Historia de Iberia Vieja

ÃSACERDOTE­S ASESINOS

HISTORIA NEGRA DE LA IGLESIA EN ESPAÑA

- ÓSCAR HERRADÓN

¿Quién no ha oído hablar del cura Merino o del sacerdote Cayetano Galeote? El primero trató de matar a la reina Isabel II y el segundo acabó con la vida de su propio obispo. Son solo algunos de los nombres que salen a la palestra en este artículo sobre la historia negra de la Iglesia en España, en el que también reconstrui­mos las andanzas de Pedro Pavón, el cartujo homicida, o los crímenes de Llerena del siglo XVI.

DURANTE SIGLOS LAS INSTITUCIO­NES ECLESIÁSTI­CAS CORRIERON UN TUPIDO VELO SOBRE EL ASUNTO, PERO CON LOS AÑOS HA SALTADO A LA OPINIÓN PÚBLICA QUE MUCHOS DE SUS CORRELIGIO­NARIOS COMETIERON ESPELUZNAN­TES CRÍMENES CUYOS DETALLES EMPIEZAN A SALIR A LA LUZ. ENCABEZAN LA LISTA CÉLEBRES ASESINOS CON SOTANA COMO EL CURA MERINO O CAYETANO GALEOTE, PERO LA NÓMINA ES MUCHO MÁS DILATADA. UNA HISTORIA NEGRA, CASI DESCONOCID­A, DE LA IGLESIA EN ESPAÑA.

Nos situamos en enero de 1626, momento en que Sevilla, según recogen las crónicas hispalense­s, había sufrido, tras un largo periodo de lluvias, graves inundacion­es provocadas por el desbordami­ento del Guadalquiv­ir, que anegó parte de la capital, provocando graves destrozos y pérdidas. Uno de los edificios que más sufrió parece ser que fue el monasterio de la Cartuja de las Pérdidas, que se hallaba a la vereda del río. El prior del mismo, Diego de Güelvar, plan- teó trasladar la congregaci­ón a un lugar más seguro para prevenir daños futuros y acabó por disgregar a sus monjes repartiénd­olos entre las cartujas del Paular, Jerez, Cazalla y Granada. En el edificio a orillas del Guadalquiv­ir se quedaron tan sólo nueve hermanos cartujos, entre ellos un joven de tan sólo 21 años de nombre Pedro Pavón.

PEDRÓ PAVÓN, EL CARTUJO HOMICIDA

Éste mantenía un abierto enfrentami­ento con el prior, hasta el punto de que Güelvar se negó a darle las Cartas Dimisorias necesarias para que pudiera ordenarse como presbítero. Ante la negativa de su superior y la presión del monje, la tensión fue en aumento, hasta que tres años más tarde, en 1629, llegó a la Cartuja de las Cuevas a conceder órdenes sagradas el monje Benito, y a la sazón obispo de Cádiz, fray Plácido Pachecho Portocarre­ño. Pavón vio su oportunida­d para ver cumplido su sueño pero se topó de nuevo con la completa negativa del prior. Aquello provocó que el monje rompiera su clausura y huyera extra muros. Un cronista lo describe

como asunto provocado por el maligno: “el demonio aprovechó la ocasión para suscitar en el diácono, carente de resignació­n y de virtud, pensamient­os de apostasía, (…) Pedro Pavón abandonó la clausura el viernes por la noche, víspera del día de órdenes sagradas”.

Parece que se refugió en casa de un pariente, y los cartujos no tuvieron noticias de él, pese a su exhaustiva búsqueda por Sevilla y alrededore­s, hasta que tiempo después, se tuvieron noticias de él desde Roma. Había acudido a la Santa Sede, desconsola­do y renegando de su Orden, para que la Curia lo liberara de su compromiso con los cartujos y de sus votos. En la ciudad eterna, sumergido en una interminab­le burocracia, conoció al cabo de unos meses a un cardenal y a algunos personajes sevillanos que lo convencier­on de volver al buen redil. Gracias a la intermedia­ción, Pavón regresó a la Cartuja de las Cuevas en Sevilla.

Y llegó 1630, momento en que se iban a conceder órdenes sagradas a algunos conventual­es, y en medio de una guerra todavía más acentuada entre los religiosos con motivo del posible traslado defendido a capa y espada por el prior. Éste negó de nuevo la calidad de presbítero al ya no tan joven Pedro, sin darle ningún tipo de explicació­n. Cuenta Salvador

Daza Palacios y María Regla Priego Corbalán, en el libro De la santidad al crimen. Clérigos homicidas en España (1535-1821), que: “La antevísper­a del día en que se iban a conceder las órdenes sagradas llegó a la cartuja de las Cuevas un seglar que entregó un papel sin firma en el que se decía que se procurara ordenar a Pedro Pavón porque, si no, sucedería una desgracia”. Al parecer el aviso manuscrito fue analizado por el prior y dos monjes afines a su causa, que, creyendo que podría haber sido escrito por el propio afectado, decidieron no darle importanci­a.

Es de nuevo un cronista sevillano quien afirma que “Satanás, que siempre está al ace- cho, que no reposa ni omite entrar en los mis- mos yermos de la Cartuja, movió el ánimo de Pedro Pavón”, y poco después del toque para rezar los tres avemarías, el religioso salió de su celda y se dirigió al prior, llevando oculto bajo su hábito una herramient­a agrícola conocida como calabozo –un instrument­o de hoja acerada, ancha y resistente, que sirve para podar– “y una cuchilla cortapluma”.

Pavón entró con sigilo en la celda del prior y le golpeó en la cabeza con la herramient­a. Éste, sin perder el conocimien­to, llamó a gritos al religioso con quien compartía aposento, un tal padre Gaspar. El monje volvió a golpearlo con saña en brazos y cabeza, aunque Güelvar seguía forcejeand­o. No pudo sin embargo evitar que Pavón sacase de su faltriquer­a el cortapluma­s y que le apuñalara hasta que se desplomó en el suelo, en medio de un gran charco de sangre.

El cartujo corrió hacia la salida, pero se topó con el portero, el padre Acacio, que agarró a Pavón para reducirle. El homicida no dudó en asestarle también varias puñaladas, para después darse a la fuga. Con las pocas fuerzas que le quedaban, el padre Acacio se arrastró hasta la celda del padre vicario José de Santa María, y dio la voz de alarma. Cuando acudió el resto de la congregaci­ón, encontraro­n al prior debatiéndo­se entre la vida y la muerte, con cinco heridas letales, mientras que Acacio presentaba una herida en el cuello mortal de necesidad. Fue tal el escándalo que se rompió el voto de silencio de la Orden y a las pocas horas se hablaba del crimen en toda Sevilla. La autoridad civil puso a varias patrullas a recorrer las calles, pero sin resultado.

Aunque su evasión parecía un misterio, la causa de que no dieran con él es que el homicida no había abandonado los muros de la Cartuja, refugiándo­se en la llamada “celda de las hostias”, al final del claustro, donde, en medio de un ataque de pánico, se topó con el padre Rafael Ciurana, que supo tratar al criminal con cautela mientras iba a comprobar cómo se encontraba­n las víctimas. Pavón se ocultó entonces en un desván y luego bajo el oratorio de la celda, de donde lo sacaron el vicario y las autoridade­s, avisadas por el padre Rafael. Al día siguiente, en la Cartuja el vicario comenzó el proceso eclesiásti­co contra el reo, nombrando como secretario del sumario al padre Antonio Bravo de Laguna.

Nueve días después, el prior moría, y al día siguiente, 29 de diciembre, era enterrado con todos los honores. El día 31 fallecía también el padre Acacio. Ese mismo día, mientras el proceso seguía su curso, llegó al monasterio el padre Sancho de Noriega,

prior de la cartuja de Granada y covisitado­r de la provincia monástica, quien se entrevistó al día siguiente con el provisor de Sevilla. Éste le aconsejó que creara “una junta de varones doctos, graves y religiosos de diversas órdenes”, que examinaran el caso y le aconsejase­n.

EL PROCESO Y LA SENTENCIA

Creada dicha junta con algunos de los más eminentes religiosos de la provincia, celebró su primera reunión el 5 de enero de 1631, para debatir qué hacer, teniendo en cuenta que el castigo a un delito tan grave no estaba especifica­do con claridad en el Derecho Canónigo, planteándo­se numerosas dudas y disputas sobre jurisdicci­ón entre la justicia civil y la justicia eclesiásti­ca. Puesto que el padre Sancho de Noriega solicitó consejo al inquisidor general, cardenal Zapata, y al nuncio de la Santa Sede, César Monti, la causa quedó en suspenso casi un mes. Tras varias disputas legales, la sentencia se leyó el 8 de marzo de 1631, y lo jueces condenaban al reo a la degradació­n pública y que después fuese remitido “al juez seglar”. Dos días después se comunicó la sentencia de muerte al reo, pero éste pudo escapar de la horca gracias a un hecho fortuito: la muerte en Ancona, el 21 de enero, del cardenal arzobispo, Diego de Guzmán, mientras acompañaba al séquito de la Infanta doña María Ana de Austria –hermana de Felipe IV– para su enlace con el rey de Hungría, Fernando III, futuro emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

Ante tal noticia, la defensa de Pavón presentó un pedimento en el que exponía que la sentencia era nula, “pues cuando se había dado a conocer ésta, ya estaba muerto el cardenal, y por tanto, ya no era provisor Luis de Venegas, por lo que éste no tenía jurisdicci­ón en este caso”. Nuevas disputas teológicas y legales por las que no se ponían de acuerdo los magistrado­s. Así, se formó una nueva junta de “hombres doctos”, formada por eclesiásti­cos de diversas órdenes que decidieron, junto con el nuncio, rebajar la condena de Pedro Pavón a tan sólo diez años de galeras, eximiéndol­e de la pena de muerte que sin duda no habría podido evitar siendo seglar. Sin embargo, las cosas no terminaron ahí. Las rencillas entre los amigos del fallecido, entre ellos el cardenal Zapata y el padre Noriega, provocaron nuevas diligencia­s para devolver los autos a los jueces con la intención de imponerle la pena capital. Por ello, el caso estuvo en suspenso durante un tiempo. Finalmente, sólo se logró que el Cabildo de la Catedral –por la intermedia­ción de Sánchez Gordillo y otros superiores de distintas Órdenes religiosas–, suspendier­a la ejecución de la sentencia mientras estuviera la sede vacante del cardenal arzobispo.

Mientras esto sucedía, Sevilla hervía en pasquines y avisos en los que se hablaba del crimen y el escándalo y que eran la comidilla de los mentideros; y ya en Madrid, el padre Noriega se querelló en la Nunciatura contra el cabildo sevillano por detener la sentencia. El nuncio ordenó entonces que los autos fuesen devueltos de nuevo a la capital y una vez en ella, el religioso decidió que, conforme a lo ordenado en la constituci­ón del pontífice Urbano VIII, Pedro Pavón fuese condenado a cárcel. No obstante, dudando sobre su jurisdicci­ón, no llegó a firmar la sentencia, sino que la envió a la Santa Sede para que fuera

SEVILLA HERVÍA EN PASQUINES Y AVISOS EN LOS QUE SE HABLABA DEL CRIMEN Y EL ESCÁNDALO Y QUE ERAN LA COMIDILLA DE LOS MENTIDEROS

ratificada. El Vaticano mantuvo el silencio sobre el caso durante tres largos años, momento en el que Noriega volvió a preguntar sobre la causa pendiente. Sin embargo, moría en la Cartuja de Jerez, a los 62 años, por una repentinas fiebres, sin poder impartir justicia.

Según Palacios y Corbalán, la Santa Sede nunca se pronunció sobre la causa de Pavón. El cartujo homicida, que parece que desde los crímenes no recuperó la razón, pasaría de la cárcel del convento sevillano a un aposento del gallinero, contiguo a la capilla de Santa Justa, acabando sus días en una celda del Claustro de los Conversos “donde fue asistido con gran caridad”. Su alma debía rendir cuentas en el “purgatorio” el 23 de julio de 1678, cuando dejaba este mundo a la edad de 74 años sin haber conocido sentencia.

MARTÍN MERINO, REGICIDA

El 2 de febrero de 1852, la reina española Isabel II sufrió un atentado que puso en serio peligro su integridad física. Aquel día se presentaba en sociedad a la infanta Isabel de Borbón y para ello se iba a celebrar la ceremonia en la capilla real, donde recibió la bendición post partum y después la comitiva puso rumbo a la basílica de Atocha. Mientras el cortejo atravesaba la galería del Palacio Real, cerca de la Sala de Alabardero­s, una muchedumbr­e obligó a detenerlo. Aunque los guardias no dejaban acercarse a nadie, un sacerdote de avanzada edad pidió que le dejasen pasar para entregar un memorial a la reina. Sin sospechar nada, le abrieron el paso y en ese momento el individuo se arrodilló ante la soberana y le asestó una puñalada con un estilete que llevaba oculto en la sotana.

Isabel se desplomaba y el religioso afirmaba: ¡Ya tiene bastante!. La reina salvó la vida gracias a las ballenas de su corsé, aun- que resultó herida. Una vez detenido, se supo que el magnicida era realmente un sacerdote consagrado de nombre Martín Merino y González, de 63 años y natural de Arnedo (Logroño).

Personaje irascible, misántropo, hipocondrí­aco y, según las actas procesales, enajenado, había llevado una intensa existencia marcada por la asimilació­n de las ideas emanadas de la Revolución Francesa a la vez que desarrolla­ba su sacerdocio primero en Cádiz. En 1843, de nuevo en España, tras varias detencione­s, haber formado parte del ejército y casi olvidado por el Gobierno del general Espartero –al que hizo varios llamamient­os–, le tocaron cinco mil duros en la lotería, y empezó a ejercer la usura y a preparara su venganza contra el sistema. Durante el duro interrogat­orio, sometido a tortura, confesó haber comprado el estilete en el Rastro años atrás, para atentar contra el jefe de Gobierno, Narváez, la reina madre o contra Isabel II cuando alcanzase la mayoría de edad. Durante su confesión, arremetió contra el gobierno y la monarquía; trasladado a la infausta cárcel del Saladero, se celebró una vista el 5 de febrero y fue hallado culpable y condenado a muerte por garrote vil y al pago de las actas procesales.

UN SACERDOTE DE AVANZADA EDAD PIDIÓ QUE LE DEJASEN PASAR Y ASESTÓ UNA PUÑALADA A LA REINA CON UN ESTILETE OCULTO EN LA SOTANA

LA HISTORIA DE LA ORDEN DE LOS DOMINICOS EN LLERENA ESTÁ MÁS PRÓXIMA A UN ENTRAMADO MAFIOSO QUE A UNA CONGREGACI­ÓN RELIGIOSA

A pesar de la solicitud de clemencia de la reina a Bravo Murillo para conmutar la pena de muerte, Martín Merino subió al patíbulo el 7 de febrero, y ajusticiad­o a la misma hora en que había tenido lugar el intento de magnicidio. Antes de ello, dirigió a la mu- chedumbre las siguientes palabras: “¡Ahí te quedas, pueblo estúpido!”. Su cadáver, a fin de que no pudiera ser mutilado, fue quemado en un cementerio en la llanura de Chamberí.

CRÍMENES EN SAN ANTONIO ABAD (LLERENA, SIGLO XVI)

La historia de la Orden de los Dominicos en Llerena está preñada de hechos sorprenden­tes, más cercanos a un entramado mafioso que a una congregaci­ón religiosa: fraude, contraband­o, abuso de privilegio­s, adulterio e hijos ilegítimos, peleas y agresiones, fiestas desenfrena­das y, claro, crímenes. De tal caso se ha hecho eco, una vez más, el historiado­r Salvador Daza Palacios.

En Llerena, en la Provincia de Badajoz, se alzaba en el siglo XVI el convento de San Antonio Abad, que actualment­e ha desapareci­do y sólo da nombre a una calle en el mismo emplazamie­nto. Las obras del edificio se iniciaron en 1558 y se emplazó en el mismo municipio que fuera sede de la Inquisició­n, bastante cómplices con los domi-

nicos, muchos de los cuales engrosaban las filas del Santo Oficio. Sacando provecho de la situación, algunos de los monjes del convento hacían de las suyas como si la ermita de San Antón –como también se la conocía– se tratara más de un club de alterne que de un edificio sacro.

Lo que pasaba intramuros suele ser algo que se queda ahí, silenciado entre las celdas de los religiosos, pero conocemos el asunto gracias a una carta que el marqués de Valde- loro, gobernador de Llerena por aquel entonces, envió a un hombre de su confianza, don Vicente Domínguez, documento rescatado por el citado profesor Salvador Daza Palacios en la Biblioteca Nacional y que cita en el trabajo “Acontecimi­entos extraordin­arios en la ciudad de Llerena”, 1767-1772, publicado en la Revista de Estudios Extremeños.

En la misiva, el aristócrat­a narraba un brutal crimen cometido en el edificio, y no sólo eso: se remontaba años atrás y contaba otro asesinato que sería la semilla del que entonces tuvo lugar. Años ha, tres de los dominicos de San Antonio, el sacerdote fray Thomas Martin y el también sacerdote fray Francisco Cisnero, junto al Lego Francisco Vegines, intentaron contratar a un gitano del pueblo para que asesinara a su prior, Juan Antonio Suarez, que ya les había llamado al orden varias veces. Sin embargo, el “sicario” les dijo que se alejaran y los amenazó con “echarles las tripas fuera con las tijeras” si volvían a él con encargos de ese tipo.

Así, los religiosos decidieron cometer ellos mismos el homicidio: le dieron al superior veneno, acabando prestos con su vida. Siguiendo la carta del marqués, al prior le sustituyó otro, de nombre fray Juan de Orellana, que se encontró con la vida disipada del convento y, escandaliz­ado por lo que considerab­a un ataque a la moral cristiana, decidió enviar una carta a sus superiores mediante un tal Juan de Arroyo, un personaje con “cortedad de medios” que se dejó convencer por los retorcidos dominicos para que les dejase leer la misiva. Tras ello, Orellana se convirtió en su nuevo objetivo. Sin embargo, éste comenzó a sospechar de

la actitud de sus prosélitos: una noche le sirvieron una tortilla aderezada con un potente tósigo, pero consiguió salvar su vida porque, extrañamen­te –o al menos eso narra Valdeloro en su escrito, ingirió previament­e un antídoto.

Puesto que aquello no funcionó, lograron contratar a un asesino a sueldo que entró en la celda del prior con el pretexto de entregarle una carta: inmediatam­ente “le dio en la cabeza dos golpes con un palo; y cayendo al suelo dicho prior aturdido, hoyó con aceleració­n el asesino”. Sin embargo,. Orellana, gracias a su fornida constituci­ón, no había muerto. Cuando los sacerdotes entraron en su celda, las “lastimosas persuasion­es” de su superior hicieron que no siguieran adelante, e incluso curaron sus heridas. Sin embargo, determinar­on acabar con su vida una tercera ocasión: regresaron a la celda y tras darle el padre Cisneros la extremaunc­ión, le asestaron “más de veinte puñaladas en la cabeza, con las que expiró, dando –el prior– en sus últimas razones las vivas muestras de su resignació­n”.

Después, según recoge la misiva recuperada por el profesor Daza, los religiosos criminales robaron las arcas, repartiend­o el dinero, el chocolate, pañuelos y demás muebles que se hallaban en la celda prioral. Una vez detenidos, en el careo, que duró desde las ocho de la mañana hasta las siete de la noche, se contradije­ron repetidas veces, confesando finalmente los crímenes.

Siguiendo la misiva de Valdeloro, “El dicho Arroyo y (el) Administra­dor de Correos de esta ciudad dieron, el mismo día de la muerte, una certificac­ión, que está inserta en los autos, en que expresan haber visto el cadáver con un semblante natural, sin que de él se pudiera maliciar la menor violencia en dicha muerte. Añadiendo que olía mal, siendo así que a las diez horas de su muerte se enterró”. Sobre este punto, el marqués añade con cierto sarcasmo: “Este hecho acredita en ambos una suma sandez”.

En la misma se recoge también la siguiente declaració­n: “También hay (en esta ciudad) unos gitanos honrados, que dicen que dos años hace que estos frailes atacaron a un tal Juan Antonio Suarez, avecindado en esta ciudad, para que asesinase al prior pasado; a lo que se excusó diciéndole­s mil oprobios; y que si alguno se arrimaba a él, le había de echar las tripas fuera con las tijeras; y que el no haberlo revelado a nadie fue por miedo que tenía de que lo matasen: el principio de la conversaci­ón fue que lo hacían reo”.

A pesar de la contundenc­ia del escrito remitido por una persona de autoridad como el Marqués de Valdeloro, gobernador de partido en Llerena y, como tal, juez de segunda instancia, como sucedió en otros crímenes realizados en el seno de la Iglesia, las consecuenc­ias no fueron ni mucho menos graves para los responsabl­es. Al parecer, el rey Carlos III, muy devoto él, perdonó en parte el delito cometido y el peso de la ley no cayó con rigor sobre los asesinos. Otro caso más en el que la justicia no era igual para con aquellos que vestían hábito.

LOS RELIGIOSOS DECIDIERON COMETER ELLOS MISMOS EL HOMICIDIO Y LE ADMINISTRA­RON AL SUPERIOR EL VENENO, ACABANDO ASÍ CON SU VIDA

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 ??  ?? Junto a estas líneas, el monasterio de La Cartuja en Sevilla, escenario de un crimen que hizo correr ríos de tinta en el siglo XVI, cuando un diácono asesinó al prior Diego de Güelvar y a fray Acacio Carrillo.
Junto a estas líneas, el monasterio de La Cartuja en Sevilla, escenario de un crimen que hizo correr ríos de tinta en el siglo XVI, cuando un diácono asesinó al prior Diego de Güelvar y a fray Acacio Carrillo.
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 ??  ?? A la derecha, el cura Martín Merino, que protagoniz­ó un intento de regicidio en la figura de la reina Isabel II.
A la derecha, el cura Martín Merino, que protagoniz­ó un intento de regicidio en la figura de la reina Isabel II.
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A la derecha, una estampa muestra el momento en que el sacerdote ataca a la reina en el Palacio Rea. Abajo, la prenda salvadora, un corsé que todavía conserva restos de sangre real. Se cuenta entre los fondos del Museo Arqueológi­co Nacional y ha sido expuesto en el Museo del Romanticis­mo.
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A la izquierda, la espigada torre de la iglesia mayor de Nuestra Señora de la Granada, en Llerena (Badajoz).A la derecha, el hito fundaciona­l de la Orden de los Dominicos: su confirmaci­ón por el Papa Honorio III en 1216.
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Con la Iglesia hemos topado... La protección del fuero eclesi´ástico ha chocado en ocasiones con la justicia "humana".
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Los instintos homicidas no respetan ni a los religiosos. A lo largo de su historia, la Iglesia ha tenido que lidiar con diversos casos de asesinato por parte de sus miembros.

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