formato cuadrado y punto de vista siempre personal y bastante heterodoxo. La historia, lógicamente, es muy distinta. Empieza a finales de los 40 del pasado siglo. Wiktor es un pianista que forma parte de un comité de selección de jóvenes valores para crear un coro y ballet de música folclórica polaca. Entre las cantantes, pronto destaca Zula; por su voz, pero también por su belleza, su personalidad, y hasta por su historia, presidida por un acontecimiento familiar terrible. Entre ellos surge el amor, pero en estos primeros pasos –la película está dividida en capítulos, con una estructura quebrada y voluntariamente descompensada– se hace patente el peso de la política, en un país como la Polonia satélite forzosa de la URSS. Hasta el punto de que se intenta que los números folclóricos den cabida a absurdas loas a Stalin y al régimen soviético.
LAS DOS ORILLAS DE EUROPA
Viktor escapa a Europa occidental y consigue establecerse en París tocando el piano en clubs de jazz y viviendo con estrecheces. Por fin, Zula se reúne con él y comienzan a vivir plenamente su amor, mientras ella alcanza el éxito como cantante y el reconocimiento artístico e intelectual de la sociedad parisina. Pero pronto el carácter caprichoso de Zula provocará conflictos, celos, peleas y, por fin, la separación. Sus caminos se bifurcan, y a lo largo de más de una década, volverán a coincidir y a divergir entre las dos
orillas de Europa separadas por la Guerra Fría a la que hace mención el título. Ambos saben que nunca podrán dejar de quererse, y sin embargo no sabrán impedir que la distancia y el tiempo abran un abismo entre ellos –el que va de la libertad en Francia a la ocupación y la opresión soviética en Polonia– que solo al final, un final tan desolador como poético, tan triste como hermoso, encontrará remedio.
Dice Pawlikowski que pretende que sus personajes aparezcan presionados por su contexto histórico y que sus acciones individuales tengan una importante repercusión en ese contexto. Es evidente en Cold war, y la fuerza del guion se demuestra en cómo sus protagonistas, que viven presos de la situación política, económica y social de su entorno, son a la vez partícipes de una historia de amor universal, que traspasa las fronteras geográficas y temporales. Del mismo modo, justifica el empleo del blanco y negro –maravillosa fotografía, como en Ida, de Lukasz Zal– como medio de retratar mejor la Polonia de los años 50 y 60, un registro más dramático y contundente que cualquier forma de color.
EN ESTADO DE GRACIA
Son las mejores explicaciones posibles de la película, porque provienen de su autor. Pero no las necesita. Hablan por sí mismas sus imágenes, sus ambientes, gélidos o cargados de pasión; las gentes que los pueblan, sus sentimientos y la constante música –desde el folclore polaco al rock and roll– que los envuelve. Cold war es una obra transparente, lúcida, cargada de dolor, pero también de esperanza; y, sobre todo, de amor. El que ata y arrastra a sus protagonistas, encarnados por un par de intérpretes en estado de gracia: un Tomasz Kot sereno y con todo el dramatismo en su mirada, y la inconmensurable Joanna Kulig: una Zula voluptuosa, volcánica, implacable y maravillosa.